Benedicto XVI durante unas vacaciones en los Alpes (©Eric Vandeville/akg-images/Mondadori Portfolio)

«El sentimiento de las cosas, la contemplación de la belleza»

«El verdadero conocimiento es haber sido golpeados por el dardo de la belleza que hiere al hombre, ser tocados por la realidad». Retomamos la intervención del entonces cardenal Ratzinger en el Meeting de Rímini 2002
Joseph Ratzinger

Cada año, en la liturgia de las Horas del tiempo de Cuaresma, me impacta de nuevo una paradoja que se encuentra en las Vísperas del lunes de la segunda semana del Salterio. Aquí, la una junto a la otra, hay dos antífonas, una para el tiempo de Cuaresma, la otra para la Semana Santa. Ambas introducen el Salmo 44, pero adelantan una clave interpretativa completamente contrapuesta. Es el Salmo que describe las bodas del Rey, su belleza, sus virtudes, su misión, y luego se transforma en una exaltación de la esposa. En el tiempo de Cuaresma el salmo tiene por marco la misma antífona que es utilizada por todo el restante período del año. Es el tercer versículo del salmo que recita: «Tú eres el más bello entre los hijos del hombre, sobre tus labios es difundida la gracia».
Es claro que la Iglesia lee este salmo como representación poético-profética de la relación nupcial de Cristo con la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello entre los hombres; la gracia difundida sobre sus labios indica la belleza interior de Su palabra, la gloria de Su anuncio. Así, no es simplemente la belleza exterior de la aparición del Redentor la que se glorifica: en Él aparece más bien la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo que nos atrae hacia sí y al mismo tiempo nos procura la herida del amor, la santa pasión (eros) que nos hace ir al encuentro, junto a la Iglesia y en la Iglesia Esposa, al Amor que nos llama. Pero el lunes de la Semana Santa la Iglesia cambia la antífona y nos invita a leer el Salmo a la luz de Is 53,2: «No tiene belleza ni apariencia; lo hemos visto: un rostro desfigurado por el dolor». ¿Cómo se entiende esto? El «más bello entre los hombres» es mísero de aspecto, tanto que no se le quiere mirar. Pilato lo presenta a la muchedumbre diciendo: «Ecce homo» para suscitar piedad para el hombre turbado y golpeado al cual no ha quedado alguna belleza exterior. Agustín, que en su juventud escribió un libro sobre lo bello y sobre lo conveniente y que apreciaba la belleza en las palabras, en la música, en las artes figurativas, percibió muy fuertemente esta paradoja y se da cuenta de que en este paso la gran filosofía griega de lo bello no venía simplemente expelida, sino más bien puesta dramáticamente en discusión: se tendría nuevamente que discutir y experimentar qué es bello, qué significa la belleza.
Refiriéndose a la paradoja contenida en estos textos él hablaba de «dos trompetas» que suenan contrapuestas y todavía reciben sus sonidos del mismo soplo, del mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es una contraposición pero no una contradicción. Ambas citas provienen del mismo Espíritu que inspira toda la Escritura, pero suena en ella con notas diferentes y precisamente de esta manera nos pone frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma. Del texto de Isaías emana ante todo la cuestión de la que se han ocupado los Padres de la Iglesia, si Cristo era pues bello o no. Aquí se esconde la cuestión más radical: si la belleza es verdadera, o si no es más bien la fealdad la que nos conduce a la verdad profunda de lo real. Quien cree en Dios, en el Dios que se ha manifestado precisamente en la apariencia alterada de Cristo crucificado como amor «hasta el final» (Jn 13,1), sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo doliente también aprende que la belleza de la verdad comprende ofensa, dolor y, sí, también el oscuro misterio de la muerte, y que solo puede ser encontrada en la aceptación del dolor, y no en ignorarlo.

