C.D. Friedrich, Mañana de Pascua, detalle (c.1828-1835). Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid (© Museo Nacional Thyssen-Bornemisza/Scala, Florencia)

Un nuevo amanecer

Una mañana cargada de esperanza, un camino que recorrer: el cuadro de Friedrich en el Cartel de Pascua de CL
Luca Doninelli

Mañana de Pascua, pintado por Caspar David Friedrich en los años treinta del siglo XIX, es un cuadro muy complejo y dramático, lleno de señales, alarmas y replanteamientos que dejan su impronta en un lienzo aparentemente sencillo y ordenado.
La composición es solemne. Es una fría mañana de Pascua. En el centro vemos un camino. Es típico en las obras de Friedrich introducir elementos que remiten al movimiento. Friedrich es un pintor muy narrativo, literario, y los instantes de tiempo que capta su mano presuponen siempre un “antes” y un “después”. El tiempo deja su huella también en los árboles, que a derecha e izquierda enmarcan la escena, dividiéndola al mismo tiempo en dos partes. A este lado de los árboles está el camino, donde hay tres mujeres paradas: las dos de los lados llevan un vestido largo con mantón rojo y tocado, lo que indica un cierto estatus social. La que está entre ellas, por el contrario, va completamente vestida de negro e invita a pensar en una pérdida, un luto.

Por lo demás, la parte de la escena al otro lado de los árboles, y por tanto al otro lado del camino, la forma un cementerio con varias lápidas a la vista y otras figuras humanas. Pero es un cementerio extraño, sin recinto amurallado, sin puerta, de la misma naturaleza que los campos cultivados que lo rodean, como si el lugar donde reposan los muertos también fuera un terreno de siembra, donde hay algo destinado a crecer.
Los mismos árboles que enmarcan la escena están totalmente desnudos. Estamos al comienzo de la primavera, las hojas están empezando a renacer y las semillas caídas dan vida, a los pies de los troncos más grandes, a una selva de brotes, de pequeñas plantas nuevas.

Observando el cuadro más de cerca (vale la pena buscarlo en internet), nos damos cuenta de que el mismo camino que conduce al camposanto está atravesado, bajo tierra, por el paso de las raíces de los árboles, llenas de vitalidad. Todavía hace frío, pero la vida está presente, nada puede con ella.
Pero eso no es todo. La luz que invade el cuadro es una luz todavía invernal, crepuscular. Se diría que es el alba de la Pascua. Sin embargo, el sol ya está en lo alto y, a juzgar por la época del año, podría decirse que se acerca al mediodía. Acercando la mirada al cuadro podemos notar, mucho más abajo, una huella, borrada luego por el artista, donde probablemente había estado situado el sol inicialmente, en una posición que parecería más coherente con la luz, aún tenue. Pero luego Friedrich quiso subir el sol a lo alto.

Por tanto, los visitantes del cementerio, empezando por las tres mujeres del primer plano, no solo están aquí para llorar a una persona que ha muerto: una esperanza, un presentimiento mueve sus tristes pasos, un extraño latido se mezcla con el luto. Igual que sucedió una mañana de hace dos mil años, cuando tres mujeres se acercaron al Sepulcro y un hombre extraño de vestiduras blancas (recuerdo que las vestiduras blancas iban destinadas a los locos) les dijo unas palabras desconcertantes.

La naturaleza misma parece haber enloquecido: ¿qué hace ese sol en lo alto a estas horas?
De este modo, el gran artista alemán nos ayuda a leer la Pascua. No como un prodigio en sí mismo, sino sobre todo como una correspondencia imposible porque las mujeres que esa mañana subieron hasta el Sepulcro llevaban la muerte en su corazón, sí, pero una esperanza indecible se ocultaba dentro de su tristeza. Vamos a ver, se dirían, tal vez con lágrimas en los ojos, pero con esa esperanza inconfesable al dar un paso tras otro.
Mientras tanto, el sol ya está en lo alto: a esas horas. Así –parece querer decirnos el artista– es la vida de la fe, nuestra vida, pobre y frágil, pero tan extrañamente cargada de certeza, porque aquel hombre que debería yacer en el sepulcro nos lo ha dicho y demostrado: no estamos hechos para la muerte.

Las palabras del papa Francisco subrayan el sentido de lo que narra este cuadro: la fe no está hecha de discursos, demostraciones ni ecuaciones. La fe es un camino, el camino de todos, el camino de nuestra vida, y es a lo largo de este camino normal y lleno de obstáculos, de lutos y dificultades, donde Dios se hace compañero nuestro para «compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz». El Papa insiste en la idea de la luz. Dios no nos ofrece explicaciones. Su respuesta es «una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz». No es una luz que se añade a la realidad (un cristiano no es un visionario): es la luz propia de la realidad, que un impedimento profundo –el pecado original– nos impediría ver sin la presencia continua, en el tiempo y en el espacio, de una Gracia esperada y al mismo tiempo imprevisible, como ese sol ya elevado aun en el crepúsculo de la mañana.

Cambia así la ley de la vida: no un camino hacia la muerte, sino un «volver a empezar» presente y permanente, como nos recordaba siempre don Giussani. No es la caída lo que define al hombre, sino su continuo recomenzar. Volver a empezar, recomenzar, son las pobres palabras cotidianas que mejor traducen la gran palabra, Resurrección, que se quedaría en una leyenda maravillosa si no llegara a ser una experiencia humana posible en cada instante. El hombre adulto es aquel que funda su moralidad cotidiana sobre este don inimaginable. Así, nos recuerda Giussani, «volver a empezar es la ley del camino que debe marcar nuestro rumbo cada día, hora y momento».

Este cuadro de Friedrich es la ilustración sensible y existencial de esta experiencia al mismo tiempo cotidiana y excepcional, cotidiana y heroica (como decía san Juan Pablo II). Todavía hace frío, el dolor aún está vivo, pero el frío y el dolor ya están dentro de una historia nueva.
Como nos han testimoniado tantos amigos, también en el pasado más reciente, algunos jóvenes, como nuestra querida Silvia Simoncini, que al dejarnos –con sufrimiento y sin retórica alguna– nos han indicado con certeza este camino de fe no como un sueño sino como el único camino verdadero y real para todos los hombres.