Vivir en la escuela: un desafío a la libertad

Constantino Esposito

Intervención del Prof. Constantino Esposito* durante el congreso de Diesse, asociación de docentes de Comunión y Liberación, en Bolonia el pasado mes de octubre.

Ante todo muchas gracias por la invitación. Estuve aquí hace algunos años para un encuentro del Taller de filosofía, que después he seguido en el desarrollo de aquel evento inesperado y sorprendente que fueron las Romanae disputationes de filosofía, que continúan también en este año en una segunda edición. De algún modo, por tanto, me siento parte de vuestro itinerario y por ello no hablo desde fuera sino, en lo que puedo, desde el interior.

Pienso que el título que ha sido escogido para este encuentro –Vivir en la escuela: un desafío a la libertad– no está entendido solo en referencia al contexto objetivo en el cual todo maestro debe arriesgar cada día su competencia y aplicar su profesionalidad; y mucho menos que ello pueda agotarse en una disposición psicológica o en un proyecto ideológico por parte de quien enseña. Desde mi modo de ver este título mira, en realidad, nada menos que a la naturaleza, la estructura y el objetivo de ese ambiente sui generis que es la escuela, y por tanto tiene que ver con el tramo característico de ese actor sui generis en la escena del mundo que es el maestro.

Si pienso en mi experiencia de estos años –soy profesor de Historia de la filosofía en la Universidad– estaría tentado de decir que vivir en un ambiente educativo significa ejercitar una relación con los jóvenes dentro de la cual se hace posible un descubrimiento. No existe relación verdadera sin descubrimiento; y no hay descubrimiento sin relación. No podemos dividir estos dos fenómenos: si quitamos uno de los dos, nos arriesgamos a que ambos pierdan sentido, y no comprendemos qué significa ser protagonista en un ambiente educativo. Es justamente lo que emerge de las bellísimas intervenciones que hemos escuchado esta mañana, y que tenían a menudo el tono de un testimonio. Pero si prestamos atención, ¿cuál es el sentido mismo de un testimonio, sino que en él se hace presente un pensamiento? Un pensamiento –aquel que emerge del testimonio– que no es abstraído de la vida o desligado de la experiencia, sino que representa una vía para adentrarse en la vida, un camino para comprender la experiencia: es decir, es un pensamiento que indica justamente un método. De hecho, si un testimonio se limitase a un contragolpe emotivo, el mismo no tendría un pensamiento y por tanto un método; mientras que aquello que nosotros descubrimos con la implicación emocional resulta verdaderamente interesante cuando lleva a un incremento del pensamiento y a una clarificación del camino a lo largo del cual podemos hacer experiencia de lo real. Del testimonio de las intervenciones de esta mañana por parte de los diversos “Talleres de enseñanza” emergía por tanto justamente esta indicación de método: vivir una relación –una relación consigo mismo, ante todo, y con los alumnos, con los colegas, con el mundo– dentro de la cual se hace posible un descubrimiento.

Pero el descubrimiento tiene su propia lógica, que es la lógica de la pregunta. En estos años se me impuesto ante mí cada vez más esta evidencia: que el conocimiento crece si permite incrementar nuestras preguntas y la escuela es realmente un lugar en el cual es posible vivir solo porque es un lugar donde se pueden plantear preguntas, o mejor todavía, un lugar en el cual se puede aprender a preguntar.

Se habla con frecuencia, como de un objetivo formativo esencial, de la adquisición de una práctica correcta de problem solving [solución de problemas]. No obstante, la escuela no debe limitarse a enseñar cómo resolver los problemas, precisamente porque el primer modo de resolverlos es aprender a plantear las preguntas. De hecho muchas veces nosotros no resolvemos los problemas porque no los vemos –simplemente no los vemos–, es decir no estamos educados en preguntar. Esto significa que, yendo al núcleo de la experiencia, la primera cuestión para nosotros maestros no es solo la de verificar si y cuánto aquello que transmitimos o comunicamos es aprehendido por nuestros estudiantes (algo a lo que naturalmente debemos prestarle mucha atención), sino qué aprendemos nosotros mismos, como enseñantes, enseñando. Les habrá sucedido sin duda esta experiencia: que uno puede incluso enseñar durante años el mismo programa, pero proponiéndolo una vez más es como si lo descubriese, es decir se da cuenta de que es algo que “le place”, en el sentido de que vuelve a despertar su interés. Entonces esto es decisivo: qué es lo que yo aprendo enseñando, que además es también el único modo de hacer aprender a otro. Yo puedo enseñar verdaderamente algo mostrando cómo lo aprendo yo. Puedo comunicar algo, no como uno que ya lo posee –también si naturalmente de algún modo “ya lo tengo” respecto del alumno que no lo sabe y que yo debo introducir al conocimiento–, pero mostrando cómo me pongo yo a trabajar con ello, es decir, cómo yo lo estoy aprendiendo.

