El Papa visita la sinagoga.

Cristianos y judíos,
testigos ante los retos de nuestro tiempo

Benedicto XVI

El domingo 17 de enero, Benedicto XVI ha visitado la comunidad judía de Roma. Se trata de un encuentro histórico «para hacer más firmes los vínculos que nos unen y seguir por el camino de la reconciliación y de la fraternidad».
Mira el video del encuentro

Al inicio del encuentro en el Templo Mayor de los Judíos de Roma, los Salmos que hemos escuchado nos sugieren la actitud espiritual más auténtica para vivir este particular y feliz momento de gracia: la alabanza al Señor, que ha hecho grandes cosas por nosotros, nos ha reunido aquí con su Hèsed, el amor misericordioso, y el agradecimiento por habernos dado el don de encontrarnos juntos para hacer más firmes los vínculos que nos unen y seguir por el camino de la reconciliación y de la fraternidad. (…)
Viniendo entre vosotros por primera vez como cristiano y como Papa, mi venerado Predecesor Juan Pablo II, hace casi veinticuatro años, quiso ofrecer una decidida contribución a la consolidación de las buenas relaciones entre nuestras comunidades, para superar toda incomprensión y prejuicio. Este visita mía se inserta en el camino trazado, para confirmarlo y reforzarlo. Con sentimientos de viva cordialidad me encuentro en medio de vosotros para manifestaros la estima y el afecto que el Obispo y la Iglesia de Roma, como también la entera Iglesia católica, nutren hacia esta comunidad y las comunidades judías dispersas por el mundo.
La doctrina del Concilio Vaticano II ha representado para los católicos un punto firme al que referirse constantemente en la actitud y en las relaciones con el pueblo judío, marcando una nueva y significativa etapa. El acontecimiento conciliar ha dado un decisivo impulso al compromiso de recorrer un camino irrevocable de diálogo, de fraternidad y de amistad, camino que se ha profundizado y desarrollado en estos cuarenta años con pasos y gestos importantes y significativos, entre los cuales deseo mencionar nuevamente la histórica visita a este lugar de mi Venerable predecesor, el 13 de abril de 1986, los numerosos encuentros que él mantuvo con Personalidades judías, también durante los Viajes Apostólicos internacionales, la peregrinación jubilar a Tierra Santa en el año 2000, los documentos de la Santa Sede que, tras la Declaración Nostra Aetate, han ofrecido preciosas orientaciones para un desarrollo positivo en las relaciones entre católicos y judíos. También yo, en estos años de Pontificado, he querido mostrar mi cercanía y mi afecto hacia el pueblo de la Alianza. Conservo bien vivos en mi corazón todos los momentos de la peregrinación que tuve la alegría de realizar a Tierra Santa, en mayo del año pasado, como también los muchos encuentros con comunidades y organizaciones judías, en particular en las sinagogas de Colonia y de Nueva York.
Además, la Iglesia no ha dejado de deplorar las faltas de sus hijos e hijas, pidiendo perdón por todo aquello que ha podido favorecer de cualquier modo las heridas del antisemitismo y del antijudaísmo ( cfr. Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, Nosotros Recordamos: una reflexión sobre la Shoah, 16 marzo 1998). ¡Que estas heridas puedan ser curadas para siempre! Vuelve a la mente la sentida oración en el Muro del Templo, en Jerusalén, del Papa Juan Pablo II el 26 de marzo de 2000, que resuena verdadera y sincera en lo profundo de nuestro corazón. Dijo: «Dios de nuestros padres, tú has elegido a Abraham y a su descendencia para que tu Nombre sea llevado a los pueblos: nosotros estamos profundamente doloridos por el comportamiento de cuantos, a lo largo de la Historia, les han hecho sufrir, a esos que son tus hijos, y pidiéndote perdón, queremos comprometernos a vivir una fraternidad auténtica con el pueblo de la Alianza».
