«Hechos de lo que ven»

Casi un calco de la realidad. Rostros, manos, miradas que «nunca se cansarían de mirar lo que tienen delante». En el Cartel de Navidad, la Adoración de los pastores de Matthias Stomer
Giuseppe Frangi

Los pastores, los primeros. Ellos fueron testigos inmediatos de lo que había sucedido durante la noche en una de las grutas de los alrededores de Belén, grutas muy familiares para ellos, pues solían usarlas como establos. No dudaron en dar crédito al ángel que se les apareció. De hecho, como cuenta Lucas, «fueron corriendo». Fueron y encontraron. No podían saber, no podían entender, como dice don Giussani a propósito de Juan y Andrés. Pero lo que tenían ante sus ojos no necesitaba explicación. «Tenían delante algo que era como un paraíso».

Cuántas veces han intentado imaginar los artistas ese instante de adhesión inmediata a la realidad que se manifestaba ante los pastores de manera tan marginal pero a la vez tan desbordante. Un desafío nada obvio. Resulta más sencillo constatar la llegada de los Magos ante la presencia del Niño. En su caso hay más asideros, como la solemnidad del cortejo, el boato de sus ropajes, los regalos tan cuidadosamente pensados y confeccionados. Con los pastores no hay nada de eso. Los únicos ingredientes con los que contar para la reconstrucción visual de aquella noche son su sencillez y su asombro. Los pastores representan el triunfo de lo “poco”.



No es casual que en dos siglos tan cargados de certezas intelectuales como el XV y el XVI, los artistas tendieran a reducir este sorprendente vuelco de las jerarquías sociales a un hermoso cuento un poco edulcorado. En el XVII, siglo inquieto y complicado, los artistas recuperaron en cambio una identificación instintiva con esa situación que documenta el Evangelio de Lucas. Es Caravaggio quien abre el camino con una obra maestra que pintó en 1609 para la iglesia de Santa María de la Concepción en Messina (custodiada actualmente en el Museo Regional de la ciudad). Una Natividad pobre, una Natividad en el suelo, despojada de todo oropel, marcada por el ímpetu de los pastores que apenas pueden contener su asombro y su afecto, inclinándose ante María y el Niño. El XVII es también el siglo de un artista fascinante cuya identidad se desconoce, pero al que se ha clasificado como el maestro del Anuncio a los pastores, pues se especializó en este tema.

También es el siglo de Matthias Stomer, artista de origen holandés que trabajaba en Italia, entre Roma, Nápoles y Sicilia, a partir de 1630. Stomer es un discípulo de Caravaggio de la última generación, a ultranza, puro y duro, obediente al estilo de su revolucionario maestro incluso cuando el viento parecía soplar en otras direcciones. Como escribió Roberto Longhi con una claridad impagable, Stomer es uno de los que permanecen obstinadamente aferrados a la gramática de Caravaggio incluso cuando ya «era inminente la expiración del barroco y la triunfante Roma de la Contrarreforma ya no tenía ojos».

Nuestro artista, en vez de mediar con el espíritu de los tiempos, radicalizó su estilo. Lo hizo más sencillo y objetivo, hasta el punto de dar forma casi a un hiperrealismo caravaggesco. Pagó el precio que le supuso tener que desplazar su radio de acción lejos del que era el centro del mundo, Roma, para trabajar sobre todo en Sicilia y luego también en Lombardía. La Adoración de los pastores es naturalmente el tema donde se le reconoce con más convicción, de hecho realiza hasta ocho versiones, contando solo las que han llegado hasta nosotros, con diversas variantes. En esta, custodiada en el Museo del Palacio Madama de Turín, Stomer parece hacer de su pintura casi un calco de la realidad. Los rostros, las manos, tienen una exactitud que llega de manera inmediata a nuestros ojos. Hablan con la mirada de quien nunca se cansaría de mirar lo que tiene delante. Hablan con sus manos, que adoptan gestos de conmovedora devoción, tratando de contener el asombro por lo que han encontrado. La luz que irradia el Niño exalta su manera de estar allí, sin aspavientos. No solo están mirando ese «pedazo de paraíso». Lo que están mirando se convierte, de hecho, en su misma consistencia. Están hechos de lo que están viendo.