Fieles chinos en oración.

La irreverencia del régimen

Gianni Valente

Hace algunos meses, en las páginas del libro-entrevista Luz del mundo, Benedicto XVI confesaba que reza cada día por la comunidad católica china. Ahora, con la nueva situación de prueba que atraviesa la Iglesia en China, todos pueden comprender por qué el pequeño rebaño de católicos chinos –quince millones, una exigua minoría casi difuminada en el inmenso océano de la población de la república– está siempre en el centro de las intenciones pastorales del sucesor de Pedro.
De nuevo, como ya sucedió en el pasado, la política religiosa del régimen de Pekín vuelve a atacar un aspecto del vínculo de comunión que une a todas las diócesis con el obispo de Roma y con la Iglesia universal: el consenso papal respecto al nombramiento de los obispos de las iglesias locales. El 14 de julio, los aparatos del régimen obligaron a ocho obispos –todos en comunión plena con el Papa– a tomar parte en la consagración ilícita (es decir, sin mandato pontificio) del sacerdote de 44 años Joseph Huang Binzhuang como nuevo obispo de Shantou, en la provincia sur-oriental del Guangdong. No se trata de un caso aislado. Desde el pasado mes de noviembre, en China se han celebrado ya tres ordenaciones ilegítimas, además de las que se están preparando. El objetivo declarado de los funcionarios fieles a la política religiosa del régimen es el de establecer a sacerdotes entre cuarenta y cincuenta años de edad en las cuarenta diócesis chinas que han quedado vacantes tras la muerte de sus titulares. Incluso cuando la Santa Sede manifiesta sus reservas sobre los candidatos designados con sistemas de selección pseudo-democráticos bajo control de los aparatos gubernamentales.
El pasado 4 de julio, tras la ordenación ilegítima del obispo de Leshan, la Santa Sede emitió un comunicado en el que declaraba que no reconocía al nuevo obispo como titular de la diócesis, confirmando coram populo la aplicación de la excomunión automática prevista en el Código de derecho canónico para quien acepta libremente recibir una ordenación episcopal ilegítima. A la misma pena se exponen los obispos consagrados, que tendrán que demostrar que no han participado libremente en la liturgia de la ordenación. El mismo doloroso reconocimiento está destinado a repetirse en el caso de la ordenación de Shantou y en todas las ordenaciones ilegítimas que el régimen podría imponer en los próximos meses.
En una situación tan dura, llena de sospechas, acoso, chantajes que sacuden en su seno a la Iglesia china, ¿qué se puede esperar? ¿Qué conviene mirar? Con realismo, nadie puede pensar que la solución vendrá por una improbable mano de hierro que surja de la inerme comunidad católica local o de los aparatos del régimen chino y sus métodos coercitivos. O que de esta traumática coyuntura se podrá salir sólo con insistir en las medidas disciplinarias para los obispos implicados en las ordenaciones ilegítimas.
Tal vez sea útil mirar todo lo que ya hemos podido ver en la historia de la catolicidad china. En los tiempos de la llegada de Mao, los católicos del ex Imperio Celeste eran menos de tres millones. Hoy, esparcidos por el inmenso territorio chino, son al menos doce millones, con casi tres mil sacerdotes, más de cinco mil hermanas consagradas y miles de seminaristas. Todo ello después de conocer –sobre todo en los años sesenta y setenta– todo tipo de persecución cruenta: campos de trabajo, torturas, sesiones de lavado de cerebro, ejecuciones extrajudiciales. Sólo por eso la lucha de los católicos chinos es importante para la Iglesia de todo el mundo. Con sus historias sencillas muestran que, si Dios quiere, la persecución no sofoca la fe. El vínculo afectivo con el obispo de Roma incluso se ha visto fatalmente potenciado por la brutalidad burocrática con que el régimen obligaba y obliga a los católicos chinos a ocultar todo vínculo jurídico-canónico con la Sede Apostólica. Basta mirar la devoción con que los católicos chinos custodian los retratos de los últimos dos Papas en sus iglesias. Basta observar el sensus fidei con que los fieles sencillos saben reconocer y rehuyen de esos pocos obispos que recientemente han aceptado la consagración ilegítima no por un arriesgado cálculo pastoral o por debilidad, sino por una banal carrera político-eclesial.
Benedicto XVI supo acoger con mirada profética el corazón que vibra en la “cuestión china”, cuando en 2007 escribió para los católicos de China aquella Carta que representa uno de los puntos más altos de su magisterio. Allí, el Papa Ratzinger intentó explicar incluso a las autoridades políticas de Pekín que «la Iglesia católica de hoy no pide a China ni a sus autoridades políticas ningún privilegio», y que incluso «la Iglesia católica que está en China tiene la misión no de cambiar la estructura o la administración del Estado, sino de anunciar a los hombres a Cristo». En aquel documento, el Papa repitió que «la pretensión de algunos organismos, queridos por el Estado y extraños a la estructura de la Iglesia, de ponerse por encima de los obispos mismos y guiar la vida de la comunidad eclesial no corresponde a la doctrina católica». Pero también pidió un «diálogo respetuoso y abierto» de la Santa Sede y de los obispos chinos con las autoridades gubernamentales, que ayude a superar las «limitaciones que tocan el corazón de la fe y que, en cierta medida, sofocan la actividad pastoral».
Ahora todo parece superado. Pero la Carta del Papa Benedicto sigue siendo la hoja de ruta que la Iglesia de China y la Santa Sede podrán retomar cuando la nueva tempestad haya pasado.