Viajando con McCarthy
Un recorrido por la obra del gran escritor americano, autor del lema del Meeting de Rímini, con el periodista Stas’ Gawronsky, autor y presentador, en "Huellas" de octubre«Mira, llegó un momento en que literalmente me puse de rodillas delante del misterio. La literatura tiene ese poder: te lleva a escarbar hasta el fondo de la realidad y de ti mismo. No sucede mucho, pero pasa. Y a mí me ha pasado con Cormac McCarthy». Hasta el punto de conmoverse mientras habla. Tiene que pararse, sopesar las palabras, sacarlas de lo más hondo de su vivencia. También le ha pasado en el Meeting de Rímini, que este año tomaba su lema de una novela del gran escritor norteamericano, «Si no perseguimos lo esencial, entonces ¿qué perseguimos?». Él fue el encargado de repasar desde el escenario el viaje de McCarthy persiguiendo lo «esencial» (más concretamente, la esencia, como dice el texto original). Estamos hablando de Stas’ Gawronski, periodista, escritor y presentador de televisión, que protagonizó (junto al crítico Alessandro Zaccuri) uno de los encuentros más intensos del Meeting, que le causó un gran impacto. «Estuve poco, pero me impresionó sobre todo la frescura de los jóvenes. Me gustaría volver y vivirlo más tiempo porque creo que el Meeting hay que habitarlo poniéndose a la escucha y dejándose tocar».
¿Cómo fue tu encuentro con McCarthy? Porque es evidente que de alguna manera se ha convertido para ti en un amigo, un compañero de camino. ¿Qué pasó?
Cuando hay un autor que me llama la atención, lo leo varias veces porque es como escarbar en la tierra donde adviertes la presencia de una fuente. Eso es lo que me pasó con McCarthy. Encontrarme con él me llevó no solo a leer todos sus libros, sino a quedarme largo rato ahí, al principio en su “trilogía de la frontera”. Llegué hasta el punto de querer volver a leer esas novelas viajando a los lugares de los que habla. La geografía de McCarthy es muy real, es totalmente preciso al contextualizar sus historias, tanto en el tiempo como en el espacio. Así que hice dos viajes a la frontera: en 2014 por el lado de Estados Unidos, y dos años después en México. Solíamos leer fragmentos con la gente del lugar, les contábamos la historia como si fuese real y les pedíamos indicaciones sobre los lugares. Las reacciones eran extraordinarias. Las palabras de McCarthy les tocaban y entonces volvían para estar con nosotros. Era una forma de adentrarse en las profundidades, en las entrañas del texto. Hasta que me di cuenta de que había pasado algo. La palabra, en el caso de un escritor como McCarthy, puede llevarte a penetrar en la realidad hasta tal punto que algo se pliegue dentro de ti y te ponga de rodillas.
¿Te refieres a un momento físico, puntual? ¿O es algo que se ha ido dando con el tiempo?
No, es algo que ha surgido con el tiempo pero se ha repetido al volverlo a leer. Todavía me pasa leyendo ciertas páginas. Es una experiencia siempre nueva. Uno puede decir: «sí, lo he leído, lo conozco», pero en realidad cada vez sucede algo imprevisible. En el Meeting, por ejemplo, me pasó cuando leí la página donde Alicia Western, la protagonista de Stella Maris y de El pasajero, se imagina como pasto de los animales de alrededor, al pronunciar la palabra “eucaristía”. Algo se movió dentro de mí. Es inexplicable. Pero una cosa es segura: la palabra de McCarthy es literatura encarnada. Pone carne al fundamento de todo.
¿Pero cuándo te das cuenta de que el recorrido de sus novelas se puede leer como una historia única, un viaje único, como decías en el Meeting?
