Con Wojtyla, delante de un tazón de cereales

Lorenzo Albacete

El anuncio de la beatificación de Juan Pablo II me ha hecho “muy feliz”, por usar las palabras de Benedicto XVI. La noticia me impactó a varios niveles de mi experiencia, por decirlo de alguna manera. En primer lugar, me llena de estupor por la evidencia de la presencia del Señor y Su amor por la Iglesia en una época de gran confusión, escándalo, suciedad (palabra que ha usado el Papa Benedicto), debilidad en la fe, relativismo, reducción del deseo que nos hace hombres. En este contexto, vemos a Cristo que se hace cargo de su Iglesia a través del carisma, la enseñanza y los gestos de un santo.
Recuerdo una experiencia que tuve cuando trabajaba en un programa televisivo de la cadena PBS sobre la influencia que Juan Pablo II había tenido en un grupo de diez hombres del mundo de la cultura de diversas partes del mundo. Todos destacaban, estuvieran o no de acuerdo con sus enseñanzas, el impacto y atracción que suscitaba su presencia. Ahora sabemos cuál era el origen, Cristo, del que la humanidad de Juan Pablo II era signo transparente. También pienso en las ocasiones en que hemos estado juntos, antes incluso de que fuera Papa. Ya he descrito el impacto que su presencia me causó la primera vez que lo vi en Washington; cómo, al enterarse de que yo era un hombre de ciencia, me preguntó si el lenguaje científico era adecuado para expresar el amor. Yo le respondí que nunca había enviado mensajes romáticos en forma de ecuaciones... y él me respondió que pensaba que el lenguaje más adecuado era el de la poesía, sobre todo en el “teatro del mundo”.
Entonces creí estar delante de un hombre cuya humanidad era “consistente”, en el sentido de uno de los significados del término griego doxa, traducido como “gloria”. Junto al cardenal Wojtyla aquella primera vez percibí su humanidad llena de la “consistencia de la gloria”. No sé describirlo de otra forma, era como si su humanidad fuese la puerta que se abría hacia un agujero negro con una inmensa fuerza de gravedad. Quiero detenerme en aquel primer encuentro con él porque no había nada que contribuyese más a ese aura de gloria que emanaba de su presencia: ni la vestidura blanca, ni la gran ventana de un castillo, ni el coro... nada más que un hombre sencillo ante una tazón de corn-flakes.
Esa experiencia de “presencia consistente” se repetiría cada vez que lo volví a ver, siendo ya Papa. Empecé a darla por descontada, disfrutándola, pero sin intentar entenderla. Conviene subrayar que era una experiencia que yo hacía en lo más profundo de mi corazón, que no era por nada “especial” respecto a él. Él era un hombre sencillo, su sencillez de corazón le hacía así: genuino, ingenioso, acostumbrado al impacto con la realidad, abierto a todas las experiencias nuevas.
Pensando en esto, después del anuncio de su beatificación, he reflexionado: “Dios mío, debemos estar rodeados de santos. Y apuesto a que entre ellos se reconocen sin necesidad de palabras”. Conocí a la Madre Teresa, la vi al lado de Juan Pablo II y ahora me pregunto cuántos otros santos estarían presentes conmigo en aquella audiencia... Quizás un día, he llegado a atreverme a desear, yo pueda ser uno de ellos. Aunque luego oí a los santos y ángeles del cielo que se reían...
Por último, he pensado en las ocasiones que he tenido de concelebrar la Eucaristía con Juan Pablo II, en las que he sido invitado a subir al altar a su lado, a proclamar el Evangelio, a preparar el ofertorio, a pronunciar con él las palabras de la consagración, a rezar por el Papa y por la Iglesia en la oración de consagración, a recibir de él el cáliz con la Preciosísima Sangre para elevarlo mientras pronunciábamos juntos las palabras finales de la oración eucarística. Y todo ello, en más de una ocasión, no impedía que mi corazón permaneciera duro como una piedra, incapaz de experimentar la grandeza de esta gracia. Ha sido sólo a través del carisma de don Giussani, y luego tratando de seguir la guía de Carrón, como finalmente empecé a experimentar una pequeña distensión en la resistencia de mi corazón ante esta gracia.
Hoy rezo para que, por la celeste intercesión del beato Papa Juan Pablo II, yo sea capaz de caminar a lo largo del camino iluminado por don Giussani, en la comunión con él a la que he sido llamado.