Charles Péguy en un retrato de Jean-Pierre Laurens

Péguy. Nunca «acostumbrado», siempre «incomodado»

El 7 de enero se cumplen 150 años de su nacimiento. Un retrato del escritor y poeta francés, que tras su infancia abandonó la Iglesia por otras batallas ideales para luego recuperarla con la «soberanía del acontecimiento»
Pigi Colognesi

Celebrar el aniversario (en este caso 150 años) de un gran hombre (Charles Péguy, nacido el 7 de enero de 1873) es una actividad que corre el riesgo de caer en la costumbre, ese sería el mayor error, como él mismo decía: «Hay algo aun peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada». Péguy señalaba una alternativa a la árida costumbre de lo «bien hecho»; la llamaba «soberanía del acontecimiento». Atención, porque ya la misma palabra «acontecimiento» podemos repetirla con mente y corazón «acostumbrados»; es decir, sin dejarnos «tocar».

La biografía de Péguy nos cuenta justo lo contrario. Él siempre se dejó tocar o, mejor dicho, «incomodar», como llegó a decir, con una intuición abismal, del Padre eterno: «Dios, amigo mío, se ha incomodado […] por mí».

Charles Péguy, nacido en un suburbio popular de Orléans, perdió a su padre a los pocos meses de edad. Este acontecimiento, que lleva el rostro de la ausencia, ahondó en él un profundo sentido de paternidad (tuvo cuatro hijos). «Es una responsabilidad tremenda (con nosotros mismos y con todos) traer hijos al mundo. Ahí se empieza a ver lo que es la vida».

De pequeño vio a su madre trabajando en casa con presteza y precisión y él desempeñó su labor de factótum de una revista con el mismo cuidado con que ella pulía las sillas y el pueblo del Medievo «tallaba la piedra de sus catedrales». «Corrijo las pruebas con una solicitud tan meticulosa que casi parezco ridículo, sobre todo cuando tantas atenciones no son suficientes para evitar alguna errata».

Con la ayuda de un inteligente director de escuela elemental (obligatoria), pudo ir al instituto (que no habría podido pagar) y se entusiasmó por la literatura, el teatro y el arte, manteniendo intacta su predilección por la lectura de los textos y su mirada a las obras tal como son (leer y mirar es un acontecimiento) en vez de fiarse de los comentarios. Intentadlo, mirad a vuestro alrededor en una exposición y ved si esta no es una decisión revolucionaria. El privilegio que se otorga a los comentarios es una característica del «mundo moderno», una de las grandes dianas polémicas de Péguy. «Todos los textos desaparecen sepultados bajo todos los comentarios, todos los textos vivientes yacen sin vida bajo la polvareda muda y bajo las cenizas del parloteo de las glosas».

El pequeño Péguy iba a catequesis en la parroquia, pero en la adolescencia abandonó la fe, una costumbre inútil. Otro sol asomaba en su horizonte: vivir y luchar para crear una «ciudad armoniosa», como hizo Juana de Arco en su Orléans. Dedica sus años universitarios a la batalla en defensa del inocente Dreyfus, a su adhesión al socialismo, a la fundación del «periódico de la verdad», es decir, la revista Cahiers de la Quinzaine a la que dedicaría toda su vida, al matrimonio como primera célula de la ciudad armoniosa.

También son acontecimientos los obstáculos y fracasos: los socialistas lo tratan como a un enemigo por su libertad de pensamiento, la revista sobrevive a duras penas, la relación con su mujer se enfría y se enamora de otra, muchos amigos le abandonan, su tercer hijo cae gravemente enfermo.

Y de fondo, silenciosamente, aflora otro acontecimiento: el Dios que había abandonado vuelve a ser interesante porque Péguy descubre que ese Dios, incomodándose, «se ha sacrificado» por él, es decir, ha compartido toda su humanidad. «La técnica propia del cristianismo consiste en una implicación singular, mutua, única, recíproca, imposible de deshacer, imposible de desmantelar, de lo temporal en lo eterno, y (pero sobre todo lo que más se suele negar) (algo que en efecto es lo más asombroso) de lo eterno en lo temporal». Tanto que «incluso Dios tuvo miedo de la muerte» (un verso de Corneille sobre el que Péguy escribió en Véronique, meditando sobre Jesús en el Huerto de los olivos).

