Lucia en una ilustración de Francesco Gonin en la edición de 1840 de Los Novios

Los novios. Una historia, la nuestra

Se cumplen 150 años de la muerte de Alessandro Manzoni, ¿sigue teniendo sentido leer su obra maestra? Una historia ambientada en el siglo XVII pero que cuenta lo que nos pasa a todos
Valerio Capasa

Si volvemos a leer las obras de Alessandro Manzoni cuando se cumplen 150 años de su muerte, no es por querer mirar atrás sino para reconocerlo en el presente. De hecho, Los novios habla de una historia ambientada doscientos años de su autor, en el siglo XVII, pero cuenta más bien la historia que vivimos doscientos años después, nuestra historia.

1. «La encontré». ¿Cómo se responde, por ejemplo, a la pregunta “¿cómo te va?”. Podríamos contar lo que va y lo que no va, condimentado con nuestras alegrías y nuestras quejas. Un personaje como Renzo tendría bastante para blasfemar después de dos años de injusticias.
En el penúltimo capítulo –el XXXVII–, en un intento extremo y desesperado por encontrar a Lucia entre los apestados del lazareto, por fin la ve. A sus espaldas está don Rodrigo, para quien ese «matrimonio no se ha de celebrar», y sus vanos intentos de obtener justicia, pues el sacerdote está atemorizado, el abogado corrupto y hay demasiados obstáculos de por medio, desde un arresto en Milán hasta un rapto en Monza. Pero al final la encuentra. Está viva y pueden casarse. No temen a la noche, ni los kilómetros que separan el lazareto de su pueblo. Sin embargo, nada más salir, a Renzo le espera un diluvio. Lo único que faltaba. Ya es demasiado.
Al amanecer, cuando llega, un amigo lo recibe con una de esas preguntas que podrían provocar una marejada de improperios: «Pronta ha sido la vuelta, ¿cómo te has atrevido a venir con este tiempo? ¿Cómo te ha ido?».
La respuesta es sorprendente: «La encontré, la encontré – contestó Renzo».
Así se responde a la pregunta “¿cómo te va?”: ¡encontré a Lucia! Estando ella, puede afrontar todas las injusticias que vengan. Nadie ha dicho que las cosas se vayan a arreglar, algunas no se arreglan nunca. ¿Pero qué importa? El amigo de Renzo tardó un poco en darse cuenta. «Vuelve los ojos hacia aquella figura tan empapada en agua, tan cubierta de lodo, tan sucia, y no puede menos de caer en la cuenta de que en su vida había visto un hombre tan mal parado y tan contento».
Renzo no está «contento» porque todo se haya arreglado, de hecho está muy «mal parado»: pero la ha encontrado.
La búsqueda de Lucia es lo que le ha sostenido en el pozo de sus desgracias. Porque él será impulsivo, pero hay algo más que su temperamento y su manera de actuar. Renzo = Renzo + Lucia. «¿A quién tengo yo en quien pensar? ¿Es que ya no me llamo Renzo yo? ¿No sois ya Lucia vos?». El nombre de Renzo coincide con el recuerdo de Lucia. Y «el recuerdo de Lucia, ¡cuántos pensamientos llevaba consigo!».

