Positividad, que no positivismo

Albano usa muy bien su razón y aprende a juzgar a partir de su experiencia.
Andrés Bello

En la clase de 4º hemos estado estudiado el positivismo: las cosas son lo que son, no hay nada más allá de lo que podemos medir y conocer mediante nuestra razón “científica”. Es lo propio de la cultura que predomina hoy. «¿Qué os parece? ¿Es verdad?», desafío a la clase. Diferentes respuestas forman una algarabía.

«Pues yo tengo un problema», me lanza Albano. «La vida es una madeja de problemas, bienvenido a la gran aventura», le respondo. «He comenzado a salir con una chica —prosigue— simplemente porque me gustaba y esto por sí mismo me satisfacía, no deseaba nada más. Ahora han pasado dos meses y resulta que empiezo a tener miedo». «¿Tan peligrosa es la chica?», le digo riéndome. «¿A qué puedes tener miedo?». Albano: «A perderla». «Veamos, empiezas a salir con una chica, pero ya sabes que nada es para siempre y que —según pensáis algunos— te basta con mantener una relación por lo que da de sí. Pero ahora resulta que aparece en ti un deseo mucho mayor, que aparece un deseo que está antes del miedo; el miedo aparece después, una vez que empiezas a desear que sea para siempre, porque ni tú ni ella podéis responder con seguridad a este deseo». Albano escucha en silencio. «Por otro lado, ¿cómo una chica, por maravillosa que sea, puede despertar un deseo en ti que es infinitamente mayor que ella, que es a todas luces desproporcionado? ¿Quién despierta en ti este deseo? Es como si la chica fuera un reflejo, un signo de otra cosa, ¿o no?». Albano sonríe y recuerda lo estudiado en clase: «Me doy cuenta de que tengo una exigencia de eternidad que ella despierta en mí; ella me es dada». Y añade: «Ahora me quedo contento, esta tarde se lo voy a decir a ella».

Al mediodía llego a casa. Tengo unos mensajes en el chat de una alumna de 4º: «Profe, a mí me pasa lo mismo que a Albano, me lo tienes que explicar». Quedamos para vernos el día siguiente. El positivismo se cae con solo mirar la experiencia.