Para esto, si vivir en la escuela es ejercitar una relación con los jóvenes dentro de la cual se hace posible un descubrimiento, y si este descubrimiento tiene una lógica propia que es aquella de la pregunta, entonces es posible que nosotros con nuestros alumnos descubramos aquello que ya sabemos. ¿No les parece una contradicción: es posible de alguna forma descubrir aquello que ya está codificado en el programa ministerial o en el manual? A mí me parece que sí, ¡más aún, es el único modo de aprenderlo! Pero no por una retórica pedagogista, sino porque –y este es el segundo paso que quisiera dar con ustedes– esta lógica del preguntar o del aprender enseñando es, de algún modo, una ejemplificación extraordinaria de la estructura misma de nuestra experiencia de lo real, por tanto forma parte de la estructura epistemológica de nuestro enseñar, en cuanto tiene que ver con la estructura ontológica de nuestra experiencia.

En diversos casos cuando usamos la palabra “realidad”, entendemos algo que está simplemente allí fuera, fuera de nosotros. En esto somos todos verdaderamente herederos de Descartes: la realidad es aquello que está fuera o más allá de nuestra mente, y el problema consiste en cómo entrar en relación con ella, si fuera de alguna forma posible tender un puente que colme la distancia abismal entre nuestra conciencia y el mundo, entre el yo y las cosas. Y entonces, cómo podríamos lograr captar esta cosa extraña que es lo real, cómo medirla, controlarla, comprenderla en los esquemas de nuestra mente. En cambio la palabra “realidad” indica de por sí una relación: la realidad es relación, no solo en el sentido de algo ajeno a mí, y con lo cual debo entrar en relación, sino como algo que de por sí es ya relación. Quiero decir: no existe realidad sin el hecho de que, en ella y con ella, esté ya en juego “yo”. Lo que no significa –esto me parece evidente– que yo pueda reducir a mi persona la presencia de lo real, en su alteridad y diferencia respecto de mis esquemas, sino que la realidad “es” en cuanto se me da, o –usando la palabra que emergía del Taller de matemática– “acontece”. ¿Qué quiere decir que la realidad acontece? No simplemente que ella existe como un dato inconexo, contra el cual nuestro yo va a “chocar” (como pensaban los positivistas), sino que ella se manifiesta en su verdad porque de algún modo me toca, pide de mí, hace nacer mi pregunta.

La estructura elemental del preguntar no es nunca un ejercicio abstracto de nuestra razón porque la pregunta no es nunca el punto cero, es siempre el punto cero coma uno: de hecho debe suceder algo para poder preguntar, de otro modo no existiría ni siquiera en la mente. Nuestro preguntar es ya una respuesta al hecho de que somos tocados, que existe una urgencia de la realidad respecto a nuestro yo.

Normalmente pensamos en nuestro yo como una esfera separada, como nuestra “cápsula interior”, y la realidad como aquello que está fuera de ella: en cambio la realidad se manifiesta porque está ya de algún modo acogida en el espacio de apertura de mi conciencia, de mi mente, de mi atención. Aun sin querernos empeñar en una tesis filosófica sobre el sujeto consciente, y permaneciendo solo en el nivel perceptivo o neuro-cognitivo, podemos decir que el yo es un espacio para hospedar al dato.

