Érase una vez en un pueblo de Albacete, un maestro…

EL MILAGRO DE SAN RICARDO PAMPURI. Con apenas 10 años, Manuel recibió la gracia de una curación milagrosa. Al cabo de unos años el milagro sería reconocido por la Santa Sede y llevaría a los altares al “dottorino” de Trivolzio
Ángel Misut

Fuenlabrada, salón de actos de la Parroquia de San Juan Bautista. Setenta personas escuchan el testimonio de Manuel.
Aún se sigue emocionando, como aquél día, como todos los días. Durante estos casi treinta años, cada vez que recuerda lo que sucedió, sus lágrimas afloran manifestando una alegría que no le cabe en el pecho. No puede evitarlo, es algo superior a él. Es una sensación que le invade, una certeza que le desborda, que le llena y le rebosa, porque le hace sentirse privilegiado.
Se recupera y reanuda su discurso. Lentamente está contando el proceso. Poco a poco, sin prisas, va narrando como sucedió todo. Nos habla de aquella reliquia que, misteriosamente, entro en su mundo tan sólo unos días antes. Nos cuenta como su padre, que era maestro de escuela y que en aquellos días estaba destinado en un pueblo cercano, se encontraba una tarde ordenando un viejo armario en su lugar de trabajo. Y mientras limpiaba y clasificaba unos libros cubiertos por una gruesa capa de polvo, que suele generar el olvido, se encontró con aquel envoltorio.
Explica, con emoción, cómo lo limpió y con qué cuidado se lo llevó a casa, sin dejar de preguntarse, ¿quién habría llevado a un pequeño pueblo de Albacete una reliquia de aquel beato que, cincuenta años antes, había muerto en una ciudad de Italia?
Nadie del lugar tenía la menor idea de quién era aquel hombre, nadie, ni siquiera el cura, había sido capaz de darle una seña fiable sobre su origen. Y para colmo de males, por aquellos días no existía internet, por lo que no pudo conectarse y averiguar en un “¡pis-pas!” hasta el número de zapato del beato en cuestión. Pero lo cierto es que la reliquia había llegado hasta sus manos. Aunque misteriosamente, era evidente que la reliquia estaba allí.
Manuel contaba con apenas diez años, y cuando la vio en casa se apresuró a preguntar por ella a su padre. “Ya te contaré en su momento” es la repuesta que recibió, como certero mensaje de que su padre se encontraba ocupado en ese momento y no se le podía molestar. Y no se habló más del asunto. La reliquia se guardó en un lugar adecuado, y cada uno a lo suyo.
Tres días después, Manuel ayuda a su padre a recoger unos sarmientos en el corral de la casa, cuando sucede la desgracia. Una de aquellas ramas se le clava en el ojo produciéndole una herida profunda que no deja de sangrar. Toda la familia se alborota ante el incidente y los familiares comienzan a llegar a la casa alarmados por el suceso.
Mandan llamar al médico del pueblo, que acude presuroso. Examina al pequeño y dictamina con contundencia “Lo tiene que ver un especialista porque esto es algo peligroso”. Un tío que dispone de automóvil coge al enfermo y a sus padres y los traslada de inmediato hasta la capital, donde llegan rápidamente a la consulta de un oftalmólogo. El médico examina, consigue cortar la hemorragia y continúa con su evaluación.
El pronóstico no es muy alentador. “Hay que operarlo sin demora”, sentencia el oftalmólogo. El niño no tiene una herida, sino dos, y su visión corre un gravísimo peligro. “Mañana es fiesta y no podemos hacer nada –previene el galeno– pero pasado mañana les quiero a primera hora en el hospital para realizar la intervención”. Venda el ojo del muchacho y da instrucciones a los padres para que le administren una pomada y un colirio calmante, que mitigará el dolor y ayudará a disponer al ojo para la intervención.
Muy preocupada, la familia regresa al pueblo. La casa es un hervidero de familiares y amigos que se interesan por la salud del chaval, con ese fervor habitual de la solidaridad rural. La Mancha es así, o mejor, cualquier pueblo es así. Al niño le duele mucho el ojo y se retira a descansar a su habitación. El padre le habla de ponerle los ungüentos que ha recetado el oftalmólogo, pero el chico se niega porque le duele mucho, y pide al padre que le deje así hasta que se le pase un poco el dolor.
Al anochecer, el padre insiste en cumplir las instrucciones del especialista, pero el niño se resiste, le da miedo que le hurguen en su ojo dolorido. Entonces el padre toma una decisión. Recupera aquella reliquia que había encontrado unos días antes en su escuela y le explica a Manuel como a veces Dios se vale de los santos para solucionar problemas difíciles. El padre, rompe decidido el pequeño cristal y saca el minúsculo trozo de tela. Lo coloca entre el vendaje y el ojo de su hijo, y le da las últimas instrucciones. “Ahora debemos rezar. Ahora debemos pedirle a este santo que interceda ante Dios para que te cure el ojo”. No sabían que el Beato Ricardo Pampuri aún no estaba canonizado.
