Foto iStock/Giovanni Seabra

Dignidad infinita

En "Huellas" de junio, diálogo con el teólogo Javier Prades sobre la Declaración vaticana. «Un juicio sobre el presente y un punto de encuentro con quien comparte el valor de la persona que propone la Iglesia»
Paola Bergamini

Han hecho falta cinco años de trabajo y muchas revisiones, a la luz del magisterio papal de la última década, para llegar a la redacción definitiva de la Dignitas infinita por parte del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Como dice al final de su presentación, «esta Declaración pretende aportar algunos elementos de reflexión para que, en medio de tantas preocupaciones y angustias, no perdamos el rumbo y nos expongamos a sufrimientos más lacerantes y profundos». Hablamos de ella con Javier Prades, teólogo y rector de la Universidad eclesiástica San Dámaso de Madrid.

¿Qué importancia tiene esta Declaración en este momento?
En cada momento de la historia, la Iglesia expresa juicios sobre la realidad presente, que por un lado tienen la capacidad de iluminar las situaciones que se viven y por otro fortalecen la razonabilidad de la fe. Este documento se orienta en ese sentido, es decir, favorece un juicio sobre el presente. ¿Cuál es nuestro presente? Me parece de gran actualidad la fórmula del papa Francisco sobre el «cambio de época» y diría que hay dos factores importantes para reflexionar sobre qué es el hombre hoy. El primero es el desarrollo tecnológico sin precedentes en el que estamos inmersos, el segundo es una consecuencia directa: las nuevas posibilidades adquiridas se convierten en derechos.

¿Por ejemplo?
La tecnología quirúrgica y bioquímica que permite pensar en un cambio de género se convierte inmediatamente en un derecho. Ya no es una posibilidad, sino algo que me es debido. Esta mentalidad, sobre todo en el mundo occidental, tiene la pretensión de relacionarse con todos los aspectos de la vida como si fueran un derecho subjetivo.

Javier Prades (Foto Pino Franchino/Fraternità CL)

Se refiere entonces a una acepción del derecho en negativo.
Más bien a una acepción absoluta en sentido etimológico: desligada de cualquier relación fuera de la propia autodeterminación. Una de las razones para hablar de la dignidad humana, según las categorías que se proponen en este documento, es la de subrayar que los derechos –categoría importantísima en la evolución de la sociedad en su dimensión social y jurídica– pueden deformarse por una exasperación subjetivista que no respeta todos los factores en juego y tiene el efecto de reducir la verdadera estatura humana. En ese sentido es negativo.

¿Qué novedad supone esta Declaración respecto al juicio y preocupación de la Iglesia?
Mantiene siempre una continuidad, como señala el primer capítulo, donde se resume la mirada que la Biblia y el magisterio de la Iglesia han tenido hacia la dignidad del ser humano. Un aspecto novedoso es sin duda la significativa presencia de referencias al magisterio del papa Francisco.

En la introducción y en los tres primeros capítulos se enuncian algunos puntos fundamentales. Se habla sobre todo de «dignidad ontológica de la persona» a la que siguen la dignidad moral, social y existencial. Dice: «Si hay que respetar en toda situación la dignidad ajena, es porque nosotros no inventamos o suponemos la dignidad de los demás, sino porque hay efectivamente en ellos un valor que supera las cosas materiales y las circunstancias, y que exige que se les trate de otra manera».
Llegamos al núcleo del documento. «Dignidad ontológica» puede parecer una expresión abstracta, pero se apoya en el hecho de que somos criaturas a las que se les ha concedido participar de la dignidad más elevada, que es la de la relación con Dios. Estamos hechos por Dios y estamos orientados hacia Dios a medida que se desarrolla la vida de cada uno. La dignidad tiene un fundamento ontológico en el ser persona y tiene un valor intrínseco a la naturaleza humana, inatacable e indestructible en cualquier circunstancia o situación. Esta dignidad ontológica tiene también una repercusión moral, social y existencial.

¿Puede explicarlo mejor?
Toda vida humana debe ser reconocida en su significado, es decir, en su valor como postura existencial, como realización social y comportamiento moral. Solo si estas tres dimensiones tienen su origen en lo que hemos definido como «dignidad ontológica» se podrá mirar la experiencia humana en su integridad y unidad. Ninguna dificultad económica, social o de salud puede disminuir el valor de la dignidad de la persona. Esta Declaración habla justamente de un respeto incondicional hacia la dignidad “humana”, no solo “personal” porque a veces se corre el riesgo de entender la persona solo como “un ser capaz de razonar”, de tal modo que el que tiene una discapacidad o el niño que aún no ha nacido –por citar solo los ejemplos que pone la Declaración al final– no serían portadores de dignidad. De este modo se evitan graves malentendidos.