La verdad, es decir el significado último de las cosas, no es una cosa que nos inventamos y adosamos a la realidad, sino que es el modo que la realidad tiene de hacerse descubrir por nosotros: en suma es la “adaequatio intellectus et rei”, como diría Tomás de Aquino, es decir una cierta relación entre el dato y mi apertura a él. Mi apertura no crea el dato, mi inteligencia no es creadora del dato, porque el dato precisamente me es dado, e implica necesariamente una pasividad por mi parte. Pero la actividad de mi inteligencia es de tal modo relevante, que aun una postura tan mínima y frágil como mi prestar atención (“¡tengan cuidado!”, “¡presten atención!”, “¡un poco de atención!”, les decimos a nuestros alumnos), esto es, el decidir dar espacio a algo, es una actividad espiritual enorme. De hecho es aquel punto en el cual de algún modo tú le permites a la realidad alcanzarte y le dices: “Sí, aquí estoy. ¿Me decías? ¿Qué es lo que quieres decirme?”. En ese momento nace en la experiencia el problema de la verdad: no algo para agregar a la realidad ideológicamente (en el sentido técnico de este término, es decir como una mera construcción de nuestra mente), sino una disponibilidad para comprender el sentido que la realidad me trae.

Sin mi atención, sin mi disponibilidad a este trabajo, es como si la realidad permaneciese muda, que es el modo como normalmente es concebida en nuestro horizonte cultural más compartido. La realidad es muda, pero sin embargo es necesario también elaborar su sentido, esto es el significado de las cosas, de otro modo no se puede vivir: y entonces, frente a una realidad muda o reducida a un mecanismo (hasta aquel mecanismo particular que evidencian las neurociencias a través de las resonancias magnéticas funcionales, por el cual a cada acto nuestro perceptivo, cognitivo o volitivo corresponde el registro de una motilidad de algunas áreas de nuestro cerebro) el significado sería, por decirlo de algún modo, el producto de una elaboración cultural. Para esto serviría la escuela: para producir un saber que haga frente al mutismo del ser, de la realidad. Otra cosa muy distinta, en cambio, es adecuar la enseñanza y el conocimiento para descubrir que la realidad puede atestiguar su significado en la medida en que me toca y provoca preguntas en mí (a partir de la cuales después, naturalmente, parte todo el trabajo inevitable y necesario de la elaboración cultural).

Existe un pasaje extraordinario en una obra de Agustín de Hipona que seguramente conocen, el De magistro (que podremos traducir también como El enseñante, entendido en su sentido más desafiante). Cito a Agustín no por obviedad como una autoridad universalmente conocida de nuestra tradición, sino por el tipo de experiencia que él ha hecho y que a mi modo de ver resulta, si así lo puedo decir, de una vibrante modernidad: alguien que nos precede, no porque esté a nuestras espaldas, sino porque está delante nuestro y nos espera, como una invitación a verificar. Pues bien, en De magistro, Agustín escribe una frase fulminante: «¿Quizás los maestros declaran que los alumnos deben aprender y asimilar aquello que ellos mismos, los maestros, piensan, mucho más que las disciplinas que entienden tener el deber de transmitir con su palabras? ¿Y quién es así tan tontamente codicioso del saber, de mandar a la escuela a su propio hijo para que aprenda aquello que piensa el maestro?».

En conclusión, ¿los padres mandan a sus hijos a la escuela para que ellos aprendan las opiniones de los profesores, o para que reconozcan el problema que está en juego, es decir el sentido y la verdad de las cosas? ¿Y cómo se aprende? Es decir (este es el otro lado de la cuestión), ¿cómo se enseña, esto es, cómo se deja aprender? Una vez que los maestros «han expuesto con sus palabras todas las disciplinas que declaran enseñar», los discípulos llegarán a considerar «en sí mismos» (mejor aún, «en la presencia de sí mismos», «estando ellos mismos en presencia»: apud semetipsos) «si aquello que se les ha dicho es verdadero», y lo harán «intuyendo la verdad gracias a su interior competencia» (interiorem scilicet illam veritatem pro viribus intuentes).

