Akedia. «No muero de sed, vivo de ella»
El monje dominico Adrien Candiard, que visitó este verano el Meeting de Rímini, ha publicado una breve obra teatral con la conversación de un monje con el diabloEste término griego, acedía en su voz española, define un estado de ánimo más fuerte que la tristeza, un «tormento interior que conjuga el aburrimiento y la depresión» según describe la contraportada que la editorial francesa Les Éditions du Cerf ha utilizado para Akedia. Le diable au dessert, de Adrien Candiard. El autor, dominico e hijo de Bernard Candiard –asesor político de Mitterand y Lionel Jospin–, elige el desierto para enmarcar una obra de teatro de apenas cincuenta páginas en las que un monje conversa con el diablo, el “uno” y el “otro”, mientras teje un cesto.
Las críticas y reseñas literarias suelen tender a una objetivación de las ideas expuestas y sus refinados análisis comparativos aunque siempre haya un sujeto tras ellas; así que –consciente de las muchas limitaciones con las que escribo estas líneas– prefiero desenmascararme cuanto antes y declarar que contaré una percepción propia de la lectura de la citada pieza, publicada a principios de este año.
Las digresiones del “uno” y el “otro” exhiben un estilo discursivo muy francés, evocan –de alguna manera– la discusión entre, presuntamente, Dios y Freud que dramatiza Éric-Emmanuel Schmitt en El Visitante para abordar la cuestión del mal en el mundo. Akedia también me hizo pensar en Esperando a Godot de Beckett, ambas con un escenario prácticamente inexistente y unos diálogos que parecen resbalar continuamente al punto de partida cada vez que atisban una posible conclusión. Sin asignar a la obra de Candiard similitud alguna con estas que enumero, también me trajo a la memoria San Manuel Bueno, mártir y su problematicidad en torno a la fe, si –en última instancia– esta es verdad o mentira. Sin embargo, a diferencia de la búsqueda desesperada de un Dios que no se manifiesta del dramaturgo irlandés o del escepticismo reprimido de la novela de Unamuno, los párrafos de la única escena de Candiard hacen presentir, desde muy temprano, un desenlace amable y positivo; como no puede ser de otra manera conociendo mínimamente al autor.
Esa aparente previsibilidad salta por los aires, dotando así de verosimilitud y honestidad a todo el texto, con la brillante resolución del careo entre el monje y el diablo mediante una profunda atención a la condición humana; análoga a la que desarrolla Luigi Giussani en el capítulo quinto de El sentido religioso. «No muero de sed, vivo de ella. […] Está (Dios) en mí como un deseo ardiente que devora todo lo demás. Es lo más profundo que hay en mí. No tengo nada más verdadero que mi sed. No tengo otra razón de ser», dice el “uno”.