«Deshaced el engaño»

Entre la espera y la revelación se libra su estilo literario y la clave de sus poesías. Un viaje por la "Antología de Spoon River" de este poeta abogado, cuyos versos resonaron en los Ejercicios de la Fraternidad (de "Huellas" de junio)
Andrea Fazioli

Era un libro viejo, con una portada blanca con franjas rojas: Edgar Lee Masters, Antología de Spoon River. Cuando lo tuve entre manos, de jovencito, supe que mi padre se lo había regalado a mi madre antes de mi nacimiento, escribiéndole una extraña dedicatoria: «Para tus ojos de naranja». Empecé a hojearlo. No entendía gran cosa, pero me fascinaba el índice final, que consistía en una serie de nombres y apellidos. Tal vez debido a aquella expresión tan rara –¿ojos de naranja?–, creí intuir que aquellos poemas podían tener algo que ver con el misterio, con la memoria, con el hecho de que cada vida concreta es extraordinaria.

Edgar Lee Masters (1868-1950) publicó la Antología de Spoon River en 1915, con el propósito de «representar un macrocosmos a partir de un microcosmos». Este volumen, que tuvo un enorme éxito, está formado por 244 epitafios, transcritos supuestamente del cementerio de Spoon River, un pueblo imaginario del Medio Oeste americano. Son poemas breves, donde los muertos se expresan en primera persona. Algunos textos se entrelazan, creando diecinueve historias que recorren el poemario. Masters era abogado y se inspira en su trabajo, en fracasos, disputas, afanes, en una vida cotidiana tejida de miedos y esperanzas. Luego abandonó su profesión para dedicarse a la literatura, y escribió más de cincuenta obras que se sumaron a las otras muchas que había escrito antes de esta Antología. Sin embargo, nunca logró repetir aquel éxito y murió en la pobreza, como tantos de sus personajes.



El libro está poblado de fracasados, locos, borrachos, así como de gente común y espíritus luminosos. Hay de todos los oficios: médico, artista, soldado, juez, modista, químico, maestra, lavandera, poeta y muchos otros. Aparecen individuos de todas las edades, desde un niño no nacido hasta Lucinda Matlock, que murió serenamente a los 96 años y que resume así su vida, colmada de gracia: «Hilé, tejí, arreglé la casa, cuidé a los enfermos, / me ocupé del jardín, y mis fiestas eran / vagar por los campos donde cantaban las alondras / y por las riberas del río Spoon cogiendo muchas conchas / y muchas flores, y hierbas medicinales, / gritando en las colinas boscosas, cantando en los verdes valles».

Cada poesía está atravesada por una doble corriente. Por un lado, cada hombre y mujer se ciñe a una comunidad, por cercanía o por oposición. Por otro, cada uno narra su propio destino, individual e irrepetible. Como iluminado por un relámpago, en cada epitafio se distingue un gesto, una palabra, un pensamiento decisivo para la existencia. Creo que su significado más profundo va más allá de la reflexión moral del autor, que consiste concretamente en el propio gesto de pronunciar el nombre y apellido de todos ellos, también de los olvidados, los proscritos y hasta los despreciables. Como decía Cesare Pavese en 1930, «este es el poema esencialmente moderno, el de la búsqueda, el de la insuficiencia de cualquier esquema, el de la necesidad individual y a la vez colectiva. Como veis, el lamento de un niño que murió de tétanos mientras jugaba alcanza la misma importancia cósmica que el éxtasis de un estudioso que se pasó la vida adorando cielo y tierra».

El propio Pavese fue quien llevó este libro a Italia. En 1943 pidió a Fernanda Pivano que lo tradujera y lo publicara en Einaudi, a pesar de la censura fascista. Se trata de una edición histórica, reimpresa varias veces. Mientras escribo tengo ante mis ojos justo esa versión – «para tus ojos de naranja»– pero entre medias salieron otras muchas. En 1971, Fabrizio de André publicó un álbum inspirado en Masters, Ni al dinero, ni al amor ni al cielo. Al cantautor le fascinaba especialmente la figura del viejo violinista Jones: «La tierra te hace vibrar el corazón, / y es eso lo que eres. / Y si la gente descubre que sabes tocar el violín, / pues toda tu vida tendrás que rascar el violín».

