La juventud y eternidad del Viernes Santo

Carmen Pérez

Sabemos cómo le gusta la música, por eso no nos extraña que empiece su reflexión recordando las grandes composiciones musicales en torno a la pasión que escribió Juan Sebastián Bach, y que muchos escuchamos en la Semana Santa con una emoción siempre nueva. Composiciones que encierran en sí, rodeadas de una belleza admirable, el misterioso acontecimiento del Viernes Santo. Las Pasiones de Bach no hablan de la Resurrección, todas terminan con la sepultura de Jesús, pero están llenas de la certeza de la Pascua, de esa certeza de la esperanza que ni siquiera en la noche de la muerte se apaga.
En cambio en la pasión del compositor polaco Krystof Penderecki desaparece esa tranquilidad de una comunidad de creyentes que vive de la Pascua. En su lugar se oyen los gritos atormentados de los presos de Auschwitz, el cinismo, las voces brutales de mando de los dueños de ese infierno, y las de los colaboracionistas, que piensan librarse del terror, los latigazos de la fuerza de las tinieblas, anónima y presente en todo lugar, los gemidos desesperados de los que mueren. Es el Viernes Santo del siglo XX, el hombre destrozado por el hombre mismo: Auschwitz, Vietnam, guerras, suburbios llenos de miseria de la India, África, Latinoamérica, campos de concentración comunistas. También ponía el cardenal Ratzinger ante nosotros el retablo de altar de Isenheim, pintado por Matthias Grünewald, al que considera el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad. El crucificado esta representado como uno de los hombres, víctima de las terribles epidemias, que azotaban a la humanidad en occidente en la Baja Edad Media. Se nos muestra torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que en él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. A través de su enfermedad los hombres se sentían identificados con Cristo, experimentaban la presencia del Crucificado en la cruz que ellos llevaban. Su dolor les introducía en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaban la cruz que debían soportar como su salvación.
Y ahora nuestros viernes santos, la fuerza y juventud del eterno viernes santo. Creo que todos afirmaríamos con el Papa, que el momento más terrible de la pasión de Jesús es ciertamente cuando exclama, en el extremo sufrimiento de la cruz: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?». Si el se sabe abandonado de Dios, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es este el eclipse del sol en el que se apaga la luz de este mundo? Siempre escuchamos este grito: «¿Dónde estás, Dios, tu que creaste un mundo, en el que continuamente se puede ver como sufren terriblemente inocentes criaturas, dolores y sufrimientos que no parecen tener sentido?».
La vieja pregunta de Job se agudiza ante mil situaciones concretas. A veces adopta un tono petulante y malicioso, porque en un mundo como el nuestro suceden las cosas que suceden, y entonces algunos piensan que no se puede hablar seriamente de un Dios que nos ama. Pero nada disminuye la autenticidad de la pregunta que Cristo se hace y que surge con una fuerza única. Ya es la exclamación con la que nos sentimos unidos: «¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?». Se trata de una pregunta que no se puede responder con palabras y con argumentos porque alcanza una profundidad que excede a la inteligencia. Los que creen poder dar una respuesta con palabra e ideas inteligentes están abocados al mismo fracaso que los amigos de Job.
La única solución es resistirla y sufrirla con Aquel y en Aquel que ha sufrido con nosotros. Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en oración. Nosotros tenemos, igual que Cristo, que integrar el grito angustiado y cambiarlo en una oración dirigida al Dios que, a pesar de todo sigue estando cerca. Nunca ponernos como espectadores de los hombres que sufren, acomodados en la vida, considerando que Dios no puede existir. Estos que niegan a Dios no son más que espectadores del sufrimiento humano y creen haber cumplido con su obligación y haberse defendido diciendo que si existe tanto dolor, tantos horrores es que no hay Dios. Lo que hay que hacer es el gesto de la Verónica para poder hablar de esta oración. No se puede orar solamente con lo labios, es el hombre entero el que reza.
Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano, todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado que está en el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y sin embargo, a lo largo de toda la historia, ha despertado sentimientos de consuelo y de esperanza. Se ha dicho que la cruz tiene las dimensiones de toda la creación y de toda la historia. Jesús extiende sus brazos hacia los dos lados, hacia el pecador que se ha encontrado con Él y hacia el que le ofende. Y su cuerpo en vertical supera toda distancia entre Dios y el hombre, y la horizontal llega a todos los rincones del mundo. Ninguna situación ha quedado sin redención.