Una primera conciencia del hecho de que la belleza tenga que ver hasta con el dolor está sin duda presente también en el mundo griego. Pensemos, por ejemplo, en el Fedro de Platón. Platón considera el encuentro con la belleza como esa sacudida emotiva saludable que hace salir al hombre de sí mismo, lo "entusiasma" atrayéndolo hacia algo distinto de sí. El hombre, dice Platón, ha perdido la perfección del origen tal como él lo concebía. Ahora está perennemente en busca de la forma primigenia sanadora. Recuerdo y nostalgia lo inducen a la búsqueda, y la belleza lo arranca fuera de la comodidad cotidiana. Le hace sufrir. Nosotros podríamos decir, en sentido platónico, que la flecha de la nostalgia golpea al hombre, lo hiere y de ese modo le da alas, lo eleva hacia lo alto. En el discurso de Aristófanes en el Simposio se afirma que los amantes no saben lo que realmente quieren el uno del otro. Por el contrario, resulta evidente que las almas de ambos están sedientas de otra cosa que no sea el placer amoroso. Pero el alma no logra expresar esa "otra cosa", «solo tiene una vaga percepción de lo que realmente quiere y se dirige a sí misma como un enigma». En el siglo XIV, en el libro sobre la vida de Cristo del teólogo bizantino Nicolás Cabasilas se encuentra esta experiencia de Platón, donde el objeto último de la nostalgia continúa quedando sin nombre, transformado por la nueva experiencia cristiana. Cabasilas afirma: «Hombres que llevan dentro un deseo tan potente que supera su naturaleza, y ellos anhelan y desean más de cuanto al hombre le sea consentido aspirar, estos hombres han sido golpeados por el propio Esposo; Él mismo ha enviado a sus ojos un rayo ardiente de su belleza. La amplitud de la herida ya revela cuál es la flecha y la intensidad del deseo deja intuir Quién es aquel que ha disparado el dardo».

La belleza hiere, pero justamente así vuelve a llamar al hombre a su Destino último. Esto que afirma Platón y, más de 1.500 años después, Cabasilas no tiene nada que ver con un esteticismo superficial ni con el irracionalismo, con la huida de la claridad o de la importancia de la razón. La belleza es conocimiento, ciertamente, una forma superior de conocimiento porque golpea al hombre con toda la grandeza de la verdad. En esto Cabasilas sigue siendo enteramente griego, pues sitúa el conocimiento al inicio. «El origen del amor es el conocimiento –afirma– y el conocimiento genera amor». «Ocasionalmente –prosigue– el conocimiento podría ser tan fuerte que procura al mismo tiempo el efecto de un filtro de amor». No deja esta afirmación en términos generales. Como es característico en su riguroso pensamiento, él distingue dos tipos de conocimiento: el conocimiento a través de la instrucción, que queda como conocimiento, por así decir, "de segunda mano" y no implica ningún contacto directo con la realidad misma. El segundo tipo, al contrario, es conocimiento a través de la propia experiencia, a través de la relación con las cosas. «Por lo tanto, mientras no tengamos experiencia de un ser concreto, no amamos el objeto tal como debería ser amado». El verdadero conocimiento es haber sido golpeados por el dardo de la Belleza que hiere al hombre, ser tocados por la realidad, «por la Presencia personal del mismo Cristo», como él dice. El ser golpeados y conquistados a través de la belleza de Cristo es un conocimiento más real y más profundo que la mera deducción racional. Ciertamente, no debemos subestimar el significado de la reflexión teológica, del pensamiento teológico exacto y riguroso, que es absolutamente necesario. Pero desdeñar o rechazar el golpe provocado por la correspondencia del corazón en el encuentro con la belleza como verdadera forma del conocimiento, nos empobrece y vuelve árida la fe, así como la teología. Debemos recuperar esta forma de conocimiento, es una exigencia urgente de nuestro tiempo.

