Nagai entre los escombros de la bomba atómica en 1945 (©Familia Nagai/Museo de la Memoria de Takashi Nagai en Nagasaki)

Takashi Nagai. «Algo que no muere»

El padre Lepori ha hablado de él en los Ejercicios de la Fraternidad. Algunos fragmentos del “diario de guerra” del radiólogo japonés en el frente chino. Y su camino de conversión en el desierto causado por la bomba atómica
Paola Marenco*

Es innegable que ante la guerra no basta nuestra oscilación entre la reacción instintiva por parar la violencia de “cualquier” manera y una tendencia inconfesable a borrar esa amenaza de nuestra vida, acostumbrada a una cierta seguridad. Entre nosotros, los que han tenido la fortuna de tener verdaderos amigos con los que mirarse a sí mismos hasta el fondo pueden reconocer que el problema fundamental para el mundo y para la vida de todos los hombres sigue siendo saber quién soy y a quién pertenezco. De ahí nace una caridad real, con la oración, el ayuno y el ofrecimiento implorando a Dios que tenga piedad por el mal que todos podemos cometer.
Releo la autobiografía de Takashi Nagai, Ciò che non muore mai (Algo que nunca muere, ndt.), escrita en tercera persona, y cobra una sorprendente actualidad. El radiólogo japonés se había convertido hacía poco del materialismo al cristianismo gracias a su encuentro con la preciosa tradición de los cristianos escondidos y con con Midori (la que será su mujer, que morirá, rezando, carbonizada por la bomba atómica) cuando le envían como médico a la guerra de China en 1937. Escribe:

Cada niño que veo me recuerda a mis hijos, cada mujer me recuerda a mi esposa, cada anciano me lleva a pensar en mi padre. Aunque hablen una lengua distinta y lleven ropa diferente, ¿acaso no son iguales que cualquier japonés? ¿Con la misma bondad de corazón y con los mismos pensamientos que cualquier otro? En la vida, cuando nos encontramos cara a cara con otra persona, uno contra uno, aunque estemos enfadados y nos odiemos mutuamente, nunca acaba como cuando nos enfrentamos un grupo contra otro grupo o un pueblo contra otro pueblo y el odio nos lleva a matarnos unos a otros. Si cuando estamos cara a cara, sabemos que matarnos unos a otros es un crimen gravísimo, ¿por qué nos parece de justicia masacrarnos en grupo? “La guerra justa”, “la guerra por la paz”. ¿Acaso hay algo de verdad en esta manera de hablar?

Cuando se encuentra con enemigos chinos en una iglesia católica que acoge a niños, mujeres y ancianos, y entra a rezar su rosario, apunta:

Takashi empezó a agitar en el aire su rosario y el efecto fue inmediato. Las voces de los niños se alzaron y las mujeres empezaron a sonreír, sorprendidas y llenas de alegría por el hecho de que, incluso entre esos horribles diablos del este que eran sus enemigos, hubiera católicos. Takashi entró en la iglesia e hizo su primera comunión después de muchos meses.
Agradeció la gracia que le había permitido sobrevivir hasta ese día, rezó por las almas de los miles de jóvenes caídos en el frente en los montes Taihang, cuyos cuerpos sin vida estaba ahora allí, tendidos en la hierba cubierta por el rocío otoñal, e imploró que pronto el mundo pudiera volver a la paz. Movidos por la curiosidad, niños, mujeres y ancianos entraron en la iglesia y, al ver a Takashi que rezaba, fueron a arrodillarse a su alrededor y empezaron a entonar las letanías de la Virgen María. La belleza de aquel coro de corazones que rezaban al unísono hizo que Takashi estallara en lágrimas. Fue en ese momento cuando intuí de manera patente que los pueblos de todo el mundo podían estar unidos. Solo en torno a Cristo, capaz de generar esa unidad en el amor, era posible detener una guerra tan incomprensible como aquella, una locura por la que hombres extraños, que habitaban a miles de kilómetros de distancia unos de otros, se odiaban y se mataban mutuamente.


