Marco Bersanelli.

El desafío de educar en la verdad

Avvenire
Marco Lepore

«La pasión por el bien de los chicos y el amor por la propia materia». Estas son las principales cualidades de un buen profesor según Marco Bersanelli. Docente ordinario de astronomía y astrofísica, y director de la Escuela de doctorado en física, astrofísica y física aplicada en la Universidad degli Studi de Milán, Bersanelli participó en dos expediciones científicas al Polo Sur y es uno de los responsables científicos de la misión espacial Planck de la Agencia Espacial Europea, dedicada al estudio del universo primordial.

¿Qué significa amar la propia materia?
Recientemente, al encontrarme con los estudiantes de primero de física, en la primera clase del curso de mecánica, me encontré diciéndoles: «Estamos empezando un curso de cuarenta horas, distribuidas en un semestre, y podremos recorrer un camino de cuatro siglos, simplificando desde Galileo hasta hoy, cuatro siglos de intuiciones, de descubrimientos de algunos de los mayores genios de la humanidad. En cuarenta horas podremos entender, no genéricamente sino en profundidad, las leyes fundamentales de la mecánica, la gravitación universal de Newton. Pensar qué habrían dado Aristóteles o Arquímedes por poder estar aquí con nosotros». Es decir, creo que la primera cualidad necesaria en un profesor es la de sentir la importancia de lo que les va a suceder a esos chavales a través del contenido y de la historia de la que él mismo es testigo. Una maestra de primaria debería multiplicar esta conciencia por mil, porque enseñar a leer y a escribir implica una historia que llega hasta los albores de la civilización. Amar la propia materia significa sentir el alcance de la aventura en la que estamos inmersos y a la que invitamos a entrar a nuestros alumnos.

¿Qué quiere decir apasionarse por el bien de los chicos? ¿No es un concepto un tanto vago?
Al contrario, es lo más concreto, porque es lo que más incide en nuestro modo de enseñar. El objetivo de la enseñanza no se puede limitar a hacer que el chaval salga del colegio «sabiendo muchas cosas», sino que debe tender a la educación, a la formación de la persona del chico, a que emerja su razón y su libertad. Pero eso no sucede si no es mediante ensimismándose con la humanidad del alumno que tienes delante, mediante un afecto a su bien con mayúsculas. Este ansia por el bien del otro viene antes que cualquier técnica, y sin eso seguirá siendo débil nuestra fuerza educativa.

¿Cuáles son hoy las principales dificultades de los chavales frente al estudio y la investigación?
Yo diría que se ha debilitado la idea de futuro.

¿Se refiere a la crisis económica, la incertidumbre laboral el día de mañana?
Sí, pero quizá no es sólo eso. El futuro parece haber perdido parte de su dimensión de posibilidad, de improviso. Por ejemplo, ya no existe un ángulo de la tierra que sea desconocido. En Google Earth cada metro cuadrado del planeta está cartografiado, y en pocos años tendremos resoluciones aún mejores. Eso tiene un impacto en la imaginación de los jóvenes, y también de los no tan jóvenes. Segundo factor: ha desaparecido la experiencia del cielo. La visión de la noche estrellada, con toda su carga de ignoto e inmenso, resulta extraña a la experiencia de los chicos. Cuando tengo alguna clase en colegios, pregunto a mano alzada: «¿Quién ha visto alguna vez la Vía Láctea?». A medida que pasan los años el número de manos que se levantan tiende más a cero. El sentido de la inmensidad está casi ausente. La Tierra ya no tiene secretos, el cielo no se ve. Y luego hay una sombra cada vez más tenue entre lo real y lo virtual. Todo esto nos plantea un nuevo reto: o la imaginación es sostenida por un sentido pleno de la realidad, de la vida, por un gusto por el imprevisto, o corre el riesgo de desaparecer. «Un imprevisto es la única esperanza, pero me dicen que es una estupidez decírselo», escribía Montale. Creo que como educadores debemos percibir, ante todo para nosotros mismos, la categoría de lo posible, de lo imprevisible, porque hay un misterio que grita en la realidad que ningún tipo de conocimiento ya adquirido puede agotar.

¿Cuál debería ser el objetivo de la escuela?
La escuela es eficaz, es ella misma cuando suscita en los jóvenes una simpatía profunda por la realidad, cuando facilita el desarrollo de un uso pleno de la razón y de la libertad, del gusto por la verdad y la belleza de las cosas, hasta su significado último. Sin hacer discursos añadidos, sino a través de las propias materias: de hecho, enseñando cualquier materia particular indicamos implícitamente un punto de vista sobre la realidad entera. Decía Julián Carrón: «Educar en la razón quiere decir educar en una relación tan verdadera con la realidad que me impida bloquear la dinámica hacia la totalidad». La razón es exigente: no se contenta con respuestas parciales, reclama una respuesta exhaustiva. La pregunta particular, la curiosidad particular no nace de un modo claro y proporcionado si no se da este entrenamiento en el uso de la propia humanidad en toda su amplitud.

¿Qué diferencia hay entre el objetivo de una escuela estatal y una concertada?
En una escuela estatal o concertada el objetivo debería ser el mismo: educar la razón y la libertad de los jóvenes. Una escuela católica, por ejemplo, no tiene la tarea de introducir subrepticiamente una cierta ideología cristiana, sino ofrecer la propia hipótesis educativa a la libertad de los jóvenes. En cualquier caso el reto consiste en preguntarse: pero una experiencia cristiana vivida auténtica y críticamente, ¿es o no capaz de facilitar la educación del sujeto, de la persona? En este punto debemos someternos a verificación, no darlo por supuesto. Como físico experimental, estoy acostumbrado a compararme con la evidencia, con los datos que la realidad presenta. Hay que ser humilde ante los datos, estar dispuestos a la corrección, a encontrar el modo de ser más adecuados, o menos inadecuados, a la tarea que tenemos. ¿Es verdad o no que una cierta escuela es capaz de generar un sujeto libre y consciente, a la altura de los desafíos a los que está llamado? Del mismo modo, quien gobierno debería plantearse seriamente la pregunta: ¿estas experiencias educativas son o no un valor añadido para la sociedad? Y si lo son, ¿queremos eliminarlas o dejarlas existir?