Aquello por lo que vale la pena enseñar

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Stefano Don

Desde hace unos meses, hay una novedad: empecé a enseñar religión en un colegio público presente en el territorio de nuestra parroquia, una zona pobre en la periferia de Santiago de Chile. La voluntad de sumergirme en esta aventura viene de la experiencia positiva de enseñanza que viví cuando estaba en Roma y también del deseo de abrir las puertas al mundo juvenil del barrio donde estamos trabajando acá en Chile. El empuje y el apoyo de la directora del instituto en el cual doy servicio fueron determinantes para esta decisión.

Pero cuando fui a la oficina del Ministerio para obtener el permiso de enseñanza me dijeron que era una especie rara, una cosa nunca vista: ¡un sacerdote que pide enseñar en un colegio público! En efecto, hay muchos sacerdotes que enseñan en los colegios privados de orientación religiosa pero poquísimos se arriesgan a poner los pies en un colegio público. En estos días estoy tocando con la mano el porqué: se encuentra delante de la indolencia y de la postura despreciativa de jóvenes abandonados a sí mismos y sin motivaciones.

Los dramas que llevan sobre las espaldas impresionan: muchos han perdido un padre por enfermedad o por la droga, alguno incluso ha asistido a la matanza en la calle de personas queridas. La mayoría son hijos de padres separados que trabajan muchas horas al día: en la tarde se encuentran solos y se vuelven presa fácil de las malas compañías presentes en la zona.
Me encuentro con estos jóvenes semanalmente, y sin embargo su mundo muestra siempre implicaciones misteriosas y no puedo decir todavía que he entrado verdaderamente. Pero, extrañamente, alguna palabra atrapada aquí y allá, en medio de la confusión, puede dejar una señal. Después de una clase desastrosa en cuanto a participación, Cristian me susurra: «No se rinda, padre. Lo que usted dice no nos lo dice nadie».

Un día los llevé a la iglesia para que vieran que existe un lugar limpio, bello y ordenado donde se celebra la gloria de Dios. Y me maravillé por el montón de preguntas que, espontáneamente y de forma ordenada, los jóvenes me hicieron: hablamos de fe y libertad, de la misericordia de Dios y de las injusticias del mundo. Una cosa me apareció clara: encontrando, tocando y viendo otro mundo respecto al que conocen, se vuelven personas distintas, pacificadas, surge su verdadera personalidad. Aquí está el motivo por el cual, en el fondo, vale la pena enseñar: poder ser para ellos un reflejo de Cristo, que me ha ofrecido una experiencia de vida más humana y me ha venido al encuentro antes de que yo lo fuera a buscar.

La semana siguiente los llevé al lugar donde organizamos el comedor de los pobres. El efecto fuga del colegio ya se había desvanecido y había reaparecido el típico clima de pereza e indiferencia.
Como niños delante de la madre, ¡quién sabe cuántas sonrisas necesitarán antes de que empiecen a sentir las circunstancias de la vida como interesantes y significativas!