Cuando leí La carretera, en 2007, tuve claramente la sensación de llegar a una meta. Se me hizo evidente que el protagonista de las historias anteriores de McCarthy era un hombre que viaja siguiendo el rastro de una profunda nostalgia por la relación con un padre que ha perdido. Y ese padre es Dios, lo divino. Eso es lo que buscan sus personajes, y en La carretera es lo divino encarnado en una relación. Cuando estuve delante de esta realidad candente, esa relación entre padre e hijo que custodian juntos el fuego –es decir, esa esencia que el protagonista de las historias de McCarthy buscaba en todas sus novelas anteriores–, se me hizo evidente que en realidad se trataba de una sola historia, a la que El pasajero y Stella Maris dan cumplimiento. Análogamente, diría que La carretera sería como un nuevo testamento y todos los libros anteriores de McCarthy, el antiguo. En La carretera se revela lo que ese protagonista errante, a menudo perdido, desorientado, va buscando: allí encuentra su consistencia.
¿Cuáles son los rasgos de ese protagonista, ese “buscador de lo divino” del que hablabas en Rímini?
En Todos los hermosos caballos hay un fragmento que dice muchas cosas: «Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón». Pues bien, todas las historias de McCarthy empiezan con un hombre con un corazón que arde, y ese corazón ardiente no es la expresión de un vitalismo, un entusiasmo o fuerza juvenil, que en el fondo suele acabar siendo algo superficial. No, al principio hay un corazón donde habita una presencia divina: un fuego que le hace arder.
Tiene la misma naturaleza que lo divino, es decir, que el objeto de su búsqueda…
Sí. Ese fuego desea reencontrarse con un fuego que hay fuera. Mira el protagonista de En la frontera, por ejemplo. Es un chico que vive una especie de epifanía en el momento en que su mirada se encuentra con la de una manada de lobos. Se miran fijamente. Hay un reconocimiento entre el fuego que hay dentro del corazón del protagonista y el que pasa como una corriente eléctrica por los ojos de esos lobos. El chico queda marcado, es como si le tocaran con un hierro candente. Desde ese momento, su único deseo, su obsesión, es apoderarse de lo divino, apoderarse de esa experiencia que le ha permitido por un instante vivir una plenitud, una comunión y una belleza infinita, que saldrá a buscar.
Ese corazón ardiente e irreductible sigue ardiendo pase lo que pase durante el viaje…
Sí, es totalmente irreductible. Pero el misterio de la libertad es grande. El hombre que se convierte en cazador de lo divino, como los protagonistas de McCarthy, es tentado por la posesión, es decir, por la idea de poseer ese misterio. Cuando eso sucede, su aventura se convierte en un descenso a los infiernos. En ese momento llega la segunda tentación, aún más decisiva: pensar que no existe un fundamento de la realidad, que esa divinidad al final no existe. El hombre que llega hasta ahí cede a la tentación de la nada. Sigue siendo un cazador, por esa presencia irreductible que hay en el fondo de ese fuego, pero se convierte en cazador de hombres, un hombre que devora a otros hombres. Lo vemos en los caníbales de La carretera, y en los escaladores de Meridiano de sangre.
La otra condición que vemos en este recorrido es la de «ser huérfano». ¿Qué peso tiene esta condición y qué nos dice hoy? Porque tal vez sea una de las palabras que más iluminan el presente…
La cuestión es que todos somos huérfanos mientras no aceptemos entrar en relación con el padre. En el Meeting hablábamos de una escena de En la frontera donde el viejo cazador le dice al joven: ojo, que no puedes cazar a la loba –que representa lo divino–. «El fuego que hay en ella es como un copo de nieve: si lo agarras, desaparece». Así pues, el huérfano es aquel que quiere obstinadamente adueñarse de lo divino y, poco a poco, se desliza por una deriva hacia el nihilismo. McCarthy describe de manera magistral la soledad radical, cósmica, que experimenta el cazador de lo divino, incapaz de reconocer su propia orfandad y por tanto de entrar en relación con el padre. De este modo, el huérfano no sabe que es huérfano; no alcanza esa conciencia que, incluso en su soledad, podría hacer que se abriera, igual que se abre Alicia Western. Ella también es una mujer sola, pero su actitud no es de posesión; al contrario, es un abandono gradual, pero radical, de todo lo que podía poseer. Es paradójico: lo divino se nos revela a través de las cosas, las experiencias que vivimos, las personas, pero no se deja poseer. Por el contrario, lo encontramos cuando entendemos que el paso que debemos dar implica, en cierto modo, perder la propia vida, ofrecerla. Vuelve a ser la relación que McCarthy describe maravillosamente en La carretera entre padre e hijo.
