El profesor Leonardo Lugaresi

Leonardo Lugaresi. «Soy lo que quiero ser»

El capítulo octavo de El sentido religioso desafía a la cultura actual. Leonardo Lugaresi, historiador del cristianismo, ayuda a entender cómo (de "Huellas" de julio-agosto)
Stefano Filippi

Leonardo Lugaresi es un estudioso de Historia del cristianismo y Literatura cristiana antigua. Pertenece a la asociación Patres que desde hace muchos años se dedica a la investigación y divulgación del pensamiento patrístico. Le hemos pedido que profundice en el desafío que supone para la cultura actual el recorrido que propone don Giussani en relación con el pasado, la soledad y la libertad en el capítulo octavo de El sentido religioso.

Giussani afirma que «hoy se tiene el coraje de plantear la destrucción del pasado como ideal». Lo escribía en la segunda mitad del siglo pasado, ¿sigue siendo así?
Hoy es aún más cierto que hace cuarenta años. La mirada de Giussani era profética, pero no porque previera el futuro. Miraba lejos porque miraba profundo. De hecho, profeta es el que ve dentro del presente, más allá de la superficie en la que suelen quedarse hasta los analistas más refinados. Por eso veía ya en los años 50 el vacío que se abría bajo las imponentes estructuras de un catolicismo que todavía presidía toda la vida social con una organización capilar, y en los 80 reconocía lúcidamente el inicio de un cambio antropológico ligado a la ruptura con el pasado, cuyas consecuencias ahora son evidentes.

¿Por qué Giussani lo relaciona con el extravío del significado y el debilitamiento de la personalidad?
La pérdida de sentido de la historia, y por tanto del nexo entre pasado y presente, destruye la personalidad humana porque impide una relación madura con la realidad. De hecho, la realidad se nos da: no la hacemos nosotros ahora, sino que viene a nosotros, y por eso ad-viene. Lo primero que hacemos nosotros es recibirla y solo después (un después lógico, más que cronológico) interactuamos con ella. ¿De quién nos viene? De Dios, que la hace ser creándola continuamente, y de los hombres que, acatando el mandato divino, la han ido elaborando a lo largo de milenios. La realidad, por tanto, nos llega como obra, como trabajo: trabajo de Dios y trabajo del hombre. La transmisión de este ininterrumpido “trabajo de la realidad” que es la cultura se llama tradición. Si no somos conscientes de esto, no habrá personalidad adulta. Solo quedará el «niño que juguetea con una máquina» que no entiende, siguiendo el ejemplo que pone Giussani, es decir, pura reactividad que no construye ni genera. Sobre esto es drástico y despiadado al criticar esa postura cultural reactiva.

«He aquí la paradoja: la libertad es depender de Dios», escribe Giussani. No hay nada que pueda sustituir a Dios, ni siquiera la relación con otros, pues el hombre solo es libre frente a cualquier poder porque es «relación directa con el infinito». ¿Cómo se documenta esta verdad en la Iglesia de los inicios?
La mayor paradoja, «el único misterio verdadero», como dice Giussani en los Ejercicios espirituales de 1997, es que existo y soy libre. «¿Cómo puede el Misterio crear algo que no se identifique consigo mismo? ¡Este es el verdadero misterio! Todo resulta comprensible, salvo una cosa que queda fuera todavía, que para la razón está todavía fuera de Dios: la libertad. La libertad es lo único que aparece ante la razón como fuera de Dios», como dice en Dar la vida por la obra de Otro. ¡Dios tiene un respeto sagrado a la libertad del hombre, la ama visceralmente, me atrevería a decir que se inclina ante ella! En realidad, creo que es el único que ama verdaderamente la libertad. Todos los poderes mundanos la odian y nosotros mismos la soportamos con fastidio, de hecho siempre estamos dispuestos a librarnos de ella con algún pretexto. Al único que le importa de verdad, hasta la muerte (literalmente, Jesús murió por eso), es a Dios. Por eso el acontecimiento de Cristo se presenta como un detonante, un evento inaudito de liberación, y es fascinante seguir los primeros pasos del camino de la Iglesia tomando como clave de lectura ese seguimiento suyo, tan fatigoso y contestado, que la lleva a revivir esa pasión divina por la libertad del hombre.