A partir de esta concepción, Hans Urs von Balthasar edificó su magna obra Estética teológica, de la que muchos detalles han sido recibidos en el trabajo teológico, mientras su impostación de fondo, que constituye verdaderamente el elemento esencial de todo el conjunto, no ha sido acogida en absoluto. Bien mirado, este no es solo, o mejor, no es principalmente un problema de la teología, sino también de la pastoral que debe favorecer nuevamente el encuentro del hombre con la belleza de la fe. Los argumentos caen a menudo en el vacío porque en nuestro mundo demasiadas argumentaciones contrapuestas concurren unas con otras, tanto que el hombre tiende a pensar espontáneamente algo que los teólogos medievales formulaban así: la razón «tiene una nariz de cera», es decir, puede ser dirigida, si somos lo bastante hábiles, en todas las direcciones. Todo es tan sensato y convincente que ¿de quién debemos fiarnos? El encuentro con la belleza puede convertirse en el golpe de un dardo que hiere el alma y de este modo le abre los ojos, tanto que el alma ahora, partiendo de la experiencia, adquiere criterios de juicio y también es capaz de valorar correctamente los argumentos. Recuerdo una experiencia inolvidable para mí en un concierto de Bach dirigido por Leonard Bernstein en Múnich después de la prematura desaparición de Karl Richter. Estaba sentado al lado del obispo evangélico Hanselmann. Cuando la última nota se apagó triunfalmente, dirigimos espontáneamente la mirada del uno al otro e igual de espontáneamente dijimos: «Quien ha escuchado esto sabe que la fe es verdadera». En aquella música se percibía la fuerza tan extraordinaria de una Realidad presente que uno se daba cuenta, sin necesidad de hacer deducciones sino a través del impacto del corazón, de que eso no podía tener su origen en la nada, que solo podía nacer gracias a la fuerza de la Verdad que se hacía presente mediante la inspiración del compositor. ¿Acaso no es la misma evidencia quizá que cuando nos dejamos conmover ante el icono de la Trinidad de Rublev? En el arte de los iconos, como también en las grandes obras pictóricas occidentales del románico y del gótico, la experiencia descrita por Cabasilas, partiendo de la interioridad, se ha hecho visible y partícipe. Pavel Evdokimov mostraba intensamente el recorrido interior que supone un icono. El icono no es simplemente la reproducción de algo que es perceptible por los sentidos, sino más bien presupone, como él afirma, un «ayuno de la vista». La percepción interior debe librarse de la mera impresión de los sentidos y, mediante la oración y la ascesis, adquirir una nueva y más profunda capacidad de ver, dar un paso desde lo meramente exterior hacia la profundidad de la realidad, de modo que el artista vea lo que los sentidos en sí no ven pero también lo que aparece en lo sensible: el esplendor de la gloria de Dios, la «gloria de Dios sobre el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6). Admirar iconos, y en general los grandes cuadros del arte cristiano, nos conduce por una vía interior, una vía de superación de uno mismo y por tanto, en esa purificación de la mirada, que es una purificación del corazón, nos revela la Belleza, o al menos un rayo de ella. Precisamente de esta manera nos pone en relación con la fuerza de la verdad. Ya he afirmado muchas veces esta convicción mía de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad, contra cualquier negación, reside por un lado en los santos y por otro en la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe pueda crecer, debemos conducirnos, nosotros mismos y a los hombres con los que nos encontramos, al encuentro de los Santos, a entrar en contacto con lo Bello.

