Don Giussani durante su peregrinación a Tierra Santa en 1986 (Fraternità CL)

Pizzaballa. «Como discípulos, llevados de la mano»

El prólogo del patriarca latino de Jerusalén en la nueva edición italiana del libro de Luigi Amicone “Tras las huellas de Cristo. Viaje a Tierra Santa con Luigi Giussani”
Pierbattista Pizzaballa*

Era el año 1986 cuando don Giussani se puso “tras las huellas de Cristo” con un grupo de amigos peregrinos. Entonces la situación en Tierra Santa tampoco era fácil, pero su mirada estaba fija en otra cosa. Mejor dicho, miraba esos lugares desde otro punto de vista. En Belén, después de leer el prólogo del evangelio de Juan –«En el principio existía el Verbo [...]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»–, Giussani comenta: «Es el método que Dios siempre ha empleado [...] en todas las circunstancias en las que ha querido demostrar que su potencia era la que daba consistencia a la realidad de las cosas. [...] El Señor usa este método para demostrar que el poder no es nuestro, no está en nuestra inteligencia; no es nuestra fuerza, sino su Poder» (pp. 125-126).

Este sentimiento invadió su corazón mientras ponía sus pies en la tierra de Jesús. «Todo ha sucedido sin ningún barullo humano. Todo el pueblo judío y el gran Juan el Bautista [...] esperaban al Mesías como algo llamativo, como alguien excepcional que habría traído la justicia al mundo». Sin embargo, llegó como «una semilla viva que estalla en la tierra en el transcurrir de las estaciones. E inicialmente parece algo que puede no tenerse en cuenta. Como hicieron todos los historiadores del siglo I, incluidos los escritores romanos que como Tácito o Suetonio, se referían a aquella “secta cuyo fundador Cristo fue sacrificado bajo el imperio de Tiberio”. Esta semilla irrumpe al principio de forma aparentemente imperceptible, pero después, tras dos mil años, hemos sido alcanzados humana, razonable y afectivamente» (p. 124).

Ahora, en medio de la guerra y de todo el mal que los hombres provocan con sus propias manos, Dios tampoco cambia de método. Hoy volvemos a encontrarnos en la misma situación que los discípulos en la barca sacudida por el oleaje, presos del miedo. «Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio, enmudece!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”» (Mc 4,37-40). Son las palabras que nos dirige también ahora, cuando nos dejamos llevar por el pánico pensando que es el fin. Pero el Señor está presente y Él es quien asegura nuestra travesía por este mar tempestuoso. Siempre y solo Él tiene la fuerza de calmar las aguas. Y eso nos llena de asombro. Como recuerda don Giussani en el Lago de Tiberíades:

«Esos hombres llevaban con Él hacía meses, años. Conocían a su padre y a su madre, sabían dónde vivía y, sin embargo, ante Él se preguntan: “¿Pero quién es Este? ¿Quién eres?”. […] Aquel hombre tenía tal potencia, tan desproporcionada para la imaginación del hombre, que se vieron obligados a hacerse esa pregunta» (p. 95).

Todos los días nos golpean noticias cada vez más trágicas y análisis cada vez más desesperantes. No se vislumbra ninguna vía de salida, la paz parece imposible. Hasta nosotros los cristianos podemos ceder a este clima y perder la esperanza. También puede pasarnos como a los discípulos de Emaús, con los que Giussani nos invita a identificarnos. «Caminamos como cristianos tristes. La tristeza no viene de la prueba y del dolor; la tristeza viene siempre de la ausencia de significado o de la fragilidad de la razón. La tristeza es siempre un interrogante sobre el “merece la pena”, “¿merece realmente la pena?”, “¿será realmente así?”. En el fondo, la tristeza nace de una incredulidad última. [...] Pero el Señor, que comprende nuestra situación, nuestra humanidad, no nos abandona a esta tristeza. [...] El Señor, aunque no sea reconocido, nos acompañará en los pasos de nuestro camino» (p. 157). Cuando nos dejamos vencer por la tristeza y la desesperación, descuidamos un detalle esencial, y es que toda nuestra esperanza está puesta en un hombre que subió a la cruz por nosotros y resucitó para librarnos del mal. La Iglesia nació debajo de la cruz donde el Hijo de Dios, coronado de espinas, se convirtió en rey del mundo. Su corazón traspasado, por la potencia de Dios, transformó una derrota en victoria.