¿Puede poner algún ejemplo?
Pienso en la ardiente reprimenda de Pablo que vibra en toda la carta a los Gálatas: «Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud». O en los Hechos de los Apóstoles, que nos muestran el camino de una Iglesia que es incapaz de asentarse (y encerrarse) en los equilibrios y convicciones que de vez en cuando cree haber alcanzado, sino que siempre tiene que ir más allá, siguiendo la voluntad del Espíritu que la guía libremente. Pero sobre todo, sería importante considerar en este sentido la realidad del martirio, que es absolutamente central en la autoconciencia de la Iglesia antigua. El mártir es el hombre libre por definición. Nadie es más libre que él, aunque esté encadenado. Hay una frase en las Actas de los mártires escilitanos, el documento más antiguo de la literatura cristiana latina, que me repito a menudo porque lo expresa perfectamente. En ese texto, que fundamentalmente es el acta del proceso contra un grupo de cristianos del África proconsular celebrado el 17 de julio del año 180, hay un momento en que una mujer llamada Segunda responde así al magistrado que la interroga: «Soy lo que quiero ser». ¿Quién puede tener una consistencia humana así, una certeza tan serena y una libertad soberana que no teme la violencia de ningún poder, como esta mujer? No es una heroína ni una militante, es una mujer como otra cualquiera, pero en la aparente sencillez de su respuesta hay una verdad tan profunda y una paz tan grande que la hacen invencible.

¿Qué provoca esta «paradoja» en la cultura dominante actual? Para Giussani, sin una religiosidad «que se reconoce y se vive» no hay libertad. ¿Un mundo post-cristiano o a-cristiano no es un mundo libre?
Es una constatación razonable, confirmada por la lógica y por la historia. Como decía antes, si Dios es el único defensor de la libertad del hombre, solo allí donde se reconoce y se cultiva la dependencia de Él puede brotar esa libertad, tanto a nivel personal como social y político. Por eso la existencia de los cristianos es un bien para todos, también para los que no tienen fe en Jesús, tal como los apologetas cristianos se esforzaban en demostrar a los paganos. En este sentido hay que entender la famosa afirmación de uno de ellos, el autor de la carta A Diogneto, diciendo que «los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo». Hace falta que en la sociedad exista al menos un “punto de conciencia”, un lugar, por minoritario y hostigado que esté por la cultura dominante, donde la conciencia de la dependencia de Dios, amante de la libertad, se mantenga viva y operante.

¿Por qué es necesario ese punto de conciencia?
A muchos les parece actualmente deseable, cuando no incluso indispensable, dirigirse hacia un mundo “chino”. No me refiero a China en sí, sino al modelo de organización social que representa, donde se sacrifica la irreductibilidad de la persona en virtud de la eficiencia económica, el orden político, la paz social, la sostenibilidad ambiental, etcétera. Las nuevas “emergencias” que se suceden se esgrimen como argumentos para justificar cualquier intervención del poder orientada a enderezar el «tronco torcido» que es el hombre, ese al que Dios mira con infinita ternura de padre. Que en un contexto así exista un punto de conciencia que afirme en cambio que el hombre es más que una simple pieza del engranaje social es de vital importancia. Ese punto de conciencia, si está vivo, se convierte de hecho en un punto de crítica y resistencia frente al poder.

En un mundo donde el deseo es “sueño”, algo a lo que yo aspiro o que yo decido, Giussani dice que el deseo es la primera forma de obediencia porque es algo “dado”. ¿Cómo se puede entender esto?
El deseo es expresión del yo. Ahora bien, creo que hay dos formas opuestas de mirar al yo. Una es la que parte del propio yo: yo que me miro a mí mismo, que escruto en mi interior con la idea o pretensión de que solo yo me conozco realmente. Es la actitud típica del hombre moderno, el que se describe al principio de las Confesiones de Rousseau: «Conozco a los hombres y me siento a mí mismo. [...] No soy como ninguno de cuantos existen». Un subjetivismo siempre tentado de replegarse en el narcisismo.

¿Y la otra forma?
Parte del reconocimiento de un Tú que me haces, y por tanto que me conoce mejor de lo que pueda conocerme yo mismo. «Interior intimo meo», más íntimo que yo mismo, dice san Agustín, que explora en sus Confesiones esta vía de conocimiento del yo y de su deseo. Inmersos como vivimos en la cultura del narcisismo, acostumbrados a cultivar su repliegue, creo que necesitamos reeducarnos en la escucha de esa voz “distinta” que susurra dentro de cada uno de nosotros. Si la seguimos, ir hasta el fondo de la comprensión de nuestro deseo se convertirá en una obediencia.

Decía Charles Bukowski: «Cuando puedes hacer lo que quieras. ¿Cómo lo llamas, libertad o soledad?». ¿Qué responde usted?
En efecto, no sabría responder si Giussani no me hubiera enseñado que «la soledad no es estar solo, sino vivir con ausencia de significado» y que «la libertad es la capacidad de Dios». Ahora bien, si me encontrara con ese “viejo cochino” por el que siento tanta simpatía, creo que le diría que no existe esa alternativa entre libertad y soledad. El que está solo, es decir, el que no conoce el significado de lo que hace, no puede “hacer lo que quiera”. Y el que es libre, lo es gracias a una relación; por tanto, por definición, nunca está solo.