Filosóficamente Agustín está afectado aquí indudablemente de una concepción medio platónica, que se refleja en la doctrina de las verdades inteligibles presentes en nuestra alma, pero en este momento nos interesa sobre todo el dato de experiencia que él señala y nos sugiere. Agustín dice que aquello que verdaderamente los alumnos aprenden es solo aquello que descubren y verifican en su conciencia y mediante su conciencia (cum vera dicta esse intus invenerint) en cuanto lo experimentan como correspondiente a la verdad que está en su interior. En otros términos: hacen experiencia personal.

Por tanto parece que los discípulos aprueban aquello que les dice el maestro (arribando también a alabarlo por esto), pero en realidad a lo que dan su asentimiento no es a lo que dice el maestro (y que ellos comprenden de repente luego de que éste lo ha dicho), sino al hecho de que aquello que el maestro dice les ha permitido a ellos salir afuera, activarse. De cualquier manera aquello que les ha sido dicho los ha tocado y ha hecho nacer, quizás en una fracción de segundo, una atención, una pregunta, un asentimiento, que es como decir a la realidad que me alcanza: «¿Qué significas?». Si no nace en lo íntimo del discípulo esta pregunta, este interés, esta disponibilidad, y esta confrontación entre lo que le viene de fuera y la verdad que habita el yo, no acontece ninguna adquisición de conocimientos. Este carácter “interior” de la verdad no quiere decir ciertamente que nosotros sabemos ya a priori la solución del enigma de la realidad, tanto más cuanto el enigma suscita toda nuestra creatividad en el preguntar y en el (tratar de) reconocer lo verdadero.

En el décimo libro de las Confesiones Agustín propone una ejemplificación aún más clara de este fenómeno. El punto de partida es la pregunta puesta por el autor sobre la cual él pueda encontrar a su Dios, es decir al significado último de sí y del mundo, el logos. Y entonces él comienza a preguntar a la tierra y al mar, a las estrellas y a la luna, a todos los seres que nos circundan: “¿Son ustedes? ¿Son ustedes?”. Y todos le responden. Pero, ¿cómo le responden? Él dice: «yo los miraba interrogándolos (interrogatio mea intentio mea), y ellos me respondían con la forma de su belleza (et responsio eorum, species eorum)».

La belleza para Agustín no es un valor estético, porque es del orden de las cosas, su forma, el hecho de que las cosas tienen un ritmo, son sensatas: por tanto la belleza tiene que ver con el significado. Agustín se pregunta por qué las cosas son y nos hablan con su belleza, pero no todos comprenden esta belleza: porque –esta es su respuesta– la comprenden solo «aquellos que son capaces de hacer preguntas» (possunt interrogare) [ver el texto original en Confesiones, X. 6.10; Colihue, 2006; págs.262/3]. Solo quien es capaz de hacer preguntas puede comprender qué es lo que la realidad le dice. De hecho los animales no la comprenden porque interrogare nequeunt, o sea no saben plantear cuestiones. Pero, ¿qué quiere decir plantear preguntas? Poseer una iudex ratio, «una razón que juzga», porque hacer preguntas quiere decir juzgar. Para nosotros juzgar significa normalmente resolver la cuestión, tener la solución, mientras la lógica del juicio está justamente en esta posibilidad de plantear preguntas: lo cual no quiere decir estar siempre en suspenso, sin respuestas, sino que la respuesta es permanentemente algo que reabre la pregunta, que debes continuamente recuperar en tu camino de conocimiento.

Este paso de Agustín permite comprender también de qué modo la primera parte del título de nuestro encuentro (vivir en la escuela) se liga con la segunda (un desafío a la libertad). Agustín exhorta: ¿pero por qué muchas veces no alcanzamos a percibir esta belleza, no alcanzamos a ejercitar nuestra razón juzgante? Porque «frecuentemente los hombres tienen un amor esclavo de las cosas creadas y los siervos no pueden juzgar (subditi iudicare non possunt)». ¿Qué quiere decir que los siervos no pueden juzgar? Que para juzgar, para conocer se precisa la libertad, es necesario ser libres. Pero ¿qué tipo de libertad? Es una libertad en el conocer, antes de ser una libertad a nivel moral: es una libertad entendida como un mínimo de disponibilidad para acoger el impacto de las cosas, la presencia de las cosas, una respuesta al hecho de que la realidad golpea a la puerta de la conciencia. Los siervos no saben juzgar, no pueden juzgar, porque es necesario un mínimo de distancia: no se puede ser siervos de las cosas. ¿Y cuándo nos esclavizamos? ¿Cuándo nos volvemos esclavos de las cosas? ¿Cuándo el amor humano se vuelve esclavo de las cosas? Precisamente cuando el yo renuncia al significado, y simplemente utiliza las cosas de acuerdo con lo que tiene en su cabeza, según las proyecciones de su propia mente.