Un día que se encontraba mal, un soldado arriesgó su vida entre los disparos para llevarle algo de comer y entonces Takashi, cuando lo vio llegar, rompió a llorar tomando el cuenco de sus manos:

Kawahara había vagado solo, desde el mediodía del día anterior, corriendo a través del fuego cruzado entre dos ejércitos, agarrando en sus manos ese cuenco de arroz, sin dejar caer ni un grano, solo para ir en busca de Takashi. Qué inmenso bien que Kawahara no hubiera muerto, si le hubieran matado, ¿por qué y por quién habría dado su vida? Sin duda, no por el emperador ni por su nación. ¿Habría muerto por el dolor de muelas de Takashi? ¿O acaso por ese precepto del amor fraterno que dice: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”? Los soldados iban allí a morir por el emperador y por su patria, no por sus amigos. Por ese motivo, el corazón de Kawahara impactó tan profundamente a Takashi.

Takashi atendía a todos los heridos, tanto japoneses como “enemigos”.

En la sala de primeros auxilios del equipo de Takashi, los soldados heridos de ambos ejércitos, lejos ya de la primera línea de batalla, yacían lado a lado, sin distinción entre amigos o aliados. Aunque no lograran comunicarse con palabras, sufrían las mismas penas y sentían las mismas emociones, intercambiaban cigarrillos y compartían una mandarina a medias… Mientras los atendía, Takashi pensaba para sus adentros: – ¿Por qué razón el Estado Mayor y el gobierno habrán decidido en sus despachos declarar esta guerra y mandar a combatir al frente a estos jóvenes que no sienten ningún odio unos por otros?

Al acabar de atender a los heridos, uno de los suyos le llevó un gran pomelo que quiso compartir con un soldado prisionero. El hombre se puso muy contento y empezó a comer con gusto.

¿Quién sabe de dónde será este joven de aspecto tan honesto? ¿Quién sabe cómo se ganaba la vida? ¿Y cómo se llamará? Y ahora, aquí estamos compartiendo un pomelo. ¿Pero por qué motivo estábamos luchando este hombre y yo hasta hace muy poco para matarnos? ¿Qué es lo que debería odiar de este desconocido? He recorrido miles de kilómetros por mar y montaña para llegar hasta aquí. Hemos nacido a miles de kilómetros de distancia y hasta ahora no habíamos tenido ningún contacto el uno con el otro. Hace solo un instante, uno de nosotros debería haber muerto. Sin embargo, quién sabe cómo, no ha muerto ninguno de los dos y estamos aquí compartiendo un pomelo. Es realmente extraño. No logro entender el sentido de la guerra. El pomelo estaba delicioso. Tenía el sabor de una fuente de vida, con el aroma de un jugo que embriagaba la garganta. El soldado levantó la mirada. Su rostro era el de un hermoso joven. Takashi sonrió y el otro también sonrió. Nunca en su vida había visto la sonrisa de un amor tan profundo.

Pero entonces, ¿por qué merece la pena dar la vida, se preguntaba?

Rezaba pidiendo que su muerte no fuera llamativa, de esas que acaban en las páginas de los periódicos, sino silenciosa y cargada de significado. Se preguntaba por qué valía la pena dar la vida y con el paso del tiempo cambió su opinión al respecto. Al principio afirmaba querer morir por la patria pero, estando allí en el campo de batalla, se dio cuenta cada vez más de que nada era menos realista que aquella afirmación... Llegó a entender que uno hombre tan pequeño como él no podía hacer discursos altisonantes por la patria, y que al final era bueno dar la vida por un pequeño amigo, por uno de esos pobres soldados heridos.

Después de tres años de guerra, volviendo a su casa en Japón, pensaba:

¿Qué sentido tenía aquella guerra? Al final no lo había entendido. Pero sintió en su corazón un cierto alivio pensando en todas las vendas, una a una, con que pudo dar algo de consuelo a tantos heridos. Rezó por todos esos hombres, pidió que sus heridas se curaran pronto.

