La ordenación de Camisasca (sancarlo.org).

El tesoro y el barro

Stefano Filippi

«Un tesoro precioso en una vasija de barro». La imagen bíblica de la desproporción total, del bien que se entrega en manos de la fragilidad. El cardenal Carlo Caffarra describía así la ordenación episcopal de monseñor Massimo Camisasca. Y a los pocos minutos, Camisasca, delante de él, se tumbaba en el suelo, con el rostro pegado al pavimento de mármol de San Juan de Letrán, mientras se invocaba la acción del Espíritu sobre él.
Era la vigilia de la Inmaculada, una de las fiestas más queridas para el pueblo de fieles. Durante esta vigilia, en la basílica de San Juan, la catedral de Roma, monseñor Camisasca fue ordenado obispo de Reggio Emilia - Guastalla. La iglesia estaba llena de gente, peregrinos de la diócesis y autoridades civiles, amigos, familias enteras, abuelos y niños. Y «sus» sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad de San Carlos, y tantas personas que gracias a su humanidad han descubierto (o reencontrado) la fascinación y el atractivo de Jesucristo.

Un pueblo. Cuatro mil personas de fiesta en la solemnidad de una ceremonia larga pero esencial, acompañada por el canto gregoriano y por el coro de Pippo Molino. Allí todo, desde el silencio y los abrazos al recién llegado por parte de cardenales (Ruini, Vallini, Herranz, Piacenza) y obispos, hasta la conmoción final de Camisasca, todo hablaba de ese tesoro y de ese barro.
«La fe de los sencillos vence a la mentalidad del mundo», repetía el arzobispo de Bolonia a su «querido don Massimo». «Cantad al Señor un himno nuevo porque ha hecho maravillas», entonaba el coro. Y Caffarra decía: «La maravilla realizada por el Señor es su decisión de posar el tesoro de la sucesión apostólica dentro del barro que son los hombres que comparten totalmente la condición de sus hermanos. Es Cristo quien, en el ministerio del obispo, continúa predicando el Evangelio y guiando a su pueblo».

Y «la libertad del hombre es el riesgo que asume Dios». A la llamada uno puede responder con «la desobediencia de la incredulidad o con la obediencia de la fe. Tenemos así la posibilidad de descifrar el enigma de la historia. Dos fuerzas se cruzan, se encuentran y se oponen: la fuerza inherente a la desobediencia de la incredulidad y la fuerza inherente a la obediencia de la fe de María y de los discípulos del Señor».
Don Massimo estaba conmovido, y así se pudo ver al término de la celebración, mientras saludaba a la multitud. «Sólo deseo una cosa: entrar en la voluntad de Dios, en su acción de Padre creador y salvador. Sólo espero una cosa: conocer y dar a conocer al Hijo de Dios. Sólo anhelo una cosa: gozar de la alegría del Espíritu. Os pido que me ayudéis a vivir por esto, y sólo por esto». Dio las gracias al Papa, recordó a sus padres y rememoró «el capítulo intenso, profundo y nunca acabado de mi encuentro con don Luigi Giussani y de mi filiación hacia él. Él fue un gigante de la fe y un profundo conocedor del hombre y del acontecimiento cristiano».

La voz se le quebraba. Y terminó por romperse cuando el nuevo obispo se dirigió a los sacerdotes de la Fraternidad, «la obra a la que he dedicado tantas energías y que me ha beneficiado con consuelos inmensos. Recuerdo uno a uno a mis hermanos, sacerdotes y seminaristas. Ni una brizna de lo que he vivido con vosotros se perderá. Os llevo en mi corazón para la eternidad».
Fuera ya había oscurecido, llovía con fuerza sobre Roma, pero en el claustro del Seminario romano, detrás de la basílica, había una gran fiesta. El obispo de Reggio Emilia quiso saludar a todos, uno a uno, bajo el pórtico. Para él se abre «una nueva etapa» en Reggio Emilia, la ciudad que vio nacer a las Brigadas Rojas, la ciudad del cardenal Ruini y de Romano Prodi, la diócesis donde se encuentra Brescello, «patria» de Pepón y don Camilo. El domingo por la tarde será la entrada solemne. Llegará con una conciencia clara: «Nada se pierde, todo se conserva para la eternidad».