Pier Paolo Pasolini, Roma, 1967. (Foto: Franco Vitale/Reporters Associati & Archivi/Mondadori Portfolio)

«Para entender los cambios de la gente, hay que amarla»

El 5 de marzo de hace cien años nacía Pier Paolo Pasolini. «En este momento soy apocalíptico, es decir, veo ante mí un mundo doloroso y cada vez más desagradable. No tengo esperanza». Pero nunca se resignó ni dejó de escribir… ¿Por qué?
Simone Invernizzi

«Durante un tiempo, en mi juventud creí en la revolución (...). Ahora empiezo a creer un poco menos. En este momento soy apocalíptico, es decir, veo ante mí un mundo doloroso y cada vez más desagradable. No tengo esperanza, así que ni siquiera sueño con un mundo futuro».
Así respondía Pier Paolo Pasolini a Enzo Biagi, que en una entrevista publicada en 1971 le preguntó: “¿con qué mundo sueña?”. Y siguió, ahondando en la herida: «La palabra esperanza está completamente borrada de mi vocabulario».

En los últimos años de su vida –morirá el 2 de noviembre de 1975– a Pasolini se le veía cada vez más apagado y desilusionado. Veía signos de una “mutación antropológica” que, como una enfermedad mortal, se abatía sobre su país, que salía más rico después del boom económico, pero más vacío, sin alma.
«Al pasear por la calle impresiona la uniformidad de la muchedumbre», escribe en sus Escritos corsarios, libro de 1975 que recoge algunos de sus artículos de prensa. Ve un auténtico “genocidio cultural” que afecta sobre todo a los jóvenes, con ese «afán degradante de ser iguales a los demás cuando se trata de consumir, de ser felices, de ser libres». Pero se trata de una igualdad falsa, exterior y no interior, construida en torno a formas preestablecidas y modelos de vida impuestos por el nuevo poder de la civilización del consumo, mediante la violencia homologadora de la propaganda televisiva y la moda: rostros tristes, llenos de angustia, y «nunca la diversidad ha sido una culpa tan espantosa como en este periodo de tolerancia» (Escritos corsarios, 11 de julio de 1974).

Son páginas muy conocidas, que probablemente oiremos más veces a lo largo de este año en que se celebra el centenario del nacimiento –5 de marzo de 1922– de uno de los mayores intelectuales italianos. Pasolini fue de los primeros en denuncias las consecuencias inhumanas del progreso, la violencia silenciosa de la «ideología hedonista» y su tolerancia represiva, que ya fue teorizada por Marcuse. Son páginas muy actuales, pues la globalización no ha hecho más que exasperar estas dinámicas, y porque la violencia de la ideología hoy se expresa de la manera más trágica, como vemos.

Pasolini carece de esperanza, pero sigue escribiendo hasta sus últimos días. No se calla resignado. ¿Por qué? ¿Cómo llega a denunciar esa homologación sin ser arrastrado por ella? ¿Qué le permite indicar algo que nadie parecía ver? ¿Y sentir con dolor algo que todos parecían aceptar? Sin duda, no una ideología, ni la pertenencia a una iglesia o a un partido porque él, comparándose con san Pablo, se describe así: «Siempre me he caído del caballo. Nunca he montado con valentía en mi silla (como tantos poderosos o míseros pecadores). Siempre me he caído, con un pie enganchado en el estribo (...). No puedo subirme al caballo de los judíos y los gentiles, ni caer del todo en tierra de Dios» (Carta a Giovanni Rossi, 27 de diciembre de 1964, en Cartas 1955-1975).

«Siempre me he caído del caballo». La vida de Pasolini está atravesada por una inquietud lacerante, una sensación de exilio perenne, «sin morada», como confiesa en su visionario Poema para un verso de Shakespeare, donde escribe en mayúsculas, como si quisiera gritar. Una soledad existencial que traza maravillosamente en una página de La Divina Mimesis, una reescritura incompleta de la Divina comedia de Dante. En su segundo canto, Pasolini-Dante avanza por una pequeña ciudad de la periferia, «donde la luz de la noche caía como un temporal».

Una «desproporción increíble entre este pequeño yo y todo el resto del mundo» es lo que plasma la mirada del poeta Pasolini hacia las cosas y las personas, tan amadas como inalcanzables. Sus ojos, cargados de nostalgia, ven más a fondo, más allá de la apariencia. «Siempre veo las cosas como un poco milagrosas», confiesa a Biagi en dicha entrevista, «tengo una visión, de manera siempre informe, no confesional, en cierto modo religiosa, del mundo». Se trata de «una especie de veneración que me viene de la infancia, de una necesidad irresistible de admirar la naturaleza y la humanidad, de reconocer profundidad allí donde otros solo perciben la apariencia exánime y mecánica de las cosas».

De esta mirada “religiosa” nace un juicio agudo y cargado de piedad. «Para entender los cambios de la gente, hay que amarla» (Escritos corsarios, 1 de febrero de 1975). El “corazón” se rebela ante los mecanismos aparentemente imparables del Poder. Eso es lo que permite a Pasolini advertir la tragedia del consumismo no con la distancia propia del intelectual, sino “en propia piel”.