Lo primero que hizo el treintañero Péguy después de recuperar la fe no fue cortar con los ideales que le habían movido hasta entonces, sino profundizar en ellos. «Nunca renegaremos ni de un átomo de nuestro pasado». Retoma la colosal obra teatral que había publicado a los 24 años, Juana de Arco, y empieza a «nutrirla» con las novedades que los acontecimientos de la vida le habían ido aportando mientras tanto. Sale así –estamos en 1910– El Misterio de la caridad de Juana de Arco, donde encontramos admirablemente descrita la fe católica en Cristo: «Él está aquí. Está aquí como el primer día». Las páginas sobre la pasión de Jesús impactaron tanto a don Giussani que las convirtió en contenido fijo de su propuesta del Via Crucis.

Péguy hubiera querido reescribir su obra juvenil por completo, pero los acontecimientos soberanos de su vida llevaron su atención a otros frentes, hacia otras batallas. Se trataba ante todo de despertar conciencias ante el engaño del «mundo moderno» que sustituye a la realidad tal como es –«terrosa experiencia, toda ella llena de la escoria y el fango de sus ciénagas»– por ideas, análisis, sistemas, estadísticas o cálculos; en último término por el dinero. Justamente El dinero (1913) será la advertencia más aguda que lance Péguy contra una cultura que hace de la cuantificación universal su punto de vista sobre todas las cosas; por ejemplo, sobre el trabajo, donde el minucioso cálculo de «quién debe hacer qué» asfixia cualquier creatividad posible. Eso es lo que ha conseguido el mundo moderno: antes, «en la mayoría de los lugares de trabajo se cantaba. Hoy se resopla».

Se trataba también de recordar a los cristianos –que en general entendían poco de este extraño personaje– cuál era su tarea en el «mundo moderno». En primer lugar, constatar un dato dramático. «Hemos visto formarse una sociedad nueva, si no una ciudad, después de Jesús, sin Jesús». Ante este dato, muchos cristianos «gruñen, murmullan, se quejan», se lamentan de la «maldad de los tiempos»; pero Péguy repite violentamente: «También eran malos los tiempos bajo los romanos; pero vino Jesús, y no perdió sus años en gemir e interpelar a la maldad de los tiempos; no incriminó al mundo, lo salvó». El pueblo que nació de Él camina en la historia con la fuerza de esta certeza. «El pecador tiende la mano al santo, da la mano al santo, porque el santo da la mano al pecador. Y todos juntos, uno por otro, uno tirando de otro, ascienden hasta Jesús, forman una cadena que sube hasta Jesús, una cadena de dedos inseparables».

La muerte sorprendió a Péguy a los 41 años, el primer día de la batalla del Marne. El acontecimiento cristiano le permitió mantenerse en pie ante las dificultades. Trabajó duro con la revista, permaneció fiel a su mujer, encomendó su hijo enfermo a la Virgen de Chartres con una peregrinación inolvidable y, antes de partir hacia el frente, intentó reconciliarse con todos sus enemigos.

No podemos olvidar que Péguy vivió esta sólida fe permaneciendo en el «pórtico» de la Iglesia porque, estando casado solo civilmente y negándose a obligar a su mujer a convertirse, no podía acceder a los sacramentos. ¿De dónde sacaba esa libertad tan llena de coraje? Del hecho de que, en ese pórtico, Péguy se encontraba en compañía de la «pequeña esperanza», esa «niñita de nada» que «avanza por el camino carnal, por el camino escabroso de la salvación entre sus dos hermanas mayores», la fe y la caridad. Es la pequeña quien arrastra a las mayores porque lo que vence la costumbre no es un esfuerzo intelectual sino «la pequeña Esperanza». Por el 150 cumpleaños de Péguy, podría ser un buen regalo la lectura de El pórtico del misterio de la segunda virtud.