Camillo Procaccini, “Ambrosio cierra el paso <br>a Teodosio''.

«También tú, emperador, eres un hombre»

Luca Fiore

En su visita a Milán, el Papa se ha dirigido a los políticos con referencias al santo patrón: laicidad, justicia, amor por la libertad. ¿Pero de dónde nace un pensamiento que estaba ya a la vanguardia en el siglo IV y que hoy sigue siendo tan actual?

Era un hombre de gran valor. Si era necesario, no tenía miramientos con nadie, ni siquiera con el emperador. Al cual, si bien con el respeto debido, sabía decir que no. Como aquella vez que detuvo a Teodosio a la entrada de la iglesia para preguntarle si se arrepentía de sus pecados. No es casual que Benedicto XVI, durante su encuentro en Milán con las autoridades civiles, haya citado a san Ambrosio y sus enseñanzas sobre el buen gobierno. Que no se limita a la afirmación de la justicia, sino que implica el amor por la libertad: «Los que son buenos aman la libertad, los réprobos aman la servidumbre». Un pensamiento de vanguardia ya en el siglo IV, pero que no ha dejado de ser actual. Nos lo explica Giuseppe Bolis, profesor de Introducción a la Teología en la Universidad Católica de Milán y experto en Padres de la Iglesia.

¿De dónde nace la concepción de Ambrosio sobre la relación entre el Estado y la Iglesia?
Hay que tener en cuenta las dos fuentes de las que mana su personalidad: la romanitas y la christianitas. Ambrosio es ante todo un ciudadano romano, con una gran formación jurídica. Su padre era un funcionario del imperio. Nació en Treviri, actualmente en Alemania, adonde se había trasladado su familia. Volvió a Roma a la edad de siete años. Por lo tanto, crece inmerso en esa romanitas de la que adopta la concepción de Estado. En Italia frecuenta las comunidades cristianas de la capital. La suya no era una familia cristiana cualquiera, basta saber que su abuela Sotere murió mártir durante la persecución de Diocleciano entre los años 304 y 305. Por aquel entonces, la comunidad romana era muy viva. El Papa era Dámaso, que afirmó con fuerza el primado de Roma sobre el resto de la cristiandad, estableciendo que una fórmula de fe, para que fuera declarada ortodoxa, debía contar con la aprobación del obispo de Roma. Otra personalidad central fue Simpliciano, tutor de Ambrosio y de sus hermanos Sátiro y Marcelina (una de las primeras vírgenes consagradas de Occidente). Cuando fue elegido obispo por sorpresa, Ambrosio le llamó para que estuviera a su lado en Milán, pues se sentía completamente inadecuado para la tarea encomendada.

El Papa ha recordado estas palabras suyas: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre».
El emperador no está por encima de los demás hombres, ni por encima de la iglesia. Es un cristiano como todos. Esto no significa que Ambrosio no reconozca el papel decisivo que tiene, pero le reclama a su verdadera misión. Que no consiste en hacer uso del poder en el sentido de un absolutismo sin límites, sino en ejercer el poder en función del bien común. El emperador cristiano Teodosio fue para él ejemplo de esto, hasta el punto de que la homilía que pronunció en sus funerales era casi una canonización en directo…

¿Qué es lo que Ambrosio admiraba en Teodosio?
Teodosio está considerado como el emperador cristiano por excelencia. En el año 382 proclama el cristianismo como religión de Estado. Casi setenta años después del Edicto de Milán (313), con el que Constantino había reconocido la libertad de profesar la fe cristiana. Pero la estima de Ambrosio se la ganó sobre todo porque testimonió la fe ejerciendo de emperador.

¿Cuál era la concepción del poder imperial que tenían sus contemporáneos?
Para entender esto tenemos que volver al episodio del descubrimiento de la vera cruz de Jesús por parte de santa Elena, la madre del emperador Constantino. Desde Jerusalén, Elena envió a su hijo dos clavos de la cruz: uno fue incrustado en la corona de hierro con la que, desde entonces, se coronaría a los emperadores; el otro se colocó en las bridas del caballo del soberano. Esto significa que, por una parte, la fuente del juicio del emperador es la cruz de Cristo; por otra, la cruz de Cristo frena el poder imperial uniendo a la justicia la caridad o, como diríamos hoy, el respeto a la persona.