Masters cuenta en su autobiografía que la elaboración de su poesía procedía según un ritmo imprevisible. A veces un epitafio asomaba de repente, después de que el autor hubiera esperado mucho, y anotaba al vuelo esa revelación en un trozo de papel o en el revés de un sobre. La dinámica de la espera y la revelación, aparte de ser el método de escritura de Masters, es también la clave de muchos de sus poemas. Los personajes viven años de espera, largas épocas de incertidumbre, y a menudo la revelación sucede en un instante, dejándoles con un sentimiento que va de la rabia a la serenidad, del consuelo al remordimiento.

«...Continuamente anhelaba, sin embargo, darle un sentido a mi vida. / Y ahora sé que debemos desplegar las velas / y coger los vientos del destino, / a dondequiera que lleven al barco. / Puede acabar en locura el darle un sentido a la vida, / pero la vida sin sentido es la tortura / de la inquietud y del vago deseo… / Es un barco que suspira por el mar y le tiene siempre miedo». Julián Carrón evocaba estos versos en los últimos Ejercicios espirituales de la Fraternidad para ilustrar en qué consiste el drama de la libertad. Todos somos como un barco que anhela el mal, aunque lo tema. «Y aquí es donde da comienzo la lucha», decía: «secundar el anhelo del mar, el hambre de una vida llena de significado, o bien retirarse, conformarse, no arriesgar por miedo a los imprevistos».

Entre la espera y la revelación, sea cual sea su naturaleza, se encuentra el desafío de la libertad. Que no puede realizarse de manera subjetiva. Ya Pavese acentuaba este aspecto: «Cada uno de estos muertos lleva consigo una situación, un recuerdo, un paisaje, una palabra, algo que es inefablemente suyo». Todos los que vivimos en nuestro tiempo, según Pavese, tendemos «a ese instante estático que nos hará ejercer nuestra libertad». Naturalmente, ese momento resolutivo implica una decisión personal sobre la propia existencia.

Mientras escucho las voces de Spoon River recuerdo una frase del filósofo Jean Guitton, que decía que «lo absurdo y el misterio son las dos posibles soluciones al enigma que nos propone la experiencia de la vida». Cada epitafio recorre ese abismo, cada vicisitud oscila entre esos dos polos. Con una pregunta ardiente: «¿La esperanza de un montón de sombra /
y no otra cosa es nuestra suerte?»
. Lo absurdo parece impregnar la historia de Cassius Hueffer, que «le hizo la guerra a la vida / y en ella le mataron». Hay quien, como Alfonso Churchill, «a través de las estrellas» intuye al mismo tiempo la «pequeñez» y la «grandeza del hombre». Pero tal vez es «que nuestro corazón se siente atraído por estrellas / que no nos quieren».

Escribe Guitton: «Cuando rechazo la oscilación, la absurdidad del absurdo me conduce hacia el misterio». Puede ser que estés sentado con un amigo y «de pronto / cae el silencio sobre las palabras, y sus ojos, / sin parpadear, encienden los tuyos: / cada uno ha visto en los ojos del otro el secreto».

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Puede pasear que Griffy el tonelero, que aparte de «entender de toneles» conoce a los seres humanos, nos dirija una exhortación: «¡Romped las duelas y deshaced el engaño / de pensar que vuestro tonel es la vida!». Tras la absurdidad de los fracasos, suicidios e injusticias, está la esperanza que expresa Le Roy Goldman. «Y yo, que ahora lo sé todo, os digo: benditos seréis / los que antes de morir hayáis perdido / al padre o a la madre, al abuelo o a la abuela, / algún alma hermosa que vivió llena de fuerza / y que os conocía a fondo y siempre os quiso, / alguien que no dejará de hablar por vosotros / y de presentarle a Dios una íntima imagen de vuestra alma». Cuando leo estas palabras es como si, además de los personajes citados en el índice, la Antología de Spoon River estuviera poblada por todos mis seres queridos fallecidos. Sin necesidad de epitafio, en el misterio de su silencio, están a mi lado y me infunden coraje.