El paso del tiempo nos permite reconocer en el siglo XX una época verdaderamente trágica para la humanidad: guerras sangrientas que han sembrado destrucción, muerte y dolor como nunca había sucedido antes; ideologías terribles que han tenido su raíz en la idolatría del hombre, de la raza, del Estado, y que han llevado una vez más al hermano a matar al hermano. El drama singular e impactante de la Shoá representa, en cualquier caso, el culmen de un camino de odio que nace cuando el hombre olvida a su Creador y se pone a sí mismo en el centro del universo. Como dije en la visita del 28 de mayor de 2006 al campo de concentración de Auschwitz, aún profundamente impresa en mi memoria, «los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad» y, en el fondo, «con el aniquilamiento de este pueblo, pretendían matar a aquel Dios que llamó a Abrahán, que hablando sobre el Sinaí estableció los criterios orientativos de la humanidad que permanecen válidos eternamente» ( Discurso en el campo de Auschwitz-Birkenau: Enseñanzas de Benedetto XVI, II, 1[2006], p. 727).
En este lugar, ¿cómo no recordar a los judíos romanos que fueron arrancados de sus casas, ante estos muros, y con horrendo tormento fueron asesinados en Auschwitz? ¿Cómo es posible olvidar sus rostros, sus nombres, sus lágrimas, la desesperación de hombres, mujeres y niños? El exterminio del pueblo de la Alianza de Moisés, primero anunciado y después sistemáticamente programado y realizado en la Europa bajo el dominio nazi, alcanzó aquel día trágicamente también a Roma. Por desgracia, muchos permanecieron indiferentes, pero muchos, también entre los católicos italianos, sostenidos por la fe y por la enseñanza cristiana, reaccionaron con valor, abriendo los brazos para socorrer a los judíos perseguidos y fugitivos, a menudo a riesgo de su propia vida, y merecen una gratitud perenne. También la Sede Apostólica llevo a cabo una acción de socorro, a menudo oculta y discreta.
La memoria de estos acontecimientos debe empujarnos a reforzar los vínculos que nos unen para que crezcan cada vez más la comprensión, el respeto y la acogida.
Nuestra cercanía y fraternidad espirituales encuentran en la Sagrada Biblia –en hebreo Sifre Qodesh o “Libros de Santidad”– el fundamento más sólido y perenne, en base al cual nos vemos constantemente puestos ante nuestras raíces comunes, a la historia y al rico patrimonio espiritual que compartimos. Es escrutando su propio misterio como la Iglesia, Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, descubre su propio vínculo profundo con los judíos, elegidos por el Señor los primeros entre todos para acoger su palabra (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 839). «A diferencia de las demás religiones no cristianas, la fe judía ya es respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Es al pueblo judío al que le pertenecen “la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de ellos también procede Cristo según la carne” (Rm 9,4-5) porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,29)» (Ibid. ).
Numerosas pueden ser las implicaciones que derivan se la herencia común tomada de la Ley y de los Profetas. Quisiera recordar algunas: ante todo, la solidaridad que liga a la Iglesia y al pueblo judío «a nivel de su misma identidad» espiritual, y que ofrece a los cristianos la oportunidad de promover «un renovado respeto por la interpretación judía del Antiguo Testamento» (cfr. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001, pp. 12 y 55); la centralidad del Decálogo como mensaje común ético de valor perenne para Israel, la Iglesia, los no creyentes y la humanidad entera; el compromiso por preparar o realizar el Reino del Altísimo en el «cuidado de la creación» confiada por Dios al hombre para que la cultive y la custodie responsablemente (cfr. Gen 2,15).
En particular, el Decálogo, las “Diez Palabras” o Diez Mandamientos (Cfr. Éx 20,1-17; Dt 5,1-21), que procede de la Torá de Moisés, constituye la antorcha de la ética, de la esperanza y del diálogo, al estrella polar de la fe y de la moral del pueblo de Dios, e ilumina y guía también el camino de los cristianos. Constituye un faro y una norma de vida en la justicia y en el amor, un “gran código” ético para toda la humanidad. Las “Diez Palabras” iluminan el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, según los criterios de la conciencia recta de toda persona. Jesús mismo lo ha repetido en varias ocasiones, subrayando que es necesario un compromiso concreto siguiendo el camino de los Mandamientos: «si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,17). Desde esta perspectiva, hay varios campos de colaboración y testimonio. Quisiera recordar tres particularmente importantes para nuestro tiempo.
