Claude Monet, “Impression. Soleil Levant", 1872

Impresionismo. La “banda” que capturaba el instante

El movimiento artístico de Manet, Monet, Cézanne y Renoir cumple 150 años. Desde la exposición en el parisino Boulevard de Capucines a sus encuentros para pintar al aire libre en Argenteuil. Breve historia de una revolución hecha con asombro y color
Giuseppe Frangi

Dada la serenidad y felicidad del resultado, cuesta imaginar la convulsión y confusión que generó en sus inicios, aquel 15 de abril de hace 150 años. Ese día se inauguraba en París la exposición de una “banda” de artistas, 28 para ser exactos, unidos por el deseo (y la necesidad) elemental de presentar al público su trabajo, puesto que las puertas del gran Salón anual estaban cerradas sistemáticamente para ellos por un jurado muy conservador. Se juntaron formando una asociación por motivos prácticos, sin preocuparse por darse un programa común. Gran parte de aquellos pintores quedaron eclipsados con el tiempo, pero ocho de ellos hicieron historia. Sus nombres son: Edgar Degas, Paul Cézanne, Claude Monet, Camille Pissarro, Auguste Renoir, Alfred Sisley, Jean-Baptiste Guillaumin y Berthe Morisot. Un elenco en el que faltaba uno, Edouard Manet, que prefirió volver a exponer en el Salon des Refusés, una exposición paralela a la del Salón, que se proponía como un espacio de reparación “oficial” para los artistas que rechazaba el jurado.

Aquella “banda” de tránsfugas encontró un lugar en el antiguo estudio del gran fotógrafo Nadar, en el Boulevard de Capucines. Del catálogo se encargó el hermano de Renoir, Edmond. Nada de imágenes, sencillamente un elenco con las 165 obras expuestas. Además de quejarse por el retraso de muchos de los artistas, Edmond la tomó con Claude Monet por la monotonía extrema de los títulos que elegía para sus cuadros. «Ponga usted “Impresión”», respondió el artista. Concretamente se refería a un paisaje que había pintado dos años antes al amanecer en el puerto de Le Havre, Impression. Soleil levant. Un título destinado a marcar la historia, aunque en ese momento fuera más un pretexto para todo tipo de sarcasmo por parte del público y sobre todo de la crítica. Aquella exposición que hoy aparece en todos los libros de historia obtuvo unas cifras bastante modestas: 175 visitantes en la inauguración, 54 el último día. Mientras que el Salón vendía entre ocho y diez mil entradas diarias… Una bofetada que dejó arruinado a más de uno de los artistas del grupo, especialmente a Monet.

Edouard Manet, “Monet pintando en la barca en Argenteuil'', 1874

Todo esto forma parte de un anecdotario muy famoso sobre el nacimiento del impresionismo. ¿Pero cuál era el factor que no se entendió entonces y acabó determinando el extraordinario éxito póstumo de aquella “banda” de artistas? Hay una palabra que ayuda mejor que cualquier otra a dar una respuesta: “instante”. Edmond Duranty, novelista y crítico de arte, fue quien la propuso en un libro titulado significativamente La nouvelle peinture, publicado en París en 1876. Duranty escribió que lo que unía a estos artistas tan diferentes entre sí, tan excéntricos e instintivos, era su deseo de «capturar el instante». Eso era lo “nuevo” que los impresionistas pusieron sorprendentemente en la escena del arte, de una forma tan ingenua como rompedora. Iban cayendo en serie muchos de los dogmas que mantenían a los artistas atenazados por un academicismo cada vez más retórico, que intentaba imponer su hegemonía en su Salón anual.

Fue como un inesperado giro de guion de la noche a la mañana, de la oscuridad a la luz, del encierro al aire libre. Los pintores, atraídos por la fascinación y el bullicio de la vida moderna, abandonaron el recinto cerrado del atelier para descubrir maravillados el aire libre. Todo ello gracias a una pequeña pero valiosísima innovación: la llegada al mercado de los colores al óleo envasados en tubos que les permitían pintar en cualquier parte, sin tener que estar condicionados al tradicional aparejo que almacenaban en sus estudios. La naturaleza, con toda su libertad, se convierte en maestra, ocupando el lugar de los pedantes custodios de reglas ya obsoletas. Puesto que en la naturaleza todo se mueve y cada instante es distinto del anterior, el ojo es quien dicta los tiempos y la mano debe ser veloz para seguir la percepción visual registrada por la retina. La mano aprende así a moverse con múltiples toques sobre la tela, sin preocuparse del estado de aparente indefinición y fragmentación de la imagen. «No es un ojo, ¡pero qué ojo!», decía Cézanne de Monet, el impresionista por antonomasia, el que con los años destacaría por encima de todos en esta pérdida de las coordenadas objetivas de la visión. La naturaleza, haciéndose “maestra”, enseñaba que la luz lo es todo, que enciende colores, los funde, lo llena todo de fulgor, hace siempre nueva la realidad.

Paul Cézanne, Nueva Olympia, 1873

Invadidos por esta fiebre que era al mismo tiempo de pintura y de vida, ese mismo verano de 1874 un grupo de veteranos de aquella exposición-terremoto se congregó en Argenteuil, a orillas del Sena, al norte de París, huyendo en parte de sus acreedores parisinos. Verse unos a otros pintando al aire libre fue una experiencia que consolidó su autoconciencia, venciendo incluso las reticencias de Edouard Manet. Él mismo firmó en esas semanas un cuadro que podría considerarse como emblema de lo “nuevo”. Se ve a Claude Monet con una modelo mientras pinta en una barca convertida en atelier flotante sobre el Sena. Hasta Manet, el más autorizado de la compañía, tan observante de las reglas de la vieja pintura, se convirtió en Argenteuil ante el reclamo irresistible del plein air. «¿Serán estos artistas los pioneros de un gran movimiento de renovación artística?», se preguntaba Duranty cuando escribía sobre aquello. Y se respondía destacando con asombro «la audacia que desprenden sus pinceles». “Desprenden”, pues solo así podían captar la maravilla del instante y plasmarla en el lienzo.

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Para esos artistas, pintar significaba devolver no una impresión genérica y subjetiva de lo que tenían ante sus ojos, sino devolver algo muy parecido a una primera mirada al mundo, siempre, cada vez, con el asombro y también la frescura que son propias de la primera vez que se mira el mundo. Se trataba de pintores nuevos porque «no saben», subrayaba Charles Péguy hablando de las ninfas de Monet en las páginas de su “Verónica”. Alguien como Monet daba lo mejor de sí mismo en la primera mirada, explicaba Péguy. Y terminaba diciendo: «La primera es la que importa. El asombro es lo que importa, principio científico indiscutible».