Hildegarda de Bingen.

Hildegarda, una criatura enamorada

Luigi Giussani

La abadesa que vivió en el siglo XII ha sido proclamada Doctora de la Iglesia junto a San Juan de Ávila. Es la cuarta mujer que recibe este reconocimiento. «Encerrada entre cuatro paredes» nos mostró de dónde nace la civilización. Para conocerla mejor, proponemos la introducción de Luigi Giussani al CD de la colección Spirto Gentil Hildegarda de Bingen. Ave Generosa

Vivir es distinto cuando el hombre busca en todo su destino. La novedad de vida consiste en perseguir en todo nuestro destino, en buscar a Cristo, nuestro destino, en todo. Habiéndolo reconocido, lo perseguimos en todo.
Cientos de miles, millones de personas han vivido así, y han creado una civilización nueva. Perseguir en todo el destino: «Ya comáis, ya bebáis». El monasterio de Cluny –hablo de Cluny como un ejemplo–, con los cientos de mujeres y de hombres que lo habitaban, ¿era acaso un lugar a duras penas soportable, árido, sin significado, en absoluto emotivo? Para todos esos hombres y mujeres era la fuente más rica en el sentido emotivo. Y cuando escuchamos las obras de Hildegarda de Bingen, escuchamos letras y música de una mujer que vivía encerrada entre cuatro paredes y, si prestamos atención, nos maravillamos: «¡Qué incivil es nuestra sociedad comparada con aquella!». Porque civilizar no es descubrir técnicas nuevas, aptas para llegar a la Luna o a Marte, o bien, para afeitar no solo la barba, sino erradicar sus pelos, de forma que durante tres días no vuelvan a salir... La civilización no es esto. La civilización va más allá de la técnica y de los mecanismos. Cuando una persona dice “yo” o “tú”, expresa algo que no es un mecanismo. Es algo que posee todos los mecanismos que conocemos y que no es un mecanismo.

El hombre que conoce a Jesús, que le dice “sí” y que le sigue entrando en relación con Él, se convierte en un ser nuevo, adquiere una forma nueva de mirar y conocer, de juzgar y afrontar la realidad, de obrar; adquiere un amor nuevo hacia todo lo que existe.
«Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús». Este es el pueblo que crea la historia. Por eso el filósofo McIntyre escribe: «Un punto de inflexión decisivo en la historia antigua se produjo cuando hombres y mujeres de buena voluntad se apartaron de la tarea de apuntalar el imperium romano y dejaron de identificar la continuidad de la civilización y de la comunidad moral con la conservación de tal imperium. La tarea que se pusieron (a menudo sin darse cuenta plenamente de lo que estaban haciendo) fue la construcción de nuevas formas de comunidad dentro de las cuales la vida moral pudiese ser sostenida, de forma que tanto la civilización como la moral tuviesen la posibilidad de sobrevivir a la época incipiente de barbarie» [Tras la virtud, 2001].

Una civilización es tal en la medida en que exalta a la persona según la totalidad de sus factores, secunda su camino hacia el reconocimiento y la expresión de sí misma, y hace de la sociedad una familia, un lugar familiar, un pueblo. Mientras que ahora ya no hay pueblo, ni casa, ni familia, no hay ni siquiera persona. Así, en la mentalidad moderna, el sentimiento reducido a sentimentalismo prevalece sobre la razón; mejor dicho, el sentimiento prevalece sobre el corazón, hasta el punto de que se identifica el corazón con el sentimiento. Por eso el sentimentalismo obra la disolución de todo, de toda concordia, de toda cohesión, de todo organismo y organización.
En cambio, para aquel que vive hasta el fondo la razón, cualquier criatura, ya sea grande o pequeña, es reflejo del Eterno. Entonces queda abolida la extrañeza y nace un enamoramiento mayor que el que se da entre el hombre y la mujer. Y cuando se dirige hacia Cristo, este enamoramiento asume el calor de ciertas notas de canto, en las que se percibe que no es palabra ni proclamación formal. ¡Es realmente el amor!: amor a Él.

Esta es la victoria que vence al mundo: la fe, reconocimiento de esta Presencia.
Lo reconocía, con una sensibilidad y una intensidad que conocemos por sus cantos, la abadesa Hildegarda de Bingen. Se llama Iglesia el lugar donde la humanidad recobra vida por la pasión de Cristo. La Iglesia es este lugar que, como dice el canto Ave, generosa, vibra, refulge de alegría.

Ave Generosa
Ildegarda di Bingen
Coro del monasterio benedictino St. Hildegard de Eibingen

Società Cooperativa editoriale Nuovo Mondo, (2007)
CD n. 41, pp. 1-2