Benedicto XVI durante el encuentro con los artistas.

En sus ojos, la obra de Otro

Luca Doninelli

Imagino la dificultad de los cronistas luchando con el texto que deben escribir sobre este evento. Porque, ¿cuál ha sido el evento?, ¿el verdadero evento?
Empecemos por el contexto. Después del encuentro del Papa con los artistas en noviembre de 2009, el cardenal Gianfranco Ravasi intentó continuar ese camino y retomar el diálogo entre arte y fe. La idea era justa: el arte no puede perder esa “herida de la belleza” de la que nace para correr tras los fantasmas de la provocación y de la transgresión a toda costa. El arte debe volver a hablar al corazón del hombre. La nueva iniciativa de Ravasi ha tomado cuerpo con ocasión del sesenta aniversario de la ordenación sacerdotal de Benedicto XVI. El comunicado llega en febrero: sesenta artistas donarán una de sus obras al Santo Padre, obras que serán expuestas en el atrio de la Sala Pablo VI. Fecha de inauguración: 4 de julio.
Pero, aunque bellísimo, éste es sólo el contexto. En medio queda toda la herrumbre que más de medio siglo de recíproca indiferencia entre la Iglesia y los artistas (eso dicen, aunque me parece que las cosas son un poco más complicadas) ha depositado en nosotros, los artistas: no tanto en nuestros sentimientos –porque hasta el artista más transgresor siente al menos un poco de deferencia hacia la institución Iglesia–, sino en nuestros proyectos.
¿Qué lugar ocupa un evento como éste en nuestro listado de expectativas, en nuestra agenda de prioridades? ¿Qué importancia le damos a un encuentro personal, aunque sea brevísimo, con el Papa, con este Papa?
Porque el protocolo previsto por Ravasi llegaba hasta ahí. Después de un breve discurso del Santo Padre, cada artista se colocaría delante de su respectiva obra y, cuando el Papa llegara a la exposición, se la presentaría brevemente. No sé cuántos de nosotros se daban cuenta de que, durante un minuto y medio, se encontrarían cara a cara con Benedicto XVI. No sé cuántos de nosotros veían con claridad la importancia de ese momento. Cada uno vive en su hábitat, y el hábitat de los artistas normalmente conoce a otras jerarquías. Tal vez, si en vez del Papa hubiera sido, qué se yo, el célebre galerista Gagosian, la emoción habría sido mayor: “Dios mío, ¿qué dirá Gago?”.

Por lo que a mí respecta, la idea de poder aunque sólo fuera estrechar la mano y besar el anillo del Papa me quitaba el sueño. Estaba feliz, un poco confuso por este extraño privilegio –el único narrador del mundo invitado al encuentro– pero al mismo tiempo la misma sensación de desproporción que me invadía me hacía sentir como un campesino llamado inesperadamente a acudir en presencia del rey. Éstas eran dos de mis preocupaciones.
Primero: ¿qué ponerme? Mi amigo Emanuele me prohibió llevar mi habitual Lacoste: al Papa no le importa cómo vayas vestido, pero a su séquito sí. ¿Entonces? De pronto me di cuenta de que no tenía ropa adecuada. ¿Y zapatos? ¿También se fijarán en los zapatos? Tal vez no, valen los que tengo, ¿pero serán apropiados?
Segundo problema. Estaba firmemente dispuesto a arrodillarme ante él porque me lo pedía el corazón de forma ineludible, porque ante el Papa siento que soy sólo una petición, nada más; ni un artista, ni un escritor, ni un intelectual, como mucho un padre, un marido, un amigo para algunos, pero sustancialmente nada, una emoción, una petición. Pero entonces, otra vez Emanuele me indicó que necesitaría un punto de apoyo para levantarme, pues correría el riesgo de quedarme allí para siempre. Ciento veinticinco kilos no son como cincuenta, levantarse es duro.
Cuento todo esto para ilustrar cómo se puede poner uno cuando algo desproporcionado se acerca. Toda presunción desaparece y nos descubrimos hechos de polvo, además de un poco ridículos.

Estaba previsto que el Papa llegara a las 10.30, pero un imprevisto hizo que se retrasara. Luego sabríamos la naturaleza del imprevisto: tuvo que ocuparse de la excomunión de un obispo chino. Algunos aprovechan para tomarse un descanso, un café y un cigarro. Se oyen los tópicos de aquellos que quieren mostrarse comprensivos («con todo lo que tiene que hacer...»).
Eran poco más de las doce cuando llegó. Un aplauso ligeramente sorprendido le acompañaba. Palabras de bienvenida del cardenal Ravasi y luego una preciosa voz blanca acompaña al maestro Arvo Pärt, uno de los mejores compositores vivos, que se sienta el piano para tocar un Padre nuestro en alemán escrito para el Papa para la ocasión. Un canto sencillo y profundo, siguiendo una elegante línea marcada por pausas de silencio llenas de fascinación.
Llega el turno del Papa. Un discurso breve. Palabras claras, límpidas y a la vez comprometidas, en las que todo artista puede leer toda la tensión de su propio trabajo. ¿Cómo es posible unir belleza, verdad y caridad? ¿Acaso no es a esto a lo que aspiramos? ¿Qué otra cosa desea un artista en lo más profundo sino donarse por completo para que la belleza que le ha sido dado poder extraer del corazón de las cosas se convierta en una caricia, un abrazo, un apretón de manos para todo el que la vea?
Me sorprende la inteligencia de la fe, capaz de descender hasta la profundidad de las cosas no para transformarlas sino para transfigurarlas. ¿Y qué es la transfiguración de algo sino la afirmación definitiva de su propio ser, de su valor, de su verdad? Muchos fragmentos de mi trabajo, muchos de los problemas concretos que tengo que afrontar florecían, iluminados, en las palabraa del Papa. Todos, artistas o no, tenemos necesidad de que la belleza de la verdad y de la caridad toque lo más íntimo de nuestro corazón y lo haga más humano.

