Paolo Prosperi y Ezio Mauro (foto Giuseppe Bottelli)

No cerrar los ojos

Una confrontación entre Ezio Mauro y Paolo Prosperi sobre el misterio del mal. Dejarse herir e interpelar por la realidad es la primera forma de responsabilidad
Roberto Copello

Human kind cannot bear very much reality. El género humano no puede soportar demasiada realidad, escribió T.S. Eliot en el primero de sus Cuatro cuartetos. Una afirmación contundente. Incluso aunque cueste compartirla, terminas haciéndolo cuando el mal se manifiesta en toda su potencia diabólica: ayer en Auschwitz, Srebrenica, Camboya y Ruanda; hoy en Ucrania o en los kibutz israelíes, en Gaza. “El misterio del mal” era el tema sobre que el Centro cultural Massimiliano Kolbe de Varese invitó a confrontarse al periodista Ezio Mauro, exdirector de La Stampa y la Repubblica, y al teólogo Paolo Prosperi. Ambos tienen mucho en común: han vivido en Rusia y alimentan una pasión por Dostoyevski, pero también un interés por escrutar el corazón humano e indagar en su capacidad para cometer el mal.

Lo que dio origen a este encuentro del pasado 16 de mayo fue un lúcido y consternado artículo de Mauro publicado en la Repubblica tras los atentados de Hamás del 7 de octubre. Un artículo donde impresionaba su capacidad para describir a la generación actual con ciertos juicios icásticos que sería un delito moral considerar que solo se pueden aplicar a los “otros”. Del tipo: no somos capaces de mantener la mirada fija en el mal, nuestra moral avanza mediante estereotipos, adoptamos lógicas cínicas, nos cuesta llamar a las cosas por su nombre, utilizamos un lenguaje viciado, y por último: «Sencillamente, no soportamos el peso de la realidad». De ahí nacían tres preguntas que el presidente del centro cultural, Nicola Sabatini, planteó a sus invitados: ¿de dónde nace esta capacidad de estar delante de la realidad y juzgarla? ¿Qué es el mal y por qué no hay que censurarlo? ¿Y cuál es nuestra responsabilidad frente a ese mal?

Mauro, retomando el hilo de su artículo, quiso ir más a fondo, mediante numerosas citas: literarias (ambos dieron espacio a Sófocles, Dostoyevski, Nietzsche, Blok, Mandelshtam, Anna Achmatova, Svetlana Aleksievich) y también de don Giussani, a quien el periodista conoció. «¿Por qué no logramos mantener fija la mirada en el mal? Nuestra moral, demasiado atareada, avanza mediante estereotipos, por lo que juzgamos la categoría, pero no el acontecimiento. Que, como diría don Giussani, es algo que ha sucedido en un momento del tiempo y del espacio. Nosotros, en cambio, damos un juicio desencarnado, abstracto, saltamos del hecho a la categoría. De este modo, nos quedamos en nuestros prejuicios, sin dejarnos tocar por la furia de los acontecimientos, por la continua metamorfosis del mal, que cambia sin cesar para sorprendernos, reducirnos, capturarnos. El mal emerge de nuevo tras cada derrota, dispuesto a disputarse el destino de la humanidad. ¿Pero cómo es posible que ante la claridad pedagógica de la invasión rusa en Ucrania seamos incapaces de dejarnos tocar íntegramente por lo que ha sucedido, abandonando nuestros esquemas ideológicos y pasando de la conmiseración al deseo de compartir? Avanzamos por sustracción de sentido y compensación de culpas, reduciendo nuestra capacidad de juzgar».

Resuenan los demasiados “si” y “pero” con que tantas veces se renuncia a juzgar el mal cuando pone en crisis la comodidad en la que nos hemos asentado durante décadas. Putin erró al invadir Ucrania, pero la OTAN… Hamás erró al atacar a los judíos, pero Netanyahu... Israel erró al arrasar el territorio de Gaza, pero los fundamentalistas islámicos…

Según Mauro, «no soportamos el peso de la realidad porque no estamos preparados. Nadie creía que nuestros hijos conocerían un pogromo como el del 7 de octubre. Los treinta años desde la caída del Muro hasta la invasión de Ucrania son un periodo sin nombre porque nos parecía algo permanente. La democracia (y Occidente) ya habían vencido. De tal modo que no sabemos cómo manejar la evidencia de lo que sucede fuera de nuestros esquemas, construidos para esterilizar el mal. Salimos huyendo o somos meros espectadores. Nos consideramos inmunes y evitamos la responsabilidad, la conciencia de formar parte del nuevo desorden mundial que es la cuna del mal».