La “tentación de la nada” lleva al nihilismo, del que también se ha acusado a McCarthy por esa forma tan cruda y descarnada de mostrar el mal. Pero, ¿es realmente así?
Claramente, para McCarthy la vida es un campo de batalla donde se libra un combate épico entre la luz y las tinieblas. Esto lo describe con nitidez. Hay una lucha entre lo que es humano y lo que no lo es. El mal es una realidad espiritual que se expresa a través de personalidades muy precisas, como Chigurh, el asesino en serie de No es país para viejos, o el juez Holden en Meridiano de sangre. Pero al mismo tiempo, la descripción de esa batalla es como el relato de dos luchadores cuyos cuerpos se pegan hasta llegar a ser casi un único ser: luz y tinieblas se incrustan, coagulan. Hasta tal punto que las tinieblas, de alguna manera, llegan a desprender luz. En Rímini citaba algunos cuadros de Rotkho que son telas negras pero luminosas. ¿Pueden las tinieblas desprender luz? Sí, teniendo en cuenta que Cristo dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Pues bien, es como si McCarthy nos estuviera invitando continuamente a fijar la mirada en la cruz, a apurar hasta el fondo el cáliz amargo del sinsentido como escribe claramente en El pasajero: toda realidad es pérdida. Si no nos distraemos, si fijamos la mirada en esa pérdida, entonces tal vez ahí, en el fondo, logremos vislumbrar también un destello de luz. Esa luz es la esencia que da fundamento a toda la obra de McCarthy.
La primera página de El pasajero, con la que comenzabais el recorrido del Meeting, donde Alicia cuelga del árbol donde se ha ahorcado, es brutal. ¿Qué impacto te causó la primera vez que la leíste?
Muy fuerte, porque era como si estuviera allí. McCarthy suele ser paradójico, pero esa página nos dice que allí donde hay un mal extremo, donde hay una escena de muerte, está presente lo esencial. Es exactamente la paradoja de la cruz. Como decía ya en un momento de La carretera: «Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza». No puede existir la felicidad que busca el cazador de lo divino sin un sacrificio llevado hasta el extremo. Invita a los lectores a poner la mirada en ese misterio. Hace unos días, al final de un encuentro, un chico me dijo que iba a leer a McCarthy, pero La carretera no porque le parecía demasiado angustioso. Instintivamente, le respondí: «Pero eso es una blasfemia. Es como decir: “De Cristo lo acepto todo menos la cruz porque es demasiado angustiosa”».
Como lector, ¿ha encontrado otros autores así de potentes?
Sí, tendría que nombrar a Dostoyevski o Manzoni. También me ha impactado mucho Flannery O’Connor, cuando la lees te refuerza la percepción del misterio. Ella también es perturbadora, no es una lectura fácil, pero si aceptas la experiencia hasta el fondo, si te pegas al texto, te va moldeando, va dando forma al ardor de tu corazón.
Después de viajar así durante años con McCarthy, ¿te ha cambiado en algo?
Sin duda, como dice el lema del Meeting, es un viaje hacia lo esencial. Fíjate en La carretera. Muestra una realidad donde la naturaleza ha quedado reducida a casi nada, es un mundo hecho cenizas, oscuro y frío… pero está lo esencial, y vive en la relación entre padre e hijo. Pasa lo mismo con los protagonistas de El pasajero y Stella Maris. Su camino se va despojando de todo lo superfluo para llegar directo al corazón. Si la literatura de McCarthy está teniendo algún efecto en mi vida ahora, es justo ese: ayudarme a perseguir lo esencial. Mejor dicho, “la esencia”, como diría él.