Todo lo que sucede, todo, es para darlo a Dios

Alberto Caccaro

El domingo celebré la misa en Neak Luang, una de las parroquias más grandes del país. Al terminar la misa, mientras rezaba, se me acercó por detrás una anciana. Quería confesarse. En la mano izquierda lleva un trozo de papel con algunas palabras escritas en vietnamita, una lengua que ni hablo ni leo ni, mucho menos, entiendo. Al lado de cada palabra había un número. Enseguida comprendí que se trataba de la lista de sus pecados con el número de veces que los había cometido. Hablaba en vietnamita... Sabía que no la entendía, pero sólo me pedía que la escuchara y que ejerciera de sacerdote. Mientras me hablaba, para asegurarse de que se estaba explicando bien, con los dedos de la mano me hacía el signo correspondiente al número de veces que había cometido uno u otro pecado. No entendí nada o, más bien, lo entendí todo. Esta anciana, con su escrupulosa atención a los números, me mostraba, sin ninguna pretensión, la seriedad de la fe, la pobreza del espíritu, la pureza del corazón y los pasos a dar. No por el número sino por la atención que prestaba a decir la verdad, a ponerse por entero delante del Señor. Las palabras de Jesús en el Evangelio del día ya anunciaban esta confesión: «Pero se acerca la hora, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Aquella anciana ofrecía al Señor la verdad de sí, sin esconder nada. Lo que ha sucedido se lo da a Él, todo.
¿Cuántas veces te has olvidado de rezar, Alberto? ¿Cuántas veces te has olvidado de decir gracias? ¿Qué buscas? ¿A cuántas personas todavía no has perdonado? ¿Y a cuántas tienes aún que pedir perdón? ¡Muchas, Señor! Los números no quitan ni añaden nada, pero precisan el contorno de nuestro pecado. Sólo sé que, después de escuchar a aquella anciana, pedí al Señor la gracia de una confesión así antes de Pascua, con su misma pureza, sabiendo que, si para ella bastaban los dedos de una mano, para mí, en cambio, serían necesarios los dedos de ambas manos y de las del confesor.
Lo que sucede, lo que veo, lo que escucho, me afecta, me hiere y a veces me sana. Pero no tengo ninguna prisa. Hay que partir de la realidad para que se revele el verdadero rostro de las cosas. Volví a casa muy contento. Los domingos siempre vuelvo cargado de la estima, del afecto, de la fe, de la pobre vida de esta gente. Pero este domingo aprendí a no poseer, a no intentar capturar la realidad, a obedecer a las circunstancias. Observar, aprender, esperar y siempre bendecir. Todo lo que sucede, todo, es para darlo a Dios. El sacramento de la confesión me parece un ejercicio espiritual necesario para una progresiva y verdadera entrega de uno mismo al Misterio de Dios. Como aquella anciana. Por eso es importante repetirlo, sin listas o números, pero con la conciencia de que sólo la inteligencia que nace de la fe puede conducirnos a la inteligencia de la realidad.