János Pilinszky (Foto Eifert János/Wikimedia)

Pilinszky. Una invitación a descifrar el Destino

Latido de la vida, caja de resonancia existencial o vocación. Así es la poesía del húngaro János Pilinszky. Al cumplirse cien años de su nacimiento, un breve viaje por su historia y sus versos
Antonio Molteni

Este año se celebra el centenario del poeta húngaro János Pilinszky, que nació en Budapest el 27 de noviembre de 1921, de madre alemana y padre polaco.
Vivió con gran discreción su vida privada, bajo el régimen comunista, totalitario y ateo, donde profesar la fe o dejarla “supurar” por la poesía implicaba, por un lado, la censura y el aislamiento, pero por otro un testimonio intenso y perturbador que atravesaba el Telón de acero.
Estudió con los escolapios y luego fue a la facultad de Filosofía en la Universidad Pazmany Peter, donde estudió historia del arte y literatura húngara, pero tuvo que abandonar la carrera en 1944 debido a la guerra.
Desde muy joven se acercó a los textos de Endre Ady, Babits, Kosztolànyi, grandes poetas de principios del siglo XX. Durante su madurez le acompañaron otros poetas de la segunda generación, como Jòzsef, Illyès y Weores. También le influyeron las obras de Simone Weil, escritora francesa nacida en París en 1909, que se convirtió al cristianismo en 1938.
Pilinszky murió en la capital húngara en 1981.

Para él, la poesía es vocación, es decir, respuesta a una llamada, e interpela al lector sobre las cuestiones fundamentales de la vida y del destino de cada persona que busque el significado de su existencia y del mundo. Siente la poesía como el latido de la vida, la caja de resonancia de su existencia.

En 1970 publica el libro Nagyvarosi Ikonok (Iconos de la metrópoli), con el que se impone definitivamente ante la atención del público. Este volumen reúne todas sus poesías anteriores: 1945 Trapéz és Korlat (Trapecio y barras); 1959 Harmadnapon (Al tercer día). Se trata de su primera etapa poética, cuyas palabras son una denuncia de la condición humana, de la angustia que atenaza su corazón, que se pierde entre los interrogantes de la vida y el dolor que le provoca la cercanía del otro. La vida es nacer y morir, pero el intervalo consiste en un proceso de cumplimiento interior, lleno de dramaticidad, del destino del hombre que espera su cumplimiento final, la felicidad eterna, como una agonía perenne.

Pilinszky conoció la guerra y los campos de concentración, y su sensibilidad registró la secuencia alucinante de los hechos de aquel periodo, en el que tuvo un papel protagonista como soldado húngaro en los campos de exterminio nazis. Lo que intenta el poeta no es ante todo denunciar el nazismo, sino leer el destino eterno de la persona, que en esa coyuntura histórica se expresaba como una humillación del género humano, un pecado histórico en el que hubo víctimas y torturadores.
El poema Harbach 1944 es la imagen fílmica de un grupo de prisioneros que arrastran un carro que lleva encima toda la cruda realidad del sufrimiento y la contradicción, pero nunca se percibe desesperación ni rebelión. Ni siquiera la imagen de la muerte en la última estrofa se presenta de manera trágica sino como el pacificador hecho concreto de «olfatear el pesebre del cielo», donde por fin los prisioneros podrán saciarse y alimentarse de amor y de justicia.

Para Pilinszky, el pasado no es un recuerdo sino una presencia que «exige su corazón», como recita su poema El prisionero francés. Aquí volvemos a asistir a una escena muy viva. Este prisionero se arrastra por un rincón y, tras comprobar que no hay nadie alrededor, me pone a comer un nabo robado. Es visible el encuentro entre el placer de comer y el malestar de los sentidos, que ya han perdido la costumbre de alimentarse. Un tremendo conflicto corporal que es símbolo del espiritual que atenaza al poeta.
Todo el escándalo histórico de la experiencia de la guerra le lleva a recorrer las estaciones del Via Crucis. La humanidad inocente es la que lleva la cruz, pero es el camino obligado que debe recorrer para llegar a la resurrección.

En un ensayo titulado El destino de la imaginación creadora en nuestra época, Pilinszky afirma que «nuestra fe no puede permanecer de ninguna manera ajena frente a esa debilidad mortal a la que solo el Dios de la derrota puede ofrecer remedio, esa derrota humana, pública, donde casi originariamente se comprendía la contrapartida divina de la resurrección con una intimidad incomparable». La paz es esencialmente tocar con la mano esa “contrapartida de la resurrección”, es sentirse vencedores cuando a los ojos de todos parecemos los derrotados.

En otro importante ensayo titulado En lugar de una Ars poética, Pilinszky escribe que «el Dios exiliado tras los hechos, de vez en cuando, empapa en sangre el tejido de la historia. La mancha que deja es infinitamente insignificante y es un problema si no logramos descubrirla. Si es posible hacer una distinción, el silencio sobrevenido entre nosotros no interesa tanto a la poesía sino que compromete al propio poeta, exigiendo la totalidad de su vida, y no es posible no responder a esa invitación, aun a costa del enmudecimiento definitivo y completo».

Sus poesías posteriores –1972 Szalkak (Astillas), 1974 Végkifejelt (Resultado final), 1975 Tér és kapcsolat (Espacio y contacto), 1976 Krater (Cráter), que recoge toda su producción poética de 1940 a 1975– son expresión de un periodo que, con la misma estructura de pensamiento y visión del mundo, digamos que se acerca a la paz. Los poemas son más sencillos y cada vez más globales. Hasta el lenguaje se simplifica pues se refiere a sufrimientos comunes.

Siempre está presente la conciencia de la caída moral del ser humano (propia del pecado), que le hace incapaz de amar con verdad. Basta con estar agradecido por lo que se vive, incluso por los hechos banales que solo adquieren importancia si se viven con la oración, con la petición incesante de que cada gesto, cada acción, pueda reconducirse a la unidad entre los hombres y entre los hombres y Dios. La oración no es una invención, un descubrimiento, ni el resultado de un comportamiento humano, sino que entra en el mundo por iniciativa de Dios.
Ya no vemos la vehemencia o crudeza de antes, es como si el poeta repasara la historia vivida y expresara juicios con otras palabras y con más serenidad.

Se confirma que su interés profundo y auténtico por el destino de la persona y del mundo es siempre igual, siempre atento a captar “las manchas” que Dios ha dejado en el tejido de la vida.
Pero es muy consciente de que todo lo que el hombre vive con obediencia tiende a un resultado final, algo que ya ahora es posible saborear como anticipo, “la contrapartida divina de la resurrección”.

János Pilinszky halla el cumplimiento de ese anticipo o al menos comienza a experimentarlo reconociéndose perteneciente a un Destino más grande que él, al del Amor de Dios por cada hombre.