Para Prosperi, «el auténtico mal es el nihilismo, la negación de que exista el bien y el mal. Se afirma que no existe una verdad única, de tal modo que ya ni siquiera se busca. Es una mentira que permite mantener un cierto bienestar. Porque captar la verdad de la realidad a veces duele. Exige energía y sacrificio. Pero, como ya intuyeron los griegos, la grandeza del hombre reside justamente en el poder de afirmar la verdad. El coraje de la verdad nace del sentimiento de que existe un orden dentro de la realidad. Entonces el mal sigue siendo mal, pero hay una providencia que permite que hasta el dolor por el mal pueda generar un kairòs, una ocasión positiva. En la era de la posverdad, amar la verdad más que a uno mismo requiere una cierta moralidad».

La confrontación encontró un terreno común en Crimen y castigo, la novela de Dostoyevski. «Un delito que se comete en unos minutos que dará paso a un castigo de más de 600 páginas», como dice Mauro. «La medida del mal es aquí exacta, son los 730 pasos de Raskolnikov por San Petersburgo, desde su casucha hasta el apartamento de la usurera a la que matará. Esos 730 pasos en los que prueba su delito, donde se mueven las tres fuerzas que rigen la vida humana: misterio, autoridad y milagro. El mal, dice Dostoyevski, reproduce el dolor del que nace, ese dolor que para Svetlana Aleksievich, la escritora premio Nobel, es el auténtico capital ruso, producto de siglos sin llegar a traducirse nunca en libertad. En su nihilismo, cada escena del mal niega la capacidad de buscar y encontrar la felicidad mediante una convivencia libre. El sentido de la humanidad innato en cada uno de nosotros como principio racional de la moral civil se puede trasgredir, pero solo trasgrediéndose uno mismo».

Para Prosperi, «esa trasgresión ha asumido actualmente una oscura fascinación. Se quiere el mal sabiendo que es mal. Basta mirar la esfera de los derechos individuales, donde vemos el gusto de la expansión de la libertad por la expansión de la libertad. Con la presunción que indica la palabra griega hýbris, la tendencia a derribar límites, palabra que tiene la misma raíz que híbrido, y que de hecho implica ir más allá de los límites de la propia naturaleza, de aquello para lo que estás hecho. Pero si la ley moral está escrita en el corazón humano, ¿de dónde viene el mal y esa extraña tendencia inevitable a ser cómplices del mal? Es el pecado original que llevamos en la sangre como un veneno. Lo dice san Pablo a los Romanos: no realizo el bien que quiero, sino el mal que no quiero. El fruto del conocimiento del bien y el mal es la elevación de uno mismo como creador del bien y el mal. Raskolnikov no mata a la vieja usurera por dinero, sino para probarse a sí mismo y demostrarse que puede estar por encima de la ley, establecer lo que es justo y lo que está mal. Siglo y medio después se ha convertido en el pathos de toda una sociedad. Los nuevos derechos contienen esta idea prometeica. La redención de Raskolnikov empieza al darse cuenta de que no es el superhombre que soñaba ser. Pero esa experiencia de angustia es lo que permite su despertar».

Por tanto, ¿qué hacer frente al mal? «El único remedio está en la responsabilidad final y constante del individuo, componente fundamental de su libertad –afirma Mauro–. Si el mal puede nacer dentro de nosotros, también el rechazo del mal, la conciencia, está dentro de nosotros». A lo que añade Prosperi: «Nuestra primera responsabilidad es no cerrar los ojos, dejarse herir por el dolor. Eso lleva al fruto del cambio. La contrición, la percepción de que, aunque no sea culpable de un determinado mal, en cierto modo soy cómplice del mal del mundo. En Los hermanos Karamazov, el starets Zosima dice que, para colaborar en la redención del mundo, hay que asumir la culpa de todos y por todos. Todo pecado tiene una resonancia universal, nuestros destinos están siempre conectados».