Las “Diez Palabras” piden reconocer al único Señor, superando la tentación de adoptar otros ídolos, de construirse becerros de oro. En nuestro mundo, muchos no conocen a Dios o consideran que es superfluo, que no tiene relevancia para la vida; se han fabricado, de este modo, otros dioses nuevos ante los que se inclina el hombre. Despertar en nuestra sociedad la apertura a la dimensión trascendente, dar testimonio del único Dios es un servicio precioso que judíos y cristianos pueden ofrecer juntos.
Las “Diez Palabras” piden respeto, protección de la vida, contra toda injusticia y abuso, reconociendo el valor de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. ¡Cuántas veces, en todas las partes de la tierra, cercanas o alejadas, siguen pisoteándose la dignidad, la libertad, los derechos del ser humano! Dar testimonio juntos del valor supremo de la vida contra todo egoísmo es ofrecer una importante contribución para un mundo en el que reine la justicia y la paz, el “Shalom” deseado por los legisladores, los profetas y los sabios de Israel.
Las “Diez Palabras” exigen conservar y promover la santidad de la familia, cuyo “sí” personal y recíproco, fiel y definitivo del hombre y de la mujer, abre el espacio al futuro, a la auténtica humanidad de cada uno, y se abre, al mismo tiempo, al don de una nueva vida. Testimoniar que la familia sigue siendo la célula esencial de la sociedad y el contexto básico en el que se aprenden y ejercen las virtudes humanas es un servicio precioso que hay que ofrecer a la construcción de un rostro más humano.
Como enseña Moisés en el Shemá (cfr. Dt 6,5; Lev 19,34), y Jesús afirma en el Evangelio (cfr. Mc 12, 19-31), todos los mandamientos se resumen en el amor de Dios y en la misericordia por el prójimo. Esta Regla compromete a judíos y cristianos a vivir, en nuestro tiempo, una generosidad especial con los pobres, las mujeres, los niños, los extranjeros, los enfermos, los débiles, los necesitados. En la tradición judía hay un admirable dicho de los Padres de Israel: «Simón el Justo solía decir: El mundo se funda en tres cosas: la Torá, el culto y los actos de misericordia» (Aboth 1,2). Con el ejercicio de la justicia y la misericordia, judíos y cristianos están llamados a anunciar y a dar testimonio del Reino del Altísimo que viene, y por el que rezan y actúan cada día en la esperanza.
En esta dirección podemos dar pasos juntos, conscientes de las diferencias que se dan entre nosotros, pero también de que si logramos unir nuestros corazones y nuestras manos para responder a la llamada del Señor, su luz se hará más cercana para iluminar a todos los pueblos de la tierra. Los pasos dados en estos cuarenta años (…) son un signo de la voluntad común de continuar un diálogo abierto y sincero. (…)
Cristianos y judíos tienen buena parte de su patrimonio espiritual en común, rezan al mismo Señor, tienen las mismas raíces, pero con frecuencia se desconocen mutuamente. Nos corresponde a nosotros, respondiendo a la llamada del Señor, trabajar para que quede siempre abierto el espacio del diálogo, del respeto recíproco, del crecimiento en la amistad, del testimonio común ante los desafíos de nuestro tiempo, que nos invitan a colaborar por el bien de la humanidad en este mundo creado por Dios, el Omnipotente y Misericordioso.
(…) Invoco del Señor el don precioso de la paz en todo el mundo, sobre todo en Tierra Santa. En mi peregrinación de mayo pasado, en Jerusalén, ante el Muro de las Lamentaciones, pedí a quien todo lo puede: «envía tu paz a Tierra Santa, a Oriente Medio, a toda la familia humana; mueve los corazones de todos los que invocan tu nombre para que caminen humildemente por la senda de la justicia y de la compasión» (Oración en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, 12 de mayor 2009).
Nuevamente elevo a él la acción de gracias y de alabanza por este encuentro, pidiendo que refuerce nuestra fraternidad y haga más firme nuestro entendimiento.