La huella del peregrino de Dios

Miguel Ángel Velasco, director del semanario Alfa y Omega, escribe para Huellas una valoración personal sobre lo que ha supuesto la visita del Papa a Santiago de Compostela y Barcelona
Miguel Ángel Velasco

Toda visita de un Papa a una Iglesia particular concreta deja huella. O, al menos, debería dejarla. Durante dos jornadas intensísimas, Benedicto XVI ha sembrado Evangelio y racionalidad a manos llenas. Ahora nos toca a nosotros.
De nuevo en la Sede de Pedro, se ha referido a su estancia en Compostela y en Barcelona así: “Han sido dos días inolvidables, que quedarán grabados en mi corazón”. El cardenal Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha definido estos dos días de gracia como “dos días grandes de nuestra historia eclesial”.
Con la humilde pero firmísima claridad a la que gozosamente nos tiene acostumbrados, el Santo Padre nos ha recordado la enseñanza esencial evangélica: que Dios es nuestro amigo; mucho más: nuestro Padre, y que verdad y libertad, como conciencia humana y conciencia cristiana, como belleza y fe, no son armas arrojadizas, sino dones del Dios único y verdadero, indispensablemente complementarios; que sólo donde hay amor y fidelidad nace y perdura la verdadera libertad. Nos ha dicho que la verdad no se puede confundir con las ideologías de moda, escritas, habladas, u on line. Recientemente el filósofo Glucksman, nada sospechoso por cierto de connivencia con el pensamiento políticamente correcto de nuestro tiempo, ha escrito que “Satanás hoy se dice ideología”.
Benedicto XVI sabía perfectamente a dónde venía y desde el primer momento, ya en el avión que de Roma lo traía a Compostela señaló el camino inequívoco: encuentro y no desencuentro entre fe y modernidad; encuentro y no desencuentro entre fe y laicidad –“laicismo agresivo” es otro cantar que desgraciadamente se canta hoy mucho en España-. Ha venido a recordarnos –y a fe que nos lo ha recordado sin medias tintas ni rebajas- que si la necesaria y purificadora relación entre fe y razón no es el fundamento ético de toda democracia, así nos luce y nos lucirá el pelo; que Dios es amigo y no antagonista del hombre, que en eso consiste la originalidad cristiana y que, por cierto, originalidad viene de origen. Nos ha dicho que la Iglesia es “el abrazo de Dios a los hombres” (“He querido abrazar a todos los españoles, sin excepción”) y que la Iglesia, que se opone a toda negación de la vida humana, nos invita a proyectar nuestro futuro desde la verdad auténtica del hombre, quien, en su mayor intimidad, está siempre en camino y en búsqueda.
Después de definir que todo hombre es un verdadero santuario de Dios, nos ha interpelado a fondo: “¿Cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre lo esencial? ¿Cómo se le puede negar a Dios el derecho a proponernos su luz que disipa toda tiniebla?”. Son preguntas, interpelaciones, que exigen una respuesta, y no abstracta, sino concretísima. Este Papa, alemán universal, de amplísimo aliento intelectual y pastoral a un tiempo, traza un programa de vida verdadera para el desquiciado Occidente al que España pertenece por derecho propio. ¿Dónde están vuestras raíces?, ha preguntado en Santiago. Es necesario que Dios vuelva a resonar bajo los cielos de Europa. Es la voz del Papa que, al ser elegido, quiso llamarse Benito, como el Patrono de Europa. Y, en el maravilloso templo de piedra diseñado por Gaudí, tras recordar que cada hombre es un templo vivo, señaló que la Iglesia que consagraba no es otra cosa que “signo visible del Dios invisible”.
Evangélicamente, sin hacer política -que no es lo suyo-, nos ha exigido una idea clara y sana de laicidad y se ha emocionado, hasta la más indisimulada ternura, cuando María del Mar, niña discapacitada, le dijo: “Aunque somos diferentes, nuestro corazón ama como todos los corazones y queremos ser amados”. Era para emocionarse.
No se ha limitado a señalar desviaciones, errores y peligros; nos ha dejado marcada la ruta justa, la brújula inequívoca. Como ha puesto de relieve el cardenal Herranz, “mientras Juan Pablo II supo oponerse a la utopía totalitaria de la justicia sin libertad, propia del comunismo y del nazismo, Benedicto XVI sabe oponerse a la utopía relativista de la libertad sin verdad”. La Verdad es la lucidísima pasión de Benedicto XVI, a quien –como ha quedado manifiestamente claro en el maleducado clima de hostilidad cultural y mediática que ha rodeado su visita- entienden mucho mejor los limpios y sencillos de corazón que los intelectuales y sabihondos de este mundo. Él está convencido de que la salvación está en el Evangelio, en la reeducación de nuestra cultura, en la verdadera educación de nuestros hijos y busca tenazmente contagiarnos sus certezas.
Apagados los ecos de los vivas y gritos de entusiasmo, nos queda la huella de su testimonio personal de cristiano cabal y, como tesoro inconmensurable que ir rumiando, reflexionando y orando, su palabra certera y exigente, sus textos íntegros y no self service, para leer y meditar, a partir de ahora. Cada hora de cada día.