La palabra dignidad va acompañada del adjetivo “infinita”.
Puesto que tiene su origen en el gesto creatural de Dios, no se puede medir: hemos sido creados para el infinito y ningún poder humano puede ocupar el lugar de ese infinito.

La Declaración profundiza también sobre la relación entre dignidad y libertad.
La dignidad ontológica se realiza libremente en el tiempo y en el espacio de la vida. Esto muestra claramente el carácter dramático de la condición humana para llegar a ser lo que puede y debe llegar a ser. Pero solo una libertad que se apoya en la dignidad como relación con el Misterio puede evitar someterse a los poderes del mundo o ceder a la deformación subjetivista de los derechos de la que hablábamos. En este sentido, aparece otro elemento: la responsabilidad, es decir, ejercer la propia libertad de tal modo que haga madurar mi dignidad y la convierta en un bien para mí y para los demás.

En ese sentido se introduce el tema de la paz.
La primera paz es con uno mismo y esto es posible gracias al reconocimiento de la dignidad como un don. En la medida en que llega a ser una experiencia humana que abraza todos los aspectos y circunstancias de la vida, se puede concebir una civilización del amor, una construcción de la paz, como pide la Declaración. La condición para que haya paz es que haya personas en paz que busquen el sentido de la vida. La alternativa es la violencia, porque cada uno tiende a imponer sus propios derechos.

Se habla de paz, pero estamos rodeados de guerras.
En la guerra se destruye el valor de la convivencia y se impone una idea preconcebida de convivencia que no respeta la dignidad del otro, ya sea una persona o un pueblo. La Iglesia grita «no» a la guerra. Benedicto XV en la Primera Guerra Mundial, Pío XII en la Segunda, Juan Pablo II en la guerra del Golfo, y Benedicto XVI y los llamamientos del papa Francisco se han expresado en el mismo sentido.

El 11 de abril el Parlamento europeo votó a favor de introducir el derecho al aborto en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, justo unos días después de esta Declaración que incluye el aborto entre las violaciones más graves de la dignidad humana. La parte final exhorta «a que el respeto de la dignidad de la persona humana, más allá de toda circunstancia, se sitúe en el centro del compromiso por el bien común y de todo ordenamiento jurídico». Parece casi un llamamiento a los estados…
Por lo que concierne a las instituciones jurídico-políticas en nuestro mundo occidental estamos atravesando, en mi opinión, un momento de gran dificultad y de las instituciones europeas no espero demasiado. Sobre el aborto, como en otros temas –vientres de alquiler, ideología de género o migración, por ejemplo–, se favorece una comprensión subjetivista de los derechos. Por eso urge destacar el valor y la capacidad que tiene este texto para dialogar con actores sociales que pueden no compartir la mirada antropológica de la Iglesia, pero con los que podemos encontrarnos en algunos puntos. Pienso especialmente en ciertas corrientes del feminismo occidental que se reconocen en la denuncia de la trata de mujeres, de los abusos sexuales, de la ideología de género, de la “maternidad subrogada”. El punto de encuentro es una mirada a lo humano que, por una parte, pone de manifiesto la razonabilidad de la postura cristiana y, por otra, permite actuar para favorecer un cambio a nivel político y jurídico. Pero se pueden poner otros ejemplos.

¿Cuáles?
Pienso en las asociaciones de personas con discapacidad, que hallarán consuelo en esta Declaración. Tengo presentes a muchos padres, incluso no creyentes, que en medio de todas las dificultades saben apreciar a sus hijos con discapacidad y reconocen que ante todo son seres humanos y por tanto tienen una dignidad infinita, llegando a mirar a su hijo por su ontología. Es un camino plagado de dificultades, pero cuando se acoge a una persona con discapacidad por lo que es, se genera una unidad con el que está a su lado y se convierte en fuente de humanidad para otros. Podemos decir que lo humano se humaniza. Sin duda no es un proceso que se dé de una vez por todas. Pongo otro ejemplo, sobre el drama de la eutanasia. ¿Cuántas personas piden el “final de la vida” por un sentimiento de soledad o de miedo al sufrimiento? La soledad y el miedo oscurecen el sentido de la vida. Pero no es eso lo que quieren realmente, su deseo profundo es propiamente no estar solos, no sufrir y ser acogidos. Este texto indica un camino, no solo teórico sino práctico, donde la Iglesia, como maestra de humanidad, desvela lo humano y sostiene esa mirada humanizadora.