Regina Cæli. 19 de abril de 2009

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

A vosotros, aquí presentes, y a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, renuevo de corazón mi ferviente felicitación pascual en este domingo que concluye la octava de Pascua. En el clima de alegría que proviene de la fe en Cristo resucitado, deseo expresar también un "gracias" cordialísimo a todos aquellos —y realmente son muchos— que han querido manifestarme un signo de afecto y de cercanía espiritual durante estos días, sea por las fiestas de Pascua sea por mi cumpleaños —el 16 de abril—, así como por el cuarto aniversario de mi elección a la Cátedra de Pedro, que se celebra precisamente hoy. Doy gracias al Señor por tanto afecto de todos. Como afirmé recientemente, nunca me siento solo. Durante esta semana singular, que para la liturgia constituye un solo día, he experimentado aún más la comunión que me rodea y me sostiene: una solidaridad espiritual, alimentada esencialmente por la oración, que se manifiesta de mil maneras. Desde mis colaboradores de la Curia romana hasta las parroquias más lejanas geográficamente, los católicos formamos y debemos sentirnos una sola familia, animada por los mismos sentimientos de la primera comunidad cristiana, de la cual el texto de los Hechos de los Apóstoles que se lee este domingo afirma: "La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32).

La comunión de los primeros cristianos tenía como verdadero centro y fundamento a Cristo resucitado. En efecto, el Evangelio narra que, en el momento de la Pasión, cuando el Maestro divino fue arrestado y condenado a muerte, los discípulos se dispersaron. Sólo María y las mujeres, con el apóstol san Juan, permanecieron juntos y lo siguieron hasta el Calvario. Una vez resucitado, Jesús dio a los suyos una nueva unidad, más fuerte que antes, invencible, porque no se fundaba en los recursos humanos sino en la misericordia divina, gracias a la cual todos se sentían amados y perdonados por él.

Por tanto, es el amor misericordioso de Dios el que une firmemente, hoy como ayer, a la Iglesia y hace de la humanidad una sola familia; el amor divino, que mediante Jesús crucificado y resucitado nos perdona los pecados y nos renueva interiormente. Animado por esta íntima convicción, mi amado predecesor Juan Pablo II quiso dedicar este domingo, el segundo de Pascua, a la Misericordia divina, e indicó a todos a Cristo resucitado como fuente de confianza y de esperanza, acogiendo el mensaje espiritual que el Señor transmitió a Faustina Kowalska, sintetizado en la invocación: "Jesús, en ti confío".

Como sucedió con la primera comunidad, María nos acompaña en la vida de cada día. Nosotros la invocamos como "Reina del cielo", sabiendo que su realeza es como la de su Hijo: toda amor, y amor misericordioso. Os pido que le encomendéis nuevamente a ella mi servicio a la Iglesia, a la vez que con confianza le decimos: Mater misericordiae, ora pro nobis.



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