La ciudad de Kobe, en Japón.

Una familiaridad que abraza diez mil kilómetros

Carmela Bruno*

Llevábamos meses esperando. Por fin llegan. Cinco profesores y 35 estudiantes de Japón que vienen a visitarnos para ver “en persona” nuestra escuela. Será una aventura, seguro. Cuando los imagino en nuestras aulas y pasillos, me sorprendo aún más por cómo nació esta aventura, verdaderamente imprevisible.
Hace dos años recibí una llamada. Era la señora Wakako Hirabuki, representante en Italia de la universidad femenina de Kobe Shinwa en Japón. Me preguntó si nuestra escuela infantil estaba dispuesta a recibir la visita de una delegación de estudiantes – futuros profesores – de la universidad. Respondí que nos haría sentir muy honrados. Cuando nos reunimos, ella me explicó que le había impresionado mucho mi entusiasmada adhesión al proyecto. Así comenzó nuestra aventura con ese mundo y con esas personas que estuvieron con nosotros nueve días. Se sintieron tan a gusto que este mes vuelven por tercera vez.
Pero el hecho más clamoroso fue la invitación, por parte del rector de su universidad, para participar en el mes de junio en el Simposio Internacional de Pedagogía en la ciudad japonesa de Kobe. Nos encargaron cuatro ponencias sobre el sistema educativo en Italia y sobre el proyecto pedagógico de nuestra escuela. Mi compañera Isabel y yo nos subimos al avión preguntándonos qué querría de nosotros el Padre eterno al enviarnos al otro lado del mundo y rezando para que Él nos sugiriera las palabras adecuadas.

Cuando llegamos, nos dimos cuenta de que su acogida iba mucho más allá de la típica gentileza de sus paisanos: todos estaban verdaderamente atentos y sinceramente interesados en nuestro trabajo. Querían conocer el método de nuestra escuela católica.
Les contamos que nuestro proyecto educativo y didáctico nace del primado de la persona humana como criatura a la que queremos acompañar en su conocimiento de la realidad entera, que es positiva por el hecho de haber sido creada. Para que os hagáis una idea, durante toda una mañana estuvimos reflexionando sobre la traducción al japonés de la palabra “realidad”. Y aún más. Para nosotros, un niño no es menos que un hombre adulto, es más, como dice Guardini, sólo están en un punto distinto del camino hacia el cumplimiento de su destino. También percibimos la unidad del grupo de adultos que trabajan en la escuela, no sólo de los educadores, sino de todo el personal.
Cuanto más hablábamos de respeto por la dignidad de cada niño, de valorar todas sus capacidades para mejorar su autoestima y confianza en sí mismos, más nos dábamos cuenta de que estos discursos les impactaban como personas, antes que como docentes. Vimos crecer en ellos el deseo de abrirse, de dejar vía libre a su humanidad, de salir de los esquemas de su cultura, de los estereotipos de sus costumbres (inclinaciones, sonrisas, tarjetas de visita… pocos apretones de manos, que para ellos resultan quizás demasiado confidenciales).

Los profesores universitarios nos bombardeaban con preguntas y querían que explicáramos a los estudiantes cómo y por qué cada año elegimos un tema como hilo conductor de todas las iniciativas que proponemos. Les contamos que el proyecto de este año “Camina el hombre cuando sabe bien a dónde va” (una frase de san Francisco que nos resulta muy familiar por una canción de Claudio Chieffo), lo hemos documentado con el relato de la experiencia de peregrinación a Santiago que vivió una de nuestras maestras. Les fascinó este modo de entender el viaje – la importancia de la meta, la aceptación de la fatiga para alcanzar el objetivo, el valor de la compañía, que ayuda a superar el esfuerzo –, hasta el punto de que empezaron a preguntarnos por el significado y el valor de la “peregrinación”, una experiencia para ellos desconocida.
La noche del simposio nos invitaron a cenar. Inesperadamente, cantamos todos juntos, hasta los profesores que se habían mostrado más reservados y reticentes se dejaron llevar. Lo más increíble es que, a pesar de que en todo momento necesitábamos un intérprete para entendernos, se creó un clima de familiaridad inesperado. Alguno llegó a decir: «Esto parece una gran familia».
Le regalamos al vicerrector El sentido religioso, y Educar es un riesgo a la profesora de Pedagogía. Les explicamos que don Giussani había sido nuestro maestro en la universidad y en la vida, y que hoy está considerado como uno de los grandes pedagogos del siglo XX. De él hemos aprendido esta mirada hacia la realidad y hacia la persona.
Nos despedimos con lágrimas en los ojos, con abrazos y besos, con el deseo de volver a vernos en septiembre. Ese momento ha llegado. La aventura continúa.

* Directora de la escuela infantil “Maria Consolatrice" y "Regina Mundi”, de Milán