Cinco años más tarde, la bomba atómica arrasa Nagasaki.
Caminando por las cenizas del desierto provocado por aquella tragedia que acabó con sus hermanos, amigos, alumnos, investigaciones, ciudades y corazones, Takashi supo que la razón y la fe le impedían seguir viviendo sin buscar un sentido. Había que separarse de lo efímero para aferrarse a algo que nunca muera y emprende así el camino de una buscada pobreza material y espiritual que le llevará a convertirse para todo su pueblo en anuncio visible de esa esperanza que permite recuperar el gusto de la vida y el coraje de reconstruir. Así concluye su libro, en enero de 1948:

Lo que debía perecer, había perecido. Lo que debía morir, había muerto. El fruto de todo lo que había construido y conseguido a lo largo de los años había quedado reducido a un montón de cenizas porque su naturaleza estaba destinada a morir. Cuando se dio cuenta de que había dedicado toda su vida a trabajar en algo que al final acabaría en cenizas, se derrumbó. ¡No podía soportar una vida sin sentido! Debía encontrar algo que no pereciese. Debía aferrarse a algo que nunca muere. El tiempo pasa, el espacio se desvanece, los seres vivos mueren pero nosotros debemos vivir la vida de tal modo que permanezca algo que no perece, que no muere. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Había comprendido que lo que trasciende el tiempo y el espacio y permanece para siempre es la Palabra de Jesucristo que es Dios. La vida en su Palabra, la vida con su Palabra, la vida que ama a Dios y es amada por Dios, la vida sobrenatural, la vida del espíritu: esa es la verdadera vida que un hombre debe vivir. Él lo había perdido todo, pero estaba entrando en su nueva vida, buscando algo que nunca podría perder. En una cabaña instalada en medio del páramo atómico azotado por el viento, con dos niños pequeños en brazos y un cuerpo que ya no podía mover como quería, Takashi podía decir, increíblemente, que “guiaba su vida hacia el fulgor”.

Unos años más tarde, después de vivir, enfermo, en esa cabaña de dos metros por dos, recibiendo y dando esperanza a miles de personas, reconocía que había un sacrificio que aún faltaba en todos los sufrimientos que ya había padecido ese pueblo, como escribe en sus Pensamientos desde Nyokodo:

A partir de hoy, debemos hacer una sincera auto-reflexión y ofrecer otro nuevo sacrificio, mayor que el de la bomba atómica. Es el día de una nueva oración, el sacrificio del cambio de nosotros mismos, de cada uno. Hoy que el mundo se encuentra en esta situación, merece la pena comenzar un auténtico movimiento por la paz, con justicia, paciencia y amor, con humildad y determinación.

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Avanzando en esta conversión, su rostro cada vez más alegre mostraba a todos la belleza escondida en cada cosa, tal como expresan sus increíbles palabras:

Lo primero que pienso todas las mañanas, nada más despertar, es que soy feliz. Hoy vuelvo a estar vivo. Hoy vuelvo a tener que trabajar […] Aunque solo sea capaz de usar mis manos y mi cabeza, me encuentro lleno de entusiasmo como si fuera un colegial por la mañana, preparado para ir de excursión. Es una conquista de estos últimos tiempos el hecho de sorprenderme todas las mañanas, en mi lecho, lleno de esta expectativa de alegría ante el día que empieza. Me descubro con un corazón de niño.

Así nos testimonio ese camino de amistad con Dios que él descubrió y experimentó en medio del desierto causado por la bomba atómica. Durante este tiempo, en misa, delante del crucificado, he pensado muchas veces lo extraña o al menos misteriosa que resulta la Cruz. Cuántas veces hemos dicho que Jesús no vino a cambiar el imperio romano sino a hacer el cristianismo.
Takashi me ayuda a entender mejor que mi tarea en este momento tan dramático para los que más sufren no cambia pero hace más urgente la conciencia de todos mis gestos cotidianos. Mi tarea consiste en el sacrificio de mi conversión, para que Cristo pueda generar una humanidad nueva, una presencia capaz de tocar y cambiar otras vidas, como nos testimonia Takashi.
Nuestra responsabilidad no es otra que ese trabajo atento, tierno y apasionado sobre nosotros mismos, que es el camino hacia nuestra santidad.
*médico y miembro del Comité de Amigos de Takashi y Midori Nagai - www.amicinagai.com