Pero a pesar de esto, los emperadores siempre han tenido la tentación de someter a la Iglesia bajo su poder.
Sí, y esta tentación la tuvo incluso el propio Teodosio. Pero Ambrosio fue implacable con él. Fue después de la matanza de Tesalónica en el 390, cuando las tropas imperiales reprimieron una revuelta matando a más de siete mil personas. Ambrosio entiende que el último responsable de este acto innoble es el propio emperador. Y se cuenta que le detuvo a la entrada de la iglesia para pedirle que se arrepintiera y que, en señal de penitencia, entrara sin las insignias imperiales, símbolos de poder. Teodosio al principio reaccionó mal, pero después aceptó. Este gesto volvió a subrayar la separación entre ambos poderes, y la no sumisión de la Iglesia respecto al imperio. Después fue Agustín quien sintetizó este pensamiento en De Civitate Dei, pero era una idea que Ambrosio ya practicaba. En este sentido, era un adelantado a su tiempo. A la vez, al otro lado del imperio, en Oriente, prevalecía la línea de Eusebio de Cesarea, que teorizó, con Constantino, la identificación entre el reino de Dios y el imperio romano cristiano. Una mezcla ambigua entre poder secular y poder religioso.

Otro elemento destacado por el Papa es no separar, en la acción de gobierno, la justicia del amor por la libertad.
Aquí también se ven las dos fuentes de las que nace la personalidad de Ambrosio. La romanitas, con su amor por la justicia, porque la ley es el fundamento de la vida civil. Pero, al mismo tiempo, la christianitas, con su amor por la libertad, que es típica y únicamente cristiana. Aquí está todo el tema del humanismo del derecho romano que el cristianismo obró en los primeros siglos. El cristianismo no va en contra del Estado, pero introduce el amor a la libertad, el amor a la persona: el yo como relación directa con el infinito. Y poco a poco humaniza la ley. De hecho, Benedicto XVI dice que este es uno de los elementos centrales de la laicidad del Estado. Y ya estaba presente en el Edicto de Milán, donde el emperador no sólo da la libertad a los cristianos (el texto dice «ut christiani sint» - «que los cristianos sean»), sino que afirma que todos los demás también deben poder expresarse: es una libertad para todos. El Santo Padre lo sigue repitiendo hoy: la libertad no es sólo para los cristianos, sino que la laicidad del Estado debe permitir que todos se puedan expresar con respeto hacia el otro y hacia las leyes que velan por el bien común. Esta insistencia de Ambrosio sobre la libertad para todos fue una contribución fundamental para una sociedad que vivía un momento muy difícil, como escribía Juan Pablo II en 1983, en una carta al entonces cardenal Carlo Maria Martini dedicada precisamente a san Ambrosio: «En una sociedad romana en descomposición, que había dejado de apoyarse en las antiguas tradiciones, era necesario reconstruir un tejido moral y social que colmase el peligroso vacío de valores que se había creado. El obispo de Milán quiso dar respuesta a estas graves exigencias, actuando no sólo en el seno de la comunidad eclesial, sino abriendo su mirada hacia los problemas que planteaba la recuperación global de la sociedad. Consciente de la fuerza renovadora del Evangelio, señaló ideales de vida sólidos y concretos, y se los proponía a sus fieles para que nutrieran su propia existencia y pudieran así hacer emerger, al servicio de todos, los auténticos valores humanos y sociales (…). A los que pensaban salvar la romanitas con un retorno a símbolos y prácticas obsoletos y ya sin vida, Ambrosio les objetó que la tradición romana, con sus antiguos valores de coraje, dedicación y honestidad, podía ser asumida y revitalizada precisamente por la religión cristiana». De este modo, el obispo de Milán mostraba con claridad la positividad histórica del cristianismo: lejos de ser un peso y una traición de las antiguas y gloriosas tradiciones humanas, es su verdadero y duradero cumplimiento. La visita de Benedicto XVI a Milán ha vuelto a proponer con belleza su verdad y actualidad.