Juan Pablo II durante un paseo por la montaña.

De vacaciones con Juan Pablo II

Luca Fiore

Lino Zani era un joven maestro de esquí cuando conoció a Karol Wojtyla en 1984. Desde entonces, durante veinte años acompañó al Papa en sus excursiones por la montaña. Lo vio esquiar, cantar y charlar con la gente. Así, descubrió el secreto de su santidad.


«Lino, ¿qué es lo que te anima a subir montañas tan alto?». Esta pregunta se la hizo Juan Pablo II a Lino Zani cuando acababa de regresar de una de sus numerosas expediciones que le llevaban hasta el techo del mundo, acababa de subir uno de sus muchos 8000. La pregunta le llegó a contrapelo, como pregunta un amigo a otro. Y es que Zani, maestro de esquí y guía alpina, nacido y criado en los Alpes, fue durante más de veinte años compañero del Papa polaco en sus excursiones. Durante las vacaciones oficiales en los Alpes y en sus escapadas a las pistas de esquí de los Apeninos. En el libro Era santo, era uomo. Il volto privato di papa Wojtyla (“Era santo, era hombre, El rostro del Papa Wojtyla en privado”, ed. Mondadori, 2011), Lino recorre con la sencillez del montañero los hechos que le cambiaron la vida. Le cambiaron la vida, pero no le cambiaron a él, que siguió siendo el mismo montañero que era. Pues el Papa Wojtyla nunca le pidió, a cambio de su compañía, que fuera distinto de lo que era: un hombre enamorado de la montaña.

¿Cuándo conoció a Juan Pablo II?
El primer encuentro fue en 1987, en el glaciar de la Lobbia. Yo tenía 27 años. Mi equipo se encargaba del refugio de la Lobbia Alta. Llegó monseñor Stanislao Dziwisz pocos días antes y nos dijo que el Papa iba a venir. En principio, era un secreto, pero la prensa lo supo porque el presidente de la República, Sandro Pertini, vino a visitarle el primer día. El Papa tuvo que irse antes de lo previsto porque, una vez conocida la noticia, ya no se daban las condiciones de seguridad necesarias para permanecer allí. No se podían cerrar todas las vallas que daban acceso al refugio, pero fueron dos días magníficos. Esquiamos juntos, algo que le encantaba, y nos hicimos muy amigos.

¿Cómo era su amistad?
Era la amistad de dos montañeros. Él había pasado su juventud en las montañas polacas. Era un montañero, y no dejó de serlo tras convertirse en Papa.

Después de aquellos dos días, ¿cuándo volvió a verlo?
En aquellas vacaciones, me pidieron que tomara algunas fotografías. Cuando la prensa lo supo, el director de un periódico me ofreció 300 millones de liras, de las de entonces, por dos imágenes en las que se veía al Papa con un jersey verde en la cocina del refugio. Llamé a monseñor Dziwisz para informarle de esta oferta, y me pidió que le llevara las fotos al Vaticano. En aquella ocasión me hizo saber que Juan Pablo II quería verme, a mí y a mi familia, en septiembre, cuando el refugio estuviera cerrado. Así que nos presentamos allí mi hermano y yo y el Papa nos dijo: «¿No habéis traído a vuestros padres?». Así que nos volvió a invitar para la vigilia de Navidad. Le dije que para entonces yo habría partido para una expedición al Ama Dablam, un 7000 situado en Nepal. En aquel momento me dio una cruz para que la llevara hasta la cima. Fue la primera de una larga seria. Las dos últimas las llevé en 2001 al Polo Norte y al Polo Sur, a los extremos del mundo.