¡Finalmente se acerca el momento! Dentro de poco le tendría ante mí. Miro los rostros de mis compañeros de aventura. Hay quien finge estar tranquilo, como si se tratara de un encuentro como tantos otros, pero la emoción, tal vez la conmoción, se ve en los ojos, en la mirada que vaga en busca de un punto de apoyo (una reserva caduca, diría Clemente Rebora), un pensamiento habitual, el confortable tran-tran.
El Papa se aproxima, acompañado por el cardenal Ravasi y por una multitud de fotógrafos y cámaras de televisión. Parece ignorar la confusión que le rodea y va directo hacia los artistas y sus obras, como si no esperase homenaje alguno y fuese él, sin embargo, el que quisiera rendir homenaje a la obra humana, a ese hilo de honestidad y desconcierto que a menudo trasluce tras la aparente seguridad de quien quiere mostrar que sabe lo que hace. Nos mira por lo que somos: pobres fragmentos de tierra con un corazón rojo en el centro, igual que el Icaro de Matisse.
Y llega hasta mí. Me presentan, me arrodillo, le beso el anillo, el Papa hace el gesto de retirar la mano, pero yo la he aferrado bien con mis garras de oso pardo. Me levanto con rapidez (ensayé varias veces en la habitación del hotel), balbuceando la petición que llevaba en el corazón desde aquel día de febrero en que recibí la invitación. Siempre la misma oración. Pero su cara me sorprende. Le explico que la idea del relato que le regalo nace de la lectura de un escrito suyo. Título: L’uomo compiuto. Argumento: Emaús. Mientras tanto, le miro. Le conocí en un congreso de 1985. Había visto su cara miles de veces, fotografiada en los periódicos o en la televisión, pero lo que ahora veo ante mí no se puede precisar. Hay una luz en su cara, en sus ojos, que transforma su rostro: una paz, una leticia –¡tras algo tan doloroso como una excomunión, una herida en el cuerpo de la Iglesia!– que no puede ser de este mundo.
No soy un visionario, vengo de una familia laica, soy un intelectual de nuestros días, que hora tras hora lucha con el cinismo y el ateísmo teórico y práctico que no explicita tanto la idología como el ejercicio mismo de la profesión de intelectual (escribir libros y artículos, dar conferencias, establecer relaciones con unos y con otros). Pero esa luz es algo objetivo. Es la luz de un hombre que sin duda es uno de los mayores intelectuales vivos, pero en él la fe ha realizado un milagro: el de testimoniar no ya sólo lo que piensa, sino también y sobre todo lo que ve. Es la cara de un hombre que –no sabría decirlo mejor– ve las cosas de las que habla. En ese rostro vi, perfectamente resumidas, todas las cosas que mi largo camino en CL me ha enseñado: el grito del corazón humano, el dolor y la nostalgia del Bien, la sorpresa del encuentro, el don de algo que no deja de comunicarse a quien es fiel a esta historia, que es una historia excepcional porque nos permite, día tras día, fatiga tras fatiga, derrota tras derrota, alegría tras alegría, verificar, es decir, ver nacer de la tierra la verdad que las palabras de don Giussani nos han comunicado.
Es una certeza llena de paz lo que me llevo de ese encuentro. No una emoción, ni un sentimiento. Los problemas que me atormentan, los dolores que me afligen no se han ido, pero son salvados, es decir, están llenos de significado, y por eso ya no me asustan. Vienen a mi mente las palabras de Jesús a Pedro después del “sí” a orillas del lago Tiberíades: «Cuando seas viejo otro te ceñirá las vestiduras y te llevará donde no quieres».
La certeza de la vida no está de hecho en aquello que conseguimos hacer (y os juro que no soy un fatalista y que hay un montón de cosa que quiero llegar a hacer) sino en la obra de Otro: yo soy Tú que me haces, incluso en la hora de nuestra muerte.
Esta certeza es la luz definitiva que he visto en el rostro de Benedicto XVI, el don más bello que haya recibido nunca. Mientras lo miraba, mi mente volvía a cuando, a los quince años, fui a parar casi por casualidad a una reunión de GS. Volvía a ver aquellos rostros: Laura, Gloria, Daniela, Giorgio, Carlo, Lia, Ettore, Marco. Algunos de ellos siguen con nosotros, otros no. Alguno ha regresado al Padre. Pero el hilo de esta historia que, desde aquel lejano día, me conduce a este encuentro, es lo más concreto que tengo.
Mi gratitud no es sólo para el Papa, sino para toda mi historia: para don Giuss y para Julián Carrón, para mis amigos, mis compañeros de camino. Existe un punto en la vida, en que la unidad de los acontecimientos precede –con una evidencia otras veces difícil de ver– a todas las diferencias; un punto en que, milagrosamente, lo que se ha roto se recompone y las heridas se curan.
El milagro de lo que ha sucedido es precisamente esto, de modo que podamos incluso amar a aquellos que nos odian.