Concluye Agustín: la realidad habla a todos, pero solo algunos alcanzan a comprender esa belleza. Educar en esta comprensión es la tarea de la enseñanza, y a mi modo de ver no vale solo para aquellos que enseñan y estudian filosofía, sino también para aquellos que –como decía nuestra amiga del Taller de la Infancia– tienen el problema de los pañales que cambiar, porque los niños que tienen pañales (¡y no estoy hablando de la philosophy for children!) tienen una competencia de juicio extraordinaria: no debemos dársela nosotros, la tienen estructuralmente, y es aquella que Descartes llamaba la bona mens, el buen sentido, la razón natural. Esto vale también para quien no lo teoriza, vale como estructura de la relación educativa. ¿Quién escucha la voz de la realidad? «Para algunos está muda, para otros habla, o mejor la realidad habla a todos, pero la comprenden solo aquellos que confrontan esta voz recibida desde el exterior con la verdad en su interior (qui eius vocem acceptam foris intus cum veritate conferunt)», es decir cuando se pone en movimiento el yo: está allí la chispa del significado.

Comunicar un significado no quiere decir proporcionar una idea ya hecha, sino redescubrirlo nosotros ante todo y permitir a los alumnos poder comparar la voz recibida desde el exterior con la verdad que está en su interior. Precisamente aquí se comprende cómo la búsqueda del significado tiene como única condición esta libertad en el conocer y por tanto en el preguntar, que a veces nos parece muy poco, porque nosotros con las mejores intenciones querríamos dar las respuestas: y en cambio permitir las preguntas nos parece algo todavía provisorio, algo que sí es importante, pero solo como un primer paso para llegar después a dar respuestas conclusivas. Pero razonando de este modo –me lo digo a mí mismo ante todo– es como si uno olvidase que la respuesta coincide con un lugar en el cual es posible hacer preguntas, contrariamente a todo aquello que dice la cultura contemporánea, según la cual tener una respuesta quiere decir que terminan las preguntas (más aún que la respuesta coincidiría con el cese de la pregunta, porque ésta ya ha sido resuelta). En cambio en la experiencia se descubre que solo cuando se entrevé una respuesta en la realidad, esto es cuando se comienza a aceptar un dato, solo entonces se comienza verdaderamente a preguntar, porque se quiere comprender, se quiere ir hasta el fondo.

Cuanto más emerge la realidad tanto más se intensifican las preguntas y esto puede llevar a la extraordinaria consecuencia didáctica por la cual vale la pena estudiar todavía a Leopardi o estudiar todavía el teorema de Pitágoras. ¿Por qué estudiarlos todavía? Porque es como si aquellos contenidos para cada generación esperasen un “yo”, me esperasen a mí. La Odisea, Aquiles o Eneas, o el primer principio de la termodinámica me esperan a mí para poder “reacontecer” en su verdad. No es que si no lo explicamos en clase o si un año los salteamos no existe ya la Ilíada o la Eneida en la biblioteca del Instituto o dejan de ser válidos los principios de la termodinámica: siempre están, pero todos estos contenidos de cualquier modo no son solo contenidos a aprender, antes bien algo que reclama nuestra atención para volver a acontecer. Sobre todo requiere nuestra pregunta para hacernos comprender la posible sensatez del mundo.

*Profesor de Historia de la filosofía en el Departamento de Filosofía, Literatura, Historia y Ciencias sociales [FLESS] de la Universidad de Bari “Aldo Moro”.
[Traducción (no revisada por el autor): L. A. Ferrero; corrección V.R.Auyerós]