¿Qué es lo que más le impresionaba de Wojtyla?
Su verdadera santidad era su humanidad. Su capacidad para estar con las personas, con la gente. Siempre que le acompañaba en sus vacaciones, los encargados de seguridad trataban de alejar a la gente del recorrido de sus excursiones, y él se enfadaba mucho por eso. A veces no conseguíamos terminar los recorridos programados porque él se entretenía charlando con la gente que se encontraba a lo largo del camino: campesinos, pastores, familias que paseaban por el bosque…

¿Y qué les decía?
Era muy curioso. Les preguntaba qué hacían. Si era gente que estaba trabajando, les preguntaba por su actividad, si les iba bien, si conseguían beneficios. Bromeaba con ellos, a veces respondía de forma irónica. Pero también daba consejos y ofrecía consuelo. Y luego estaba su gran oración…

¿Cómo?
Durante nuestras salidas, siempre en un cierto momento se paraba para rezar. Tenía un modo de hacerlo muy particular, místico. Era como si consiguiera aislarse del mundo. Y en eso, sin duda, le ayudaba mucho la montaña. Sólo en la montaña puedes encontrar ese silencio, esa soledad que permite hablar con el Señor. Esos momentos podían durar incluso horas. Sin duda, también rezaba cuando estaba en el Vaticano, pero la montaña le permitía estar más tranquilo.

¿Elegía lugares concretos para rezar?
Siempre le vi elegir lugares donde podía abarcar con la mirada kilómetros de espacio. Eran puntos muy altos desde los que se veía todo a 360 grados. Lugares aislados, como en Ares, donde había un silencio sepulcral, no se sentía ni el soplo del aire. No había nadie, aparte de los cuatro o cinco que lo seguíamos. Nos quedamos quietos, porque cualquier movimiento sobre la nieve helada hacía ruido y le podíamos molestar. Así que allí estuvimos, parados y en silencio, durante más de una hora.

¿Qué era lo que más le llamaba la atención de esta forma de oración?
No tanto la duración como la intensidad. Parecía que no estaba en la tierra, sino en otra parte. Estaba tan inmóvil, tan quieto… Parecía imposible estar así, tantas horas, sentado sobre aquellas piedras tan incómodas. Pero también a veces esquiando, al terminar una diagonal o una curva, se paraba y, apoyándose en sus bastones, rezaba un cuarto de hora. En la montaña encontraba momentos de gran inspiración.

¿Y qué era lo que más le gustaba de la montaña?
Era un apasionado del esquí, se transformaba, se regeneraba. Esquió hasta 1994, cuando se rompió el fémur, aunque siguió haciendo algunas escapadas “clandestinas”. Y le encantaba la compañía de la gente. Cuando terminaba de esquiar, charlaba con todo el mundo. Después de comer le gustaba entonar cantos de montaña. Empezaba con un canto polaco y nosotros respondíamos con uno italiano. Hacía estas cosas, que se salían de cualquier protocolo, porque le gustaba mucho estar en compañía de la gente. Era algo precioso.

¿La amistad con él cambió su relación con la montaña?
No. La montaña te despoja de todas tus cargas. No importaba que él fuera el Papa. Compartíamos una gran pasión y nos entendimos inmediatamente, como dos amigos.

¿Qué es lo más importante que le dijo Juan Pablo II?
Cuando volví de mi primer 8000, le enseñé la foto con la cruz que me había dado. Le conté que desde aquella montaña se veía la redondez de la tierra, como si estuvieras en un avión. Me preguntó: «¿Qué es lo que te anima a subir las montañas tan alto?». Le respondí que cada vez que subes un metro tienes una visión distinta de la tierra, se ve un mundo completamente distinto, pero sobre todo le dije que me gusta llegar a la cima para ver qué hay al otro lado. Él me detuvo y me dijo: «Pero Lino, mira que al otro lado sólo se puede ir una vez...». Y añadió: «Por eso, cuando llegar a la cima, no puedes hacer otra cosa que bajar...». Creo que eso es lo más importante que me enseñó.

¿Por qué?
El que va a la montaña sabe que para seguir dando pasos hace falta el estímulo de llegar a la cima. Los problemas empiezan cuando hay que volver atrás: uno va cansado, se distrae. No es casual que los accidentes más graves sucedan durante el descenso. Y en la vida no es muy diferente. Una vez que has llegado, es difícil renunciar a lo que has conseguido. Volver atrás es cada vez más difícil.