2. La Providencia. Junto a Lucia, Renzo aprende a vivir sin hacer cálculos. Al principio de la novela se presenta a la chica con el «delantal que rebosaba de nueces hasta el punto de que apenas podía con ellas», cuando un fraile pasaba por la casa pidiendo caridad y deja a su madre de piedra: «¿toda esa almorzada de nueces cuando ves cómo se presenta el año?». En la mitad de la historia él se tropieza con dos mujeres que están en el suelo pidiendo limosna con un niño «del color de la muerte» que «lloraba y lloraba». Con todas las calamidades que estaba atravesando, ¿no sería lógico seguir andando? Sin embargo: «¡Aquí está la Providencia! – dijo Renzo; y, metiendo al punto la mano en el bolsillo, lo vació de aquellos pocos sueldos; los dejó en la mano que encontró más cerca y reanudó su camino».
Manzoni no ofrece definición alguna de la Providencia. Los novios es una novela, no una catequesis, que nos va llevando, más que por frases comunes, por la conciencia que poco a poco va creciendo en los personajes. Hay historia, es decir, la narración de unos hechos, y hay poesía, es decir, lo que pasa en los corazones. La Providencia no es un punto de vista del creyente, sino más bien la certeza sobre la que se apoya la vida de los novios: «el haberse desprendido de aquel modo del último dinero que le quedaba le había inspirado más confianza para lo sucesivo que la que le hubiera dado el hallar diez veces más». ¿Cómo es posible, si te falta todo? «Si la Providencia había destinado el último dinero de un extranjero prófugo, distante de su casa e incierto acerca de los medios de su subsistencia, para alimentar un día a aquellas infelices que estaban desmayándose en el camino, ¿cómo podía imaginar que quisiera dejar perecer al mismo de quien se había servido y a quien había inspirado una idea tan viva, tan eficaz e irresistible?».
Es el mismo horizonte que mantiene la mirada de Lucia en su “adiós a los montes”. «Quien os daba tanta jocundidad está en todas partes y no desbarata nunca la alegría de sus hijos si no es para prepararles una más cierta y mayor».

3. Una vida llena de problemas. Solo hay un momento, en la última página de la novela, en el que Renzo parece rendirse a la sabiduría. La lluvia ya no le baña. Está casado, todo en orden, la vida se ha arreglado. Y él se deja llevar por lo que ha aprendido, desgranando una serie de perlas sobre el fruto que ha dado toda su experiencia. «He aprendido –decía– a no meterme en embrollos, he aprendido a no ser orador de plaza: he aprendido a no beber más de lo necesario».
Un pobre hombre, somos pobres hombres. ¿Treinta y ocho largos capítulos para acomodarse en las míseras cautelas que ya nos frenaban en el primero? ¿Es que tenía razón don Abbondio? «Casi nunca le sucede mal a quien no se mete en camisa de once varas». ¿Valía la pena leer la novela y pasar tantas calamidades para acabar en tal tibieza y acomodo bajo el paraguas de las propias ideas?
Esta vez, quien hará saltar por los aires ese castillo será Lucia. «Y yo –le dijo un día a su moralista–, ¿qué es lo que he aprendido? Yo no fui a buscar los trabajos, sino que ellos vinieron a buscarme a mí, sino que ellos vinieron a buscarme a mí». No hay forma de evitarlos. Entonces, ¿de qué forma podemos atravesarlos? Para Lucia, todos esos problemas son nada menos que «útiles», porque «la confianza en Dios los mitiga».

4. ¿Dónde está ese Dios? Quede claro: la fe que traspasan las páginas de Manzoni no es la de los ciegos que se refugian en un Dios oculto en el cielo. Como el Innominado, por ejemplo, «no teniendo nada que temer». No podía imaginar que Dios lleva siglos llegando en cambio por abajo, tal vez dentro de esa camilla que trasladaba a Lucia, a la que mandó secuestrar y a la que veía desde la ventana de su castillo.
«¡Dios! ¡Dios!... Si le viera… si le oyera… ¿Dónde está ese Dios?». Después podemos asistir a una preciosa lección de teología del cardenal Federigo Borromeo. El Innominado pasa una noche terrible, ese «infierno en el corazón» vale más que cualquier explicación. ¿Quién es Dios? «¿Vos me lo preguntáis? ¿Vos? ¿Y quién le tiene más cerca? ¿No lo sentís en el corazón? ¿No conocéis que le agita, que le oprime, que le inquieta, y que al mismo tiempo le llama»?
Es Dios quien amanece al culminar esa noche, quien llama a su corazón atormentado y lo abraza. Cuando el cardenal «echó los brazos al cuello» del Innominado y él finalmente «cedió, vencido por aquel ímpetu de caridad», sucedió lo imposible. «Separándose por fin de los brazos del cardenal, se cubrió de nuevos los ojos con una mano y levantando la cabeza exclamó: – ¡Dios verdaderamente grande! ¡Dios verdaderamente bueno! Conozco ahora lo que soy».