Pero ahora debemos responder todavía a una objeción. Ya hemos rechazado la afirmación de que lo dicho hasta ahora sea una fuga a lo irracional, al mero esteticismo. Lo verdadero es más bien lo opuesto: así es justamente como la razón se ve liberada de su entorpecimiento y crece su capacidad de acción. Hoy tiene más peso otra objeción: el mensaje de la belleza es puesto completamente en duda mediante el poder de la mentira, la seducción, la violencia y el mal. ¿La belleza puede ser auténtica o al final no es más que una ilusión? ¿Acaso la realidad no es en el fondo malvada? El miedo a que, al final, el dardo de lo bello no nos conduzca a la verdad, sino que la mentira, lo feo y vulgar constituyan la verdadera "realidad" es algo que ha angustiado a los hombres de todos los tiempos. En el presente encuentra su expresión en una afirmación que dice que después de Auschwitz no se habría podido hacer más poesía, después de Auschwitz no se habría podido seguir hablando de un Dios bueno. Es la pregunta: ¿dónde estaba Dios cuando funcionaban los hornos crematorios? Ahora esta objeción, para la que existían motivos suficientes incluso antes de Auschwitz, con todas las atrocidades de la historia, indica en todo caso que no basta con un concepto puramente armonioso de la belleza. No resiste al enfrentarse con la gravedad de situaciones que ponen en tela de juicio a Dios, la verdad y la belleza. Apolo, que para el Sócrates de Platón era «el Dios» y garante de la belleza imperturbable como «lo verdaderamente divino», ya no es suficiente. De este modo volvemos a las «dos trompetas» de la Biblia con las que empezábamos, a la paradoja de poder decir de Cristo tanto «Tú eres el más bello entre los hijos del hombre», como «no tiene apariencia ni belleza… su rostro está desfigurado por el dolor». La pasión de Cristo no elimina la estética griega, tan digna de admiración por su presentido contacto con lo divino, que aún permanece como algo indecible, sino que la supera. La experiencia de lo bello adquiere una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado golpear en el rostro, escupir encima, coronar de espinas – la Sábana Santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera impactante. Pero justo en ese rostro tan desfigurado aparece la auténtica belleza extrema: la belleza del amor que llega "hasta el final" y que, precisamente así, se revela más fuerte que la mentira y que la violencia. Quien ha percibido esta belleza sabe que es la verdad, y no la mentira, quien tiene la última palabra del mundo. No es “verdad” la mentira, sino justamente la verdad. Podríamos decir que un nuevo truco de la mentira es presentarse como "verdad" para decirnos: «más allá de mí, en el fondo, no hay nada; dejad de buscar la verdad o amarla incluso, pues así vais por el camino equivocado». El icono de Cristo crucificado nos libera de este engaño tan extendido hoy. Sin embargo, ella pone como condición que nos dejemos herir con Él y creamos en el amor, que puede arriesgarse a prescindir de su belleza exterior para anunciar, de esa manera precisamente, la verdad de la Belleza.

Pero la mentira también conoce otro truco: la belleza engañosa, falsa, una belleza deslumbrante que no saca a los hombres de sí mismos para abrirlos al éxtasis y elevarse hacia lo alto, sino que los aprisiona totalmente en sí mismos. Esa belleza que no despierta la nostalgia de lo indecible, la disponibilidad para la ofrenda, el abandono de sí, sino que despierta el ansia y la voluntad de poder, de posesión, de placer. Ese es el tipo de experiencia de la belleza de que habla el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era «bello» para comer y era «agradable a los ojos». La belleza, tal como ella la experimenta, despierta sus ganas de poseer, la hace doblegarse a sí misma. ¿Quién no reconoce, por ejemplo en la publicidad, esas imágenes que con extrema habilidad están hechas para tentar irresistiblemente al hombre a apoderarse de cualquier cosa, a buscar la satisfacción momentánea en vez de abrirse a otra cosa? Así el arte cristiano se encuentra hoy (y quizás ya desde siempre) entre dos fuegos: debe oponerse al culto de lo feo, que nos dice que cada cosa, cada belleza, es un engaño y solo la representación de lo que es cruel, bajo y vulgar sería la verdad, la verdadera iluminación del conocimiento. Y debe contrarrestar esa belleza engañosa que hace al hombre cada vez más pequeño, en vez de hacerlo grande y que justo por eso es mentira.

¿Quién no conoce la tan citada frase de Dostoievski: «La Belleza nos salvará»? Pero en la mayor parte de los casos se nos olvida recordar que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si nosotros lo conocemos ya no solo de palabras sino porque hemos sido golpeados por el dardo de su paradójica belleza, entonces tenemos verdaderamente conocimiento Suyo y sabemos de Él no solo por lo que otros nos dicen. Por tanto, hemos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada nos puede llevar más al contacto con la belleza del mismo Cristo que el mundo de lo bello creado por la fe y la luz que resplandece en el rostro de los Santos, a través de la cual se hace visible Su misma Luz.