El pequeño Manuel comienza a rezar al santo, a ese santo absolutamente desconocido para él, pero que aparece como la esperanza de que acabe su sufrimiento. Reza y reza, y lo hace hasta quedarse dormido. Los padres rezan juntos en su habitación. Lo harían durante toda la noche, según confesarían años después a su hijo adolescente. Pero a media noche, con el remordimiento propio de no haber cumplido las instrucciones del especialista, poniendo en mayor peligro el ojo de su hijo, regresan a la habitación del pequeño para cumplir con lo ordenado. Pero Manuel duerme profundamente y deciden no despertarle.
A la mañana siguiente, Manuel se encuentra bien. El ojo no le duele y se quita la venda comprobando que ve perfectamente, sin ningún problema. El padre, sorprendido, consulta con algunos familiares y estos se apresuran a llamar al médico del pueblo. El doctor lo examina y emite su juicio: “Tal vez entre las lágrimas y la pomada se haya creado una película que impida ver las heridas. Lo mejor es taparle de nuevo el ojo y esperar a mañana a que le vea el oftalmólogo”. Dicho y hecho, pero para Manuel las cosas han dado un giro brusco. Ahora el ojo no le duele. Ahora puede jugar.
Llega el siguiente día y acuden a la cita con el oftalmólogo a la hora convenida. El médico examina una y otra vez al chico. De una manera y de otra. Ahora en una máquina y ahora en otra diferente. Al final, sin poder disimular su alegría, sentencia: “No sé qué ha sucedido. La medicina no tiene explicación para esto, pero el ojo de su hijo está perfectamente. Es como si el ojo de su hijo nunca hubiera estado herido”
A Manuel le rebosa de nuevo la emoción y tiene que contener su relato. En sus ojos afloran algunas lágrimas que certifican el impacto que su historia le sigue produciendo siempre que la recuerda, siempre que la comparte. Bebe unos sorbos de agua, respira hondo y continúa su relato.
La familia regresa al pueblo desbordante de alegría. Una alegría que comienzan a compartir con familiares, amigos y vecinos. Todos se felicitan por qué el pequeño Manuel se encuentre perfectamente. Todos se alegran porque Dios haya querido actuar de nuevo. Pero poco a poco, todo irá caminando hacia la normalidad y el incidente comienza a ser sólo el recuerdo de un suceso que ha terminado bien. Como en los cuentos de hadas. Para todos, menos para Manuel y para sus padres.
Pero San Ricardo no había terminado su trabajo, y no estaba muy conforme con el silencio de aquella familia sobre lo que les había sucedido. San Ricardo aún no era santo, en contra de lo que ellos creían, y se dispuso a actuar. Así, un par de años después del suceso, y de nuevo misteriosamente, llegan a la casa unos folletos sobre la causa de canonización del santo. Nadie los había pedido, nadie había confesado necesitarlos, pero los folletos llegan y en ellos se solicita que se comunique a Roma cualquier noticia de hecho sucedido por la intercesión del Santo. El padre de Manuel reflexiona y considera que aquel bien no puede quedar sólo para ellos, que hay que compartirlo con el mundo, que es el momento de actuar, de modo que anima a su hijo a escribir una carta contando lo sucedido, y él escribe otra.
La respuesta no se hace esperar y poco a poco van recibiendo la visita de personas relacionadas con la causa de canonización, que preguntan y repreguntan, y solicitan hablar con todos los testigos del suceso, hasta que se abre un proceso en el obispado. Un proceso “en toda regla” como reconoce Manuel: “con sus jueces, sus fiscales y sus abogados” “Yo no sabía que era tan difícil que la Iglesia reconociera santo a uno de sus hijos” nos contaría Manuel durante el encuentro.
El proceso siguió adelante. Todos “dan fe del milagro”. Y entre todos ellos, el testimonio que sería determinante, el del oftalmólogo que aún se mantenía conmocionado por haber sido testigo de aquella maravilla. De modo que esgrimió ante el tribunal todo lujo de detalles, para certificar que lo sucedido era algo absolutamente extraordinario y sin explicación alguna desde la perspectiva médica. Finalmente se resolvió el proceso y la ceremonia de canonización se lleva a cabo en Roma por Juan Pablo II, y con la presencia de Manuel y su familia, que tuvieron un nuevo regalo del San Ricardo, la entrevista con el Papa, de la que Manuel tampoco podrá olvidarse jamás.
-Manuel ¿Cómo ha marcado este hecho tu vida?
-Totalmente. Absolutamente. Me siento privilegiado porque San Ricardo me acompaña siempre, todos los días de mi vida. San Ricardo es mi colega –responde Manuel con la sencillez de un manchego agradecido, y añade divertido- pero esto es algo que no puedo decir en cualquier sitio porque los médicos probablemente me ingresarían en un psiquiátrico.
Los setenta privilegiados que ocupan el salón de actos de la Parroquia de San Juan Bautista, de Fuenlabrada, guardan un silencio total, sobrecogidos por lo que acaban de escuchar. Pero la cosa no queda aquí. Al testimonio de Manuel le sigue otro, no menos impactante, de un médico granadino que nos contará como la fe sustenta la relación con sus enfermos en los momentos más difíciles.
¡Pero esa es otra historia!