Graham Greene. El borde vertiginoso de las cosas

A partir de sus libros se han rodado más de cincuenta películas. Sus relatos son agudos, nos dejan al descubierto, nos hacen sentir arrinconados. Un recorrido por la escritura del autor del libro del mes
Andrea Fazioli

Contar una historia nunca es una operación indolora. El autor debe partir de su fragilidad, debe quitarse las corazas de su vida cotidiana. Los lectores, por su parte, recrean el relato en su pensamiento, en su sentir racional y emotivo. Esto vale para todo tipo de narración porque, en el fondo, siempre anida una pregunta sobre la propia humanidad. En las obras de Graham Greene (1904-1991) esta pregunta es intensa, urgente. Treinta años después de su muerte, el autor británico está considerado entre los mejores del siglo XX. Los críticos alaban su capacidad para escribir historias de distinto género, desde la novela policiaca hasta la sentimental, del misterio al drama existencial, con un estilo que mezcla el humor y la introspección. De sus libros han salido más de cincuenta películas. Sus historias son afiladas como espadas, nos dejan al desnudo, nos ponen entre las cuerdas. Los protagonistas –y nosotros con ellos– siempre acaban preguntándose: ¿qué quiero ser, qué es lo que de verdad deseo?

Greene tuvo una vida desordenada, debilidad por el alcohol y sobre todo por las mujeres. Trabajó para los servicios secretos británicos y dio la vuelta al mundo, con tal inquietud que siempre se movía en lo que él llamaba «el borde vertiginoso de las cosas». A los 22 años se convirtió al catolicismo. En sus libros no hay nada de apologético. Más bien, la percepción de la presencia divina se suele expresar como un tormento. Sin embargo, al mismo tiempo, aparece la conciencia de que la fe es más fuerte que todos los miedos e infidelidades. Pero no de manera teórica sino mostrándolo en la carne, en las contradicciones de los personajes. «Cuando se es católico –decía Greene– no hay que esforzarse en “escribir católicamente”. Todo lo que se escribe y se dice no podrá ser sino católico».
En su breve relato El billete de lotería se refleja el punto de vista de Greene, entre ironía y tragedia, sentido de culpa y redención. Henry Thriplow, «de unos cuarenta años y soltero acomodado», va todos los años de vacaciones a lugares remotos e incómodos, que le susciten la añoranza por volver a estar tranquilo en casa. Un verano, estando «en un pequeño estado tropical», donde no había más que «marismas, mosquitos, plantaciones de bananas», resulta que gana la lotería. Se encuentra abrumado, confuso, no sabe hablar español… en un gesto impulsivo, decide donar el premio a la beneficencia. Pero le engañan. Un malvado dictador usa el dinero para consolidar su poder de manera brutal. Al final Thriplow, presa de la amargura, se aleja en la noche. Greene concluye así: «Prosiguiendo su camino de exilado a lo largo de la orilla, míster Thriplow empezó a comprender que era la condición interna de la vida misma lo que había empezado a odiar. Una frase de su niñez acudiole al cerebro. Una frase relativa a cierta persona que había amado profundamente al mundo. Reclinándose contra una pared, Mr. Thriplow lloró. Un transeúnte, confundiéndole con algún conocido, le dirigió unas palabras en su idioma».

En estas pocas líneas está condensado todo Greene. La ambición exótica, que reaparece en varias novelas, pone en evidencia la soledad del protagonista, fuera de lugar porque no conoce la lengua ni las costumbres. Aquí, paradójicamente, solo es aceptado en el momento en que abandona su moderación para dar rienda suelta a su dolor. Thriplow siente que odia a la humanidad entera porque ha tocado de primera mano lo que es el mal, pero justo en ese instante un recuerdo parece desvelar la posibilidad de una redención: «Una frase de su niñez acudiole al cerebro»...
Como un eco tenue, afloran las palabras de Jesús a Nicodemo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Ante las dudas de Nicodemo («¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?»), Jesús insiste en que se trata de «nacer del Espíritu». Greene no juzga a Mr. Thriplow, ni tampoco quiere que lo hagan los lectores, pero se despide de él mostrando un destello de esperanza.
La ausencia de juicio moralista y la tensión hacia un «nacer del Espíritu» son rasgos distintivos de la obra de Greene que encontramos en tres novelas fundamentales.
El poder y la gloria (1940) nos lleva al México de los años treinta, a la época de la persecución contra los católicos. El protagonista es un cura del que no sabemos el nombre. Es un hombre vil, inepto. Cuando era párroco en su pueblo, no solo estaba alcoholizado sino que hasta tuvo una hija de una relación clandestina. Pero este hombre, con todos sus graves defectos, sigue siendo totalmente un sacerdote. Incluso es capaz de realizar un gesto heroico, gracias a un coraje que procede de su debilidad. «Las lágrimas se derramaban por sus mejillas. […] Sentía tan solo una desilusión inmensa por tener que ir a Dios con las manos vacías, ya que no había hecho nada en absoluto. […] Sentíase como quien ha perdido la felicidad por llegar unos segundos tarde al lugar de la cita. Ahora comprendía que al final solo cuenta una cosa: ser santo». A pesar de la angustia, el sacerdote no huye de su vocación, sin quitarle nada a su fragilidad. Él está, en un ahora que da sentido a toda una vida. Todo lo demás es misericordia, da a entender Greene.

El fin de la aventura (1951) gira en torno a un triángulo amoroso con el trasfondo de un Londres oscuro, destrozado por los bombardeos nazis. Más allá de sus vicisitudes amorosas, las vidas de Sarah y Maurice (la mujer y su amante) ocultan el dolor de una fe negada y buscada. A lo largo de la novela no será un frenesí racionalista y doctrinal lo que muestre la sobreabundancia de la gracia, sino más bien la trama inefable de la realidad, de los hechos y signos presentes en ellos.
Un caso acabado (1960) narra las peripecias de Querry, arquitecto de fama mundial, católico, famoso por sus majestuosas catedrales. Un hombre con una vida sentimental desordenada hasta que, rondando los cincuenta, se da cuenta de que las mujeres han dejado de interesarle, y sobre todo que ha perdido la fe. Ya no sabe ni quiere construir iglesias porque sería una mentira. Se retira al corazón de África, en una leprosería perdida a la que llega casualmente. Allí se queda, decidido a hacer algo, por humilde que sea, como en un intento de amortiguar su crisis.
Hay un diálogo en el que afronta una circunstancia crucial: «Le preocupa demasiado su falta de fe, Querry. No deja de manosearla como a una llaga de la que quiere librarse… Debió de tener una gran fe en un tiempo para echarla tanto de menos ahora». Trabajando con los leprosos y estando en contacto con el sufrimiento, poco a poco el arquitecto experimenta la posibilidad de un renacer. «Tal vez había encontrado allí una patria y una vida». En la bajeza más profunda, distanciándose de sí mismos y del mundo, los personajes de Greene nunca dejan de interrogarse. Y de repente, de manera gratuita, inesperada, se regenera un hilo de esperanza.