El cardenal Kazimierz Swiatek.

El preso que llevó a Cristo al lager

Redacción

Nacido en Valga (Estonia) el 21 de octubre de 1914, Kazimierz Swiatek fue ordenado sacerdote el 18 de abril de 1939. En 1941 fue arrestado por la KGB, el servicio secreto soviético. Aprovechando la invasión alemana, huyó, y en 1944 volvió a ser arrestado y encarcelado en la prisión de Minsk. Condenado a diez años de trabajos forzados en Siberia, trabajó en las minas y en la «taiga». Liberado en 1954, retomó el trabajo pastoral. Arzobispo de Minsk-Mohilev desde 1991, reorganizó todas las estructuras eclesiásticas tras la caída de la URSS. En 1994 Juan Pablo II lo creó cardenal y le entregó el Premio Fidei Testis, por su valiente testimonio de Cristo en los años de la persecución de la Iglesia en la Europa del Este. Publicamos algunos pasajes de su diario, reproducidos en La nuova Europa, la publicación de la Fundación Rusia Cristiana:

Después de estar dos veces en las cárceles soviéticas y pasar dos meses en la celda de los condenados a muerte, acabé en el lager de trabajos forzados en régimen especial, primero en la taiga siberiana y luego en la tundra del extremo norte. Aquí viví en condiciones de aislamiento extremo, sin ver siquiera a un sacerdote católico y sin poder confesarme. Sólo en los últimos años de reclusión conseguí hacerme con pan y uvas pasas que me servirían para celebrar la misa clandestinamente. Como cáliz, usaba una tacita de cerámica y llevaba a los católicos el pan y el vino consagrados en una caja. Una vez, por Pascua, en presencia de algunos presos católicos, celebré la misa en la lavandería, entre nubes de vapor. Qué expresivo y conmovedor sonó el himno pascual que se canta para la ocasión: Hoy es un día de alegría y de gozo. Fue la Pascua más inolvidable de mi vida sacerdotal.
En Vorkuta organicé la vigilia de Navidad. Con las literas donde dormíamos, construímos una mesa sobre la que dispusimos varios platos. Yo llevé dos porciones diarias de pan que había guardado de las raciones de los días anteriores. Otros –éramos más de diez– llevaron los alimentos más caros, que habían recibido de sus familias...
De pronto se abrió la puerta y entró el vigilante del lager con la pistola en la mano y, tras él, un soldado armado con carabina y bayoneta. «¿Qué estáis haciendo?», preguntó el vigilante. En pie frente al oficial de la KGB empecé a explicarle el rito de la vigilia de Navidad. Le tendí la mano en la que tenía el pan y le invité a compartirlo para que celebrara con nosotros la Navidad. Era una situación extraña, llena de tensión. Había dos manos tendidas: la mía con el pan y la del oficial con la pistola, ¿quién la bajaría antes? La primera mano que bajó fue la que llevaba la pistola. El vigilante dejó el arma, se excusó por no poder aceptar el pan porque estaba de servicio, pero nos permitió continuar con nuestra vigilia, y junto al soldado abandonó la celda.
Un día me llevaron escoltado a la secretaría de la KGB, fuera del lager. Sentado en un escritorio, el mayor comenzó a revisar minuciosamente una carpeta muy voluminosa que contenía los documentos de mi estancia en las prisiones y en el lager. Por fin me preguntó: «¿Cómo ha podido sobrevivir después de soportar todo esto?». Mi respuesta fue clara: «Mayor, lo que me ha salvado la vida es mi fe, fuerte e inquebrantable, en Dios. Él ha sido el que me ha salvado la vida». El mayor no negó la existencia de Dios, pero empezó a preguntarse: «¿Existirá de verdad?» y se quedó pensativo. En aquel momento mi vida estaba en sus manos. Finalmente, después de reflexionar largo rato, el mayor me miró con benevolencia, cogió el bolígrafo, trazó una firma con una larga caligrafía y dijo: «Es libre».
En aquellos años, en los pueblos los fieles se reunían en las casas para rezar con las puertas cerradas. La mayoría de las veces rezaban el rosario, usando las coronas que hacían ellos mismos con miga de pan. ¡Qué precioso testimonio de fidelidad a Dios y a la Iglesia! Fueron precisamente aquellas famosas “abuelas” las que conservaron la fe en Dios en el periodo de las persecuciones, cuando no había iglesias ni sacerdotes. Si bien no derramaron su sangre por la fe y por la Iglesia, su vida tenía los signos del martirio. Son auténticas heroínas, pero nadie erigirá nunca un monumento en su memoria, sus nombres serán olvidados.
Recordamos con gratitud también a los que, al heredar la fe de sus padres y abuelos, la encarnan en su vida y en sus obras, contribuyendo así al renacer de la Iglesia. No se pueden olvidar las grandes obras de Dios. Hay que recordarlas y sacar fuerza de ellas.