Recorriendo la Vía Dolorosa, don Giussani pensaba: «La vida de cada uno tiene un destino de Vía Crucis: Cristo. [...] En aquel tiempo, todos esperaban al Redentor. Pero el Redentor [...] es distinto de lo que esperamos. Y esta diferencia, que debería hacernos plegar el corazón ante el Misterio, se convierte en el motivo para afirmarnos nosotros mismos ante Dios. El Vía Crucis [...] está en esta rebelión, o en esta traición [...], la adhesión a la mentalidad común. [...] Así, Cristo tiene que pasar a través de la situación que genera en nosotros la mentalidad común a la que nos adherimos» (pp. 150-151). Dejemos que Cristo atraviese la tierra árida de nuestro corazón y la haga germinar con la vida nueva que nos ha prometido, de modo que nuestros hermanos y hermanas, en Tierra Santa y en el mundo, encuentren la esperanza. Esta es nuestra seguridad, no serán nuestras empresas las que cambien la suerte de la guerra y el odio entre los pueblos. Cristo en la cruz nos lo recuerda constantemente.

El mal en el mundo nos interpela como cristianos. Dios nos llama a vivir nuestra vocación en esta circunstancia dramática sin huir. El mal no nos asusta, y no porque no seamos fuertes, sino porque es fuerte Aquel que está entre nosotros.

No serán nuestras estrategias las que cambien el curso de los acontecimientos. Dios realiza su salvación de otro modo: mediante el testimonio de los cristianos, de nosotros, pobres pecadores, hasta el don de sí. Lo recuerda don Giussani al pararse a rezar en la gruta de los Santos Inocentes. «El primer testimonio es el de los niños escogidos por Él sin que pudieran saberlo. Que los Santos Inocentes nos ayuden en esta sencillez grandiosa, y partiendo de nuestro límite, nos convirtamos en la gran riqueza que deseamos ser para el mundo. Debemos ser testigos, sencillamente una ofrenda sin límite a Aquel que es padre y madre de nuestra vida, al padre y a la madre que no tienen parangón, porque somos completamente y totalmente suyos, todos suyos» (p. 127).

Ponerse tras las huellas de Cristo en compañía de don Giussani –mediante la crónica de este viaje– nos vendrá bien. Dejémonos llevar de la mano y revivamos junto a él la aventura más apasionante que podamos tener en nuestra vida como hombres y mujeres de nuestro tiempo. «Viendo estos lugares donde una humanidad viva, determinada embrionalmente y seminalmente, pudo echar raíces y tener la fuerza de resistir, de comunicarse y de arrastrar al mundo, es claro que en la vida de la Iglesia de hoy lo que cuenta es la viveza de una fe renovada y no un poder derivado de una historia, de una institución que se ha afirmado o de un ordenamiento intelectual teológico. Lo que cuenta es realmente que la vida comenzada con María y José, con Juan y Andrés, vuelva a encenderse en el corazón de la gente, que a las personas se les ayude a tener un encuentro que cambie su vida como sucedió en los orígenes del cristianismo» (pp. 178-179).

Sigamos escuchando a don Giussani: «Lo que uno se lleva de ese lugar es el deseo, la urgencia de que la gente se dé cuenta de todo lo que sucedió. Pero, en cambio, parece que hoy se pueda borrar lo que sucedió como se borra con el pie una letra sobre la arena, una letra sobre la arena del mundo. Y esto sucede precisamente porque lo que sucedió es una propuesta a la libertad del hombre y para que quede claro que el poder es de Dios. Hoy parece más grande e importante todo lo demás –la política, la economía…– que este acontecimiento que fácilmente se podría identificar con una especie de cuento. Pero la concreción de aquel acontecimiento se percibe tan humana viendo estos lugares que no se puede volver de Palestina con la duda de que el cristianismo sea una fábula. Meterse dentro de las condiciones naturales y logísticas en las que Cristo se encontraba, ver el pueblito que vio, pisar las piedras que pisó, recorrer las distancias que caminó, todo colabora y te empuja a comprender la verdad de lo que sucedió» (p. 179).

Este Hecho que ha sucedido es lo que nos hace estar alegres en la tribulación, mirarlo todo con esa mirada redimida que nace mirando a Jesús, viviendo como Jesús, atravesando cualquier circunstancia, cualquier adversidad, sin que nos pueda vencer.

Estoy convencido de que sin una mirada religiosa todo se complica y la confusión acaba con todo, ningún análisis geopolítico –por serio que sea– puede desatar los nudos de una situación tan compleja. Nosotros los cristianos no confiamos en nuestras fuerzas, sino en una Persona, como nos recuerda siempre el papa Francisco: «Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias. […] No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”» (Evangelii gaudium, 6 y 7). Esta es nuestra esperanza, como pequeños discípulos tras las huellas de Cristo.

Jerusalén, 7 de mayo de 2024
*Cardenal Patriarca latino de Jerusalén