Libro del mes. «La realidad siempre se revela»
Un gesto que vio en el hospital le devolvió la vida, que se precipitaba entre drogas y alcohol. Daniele Mencarelli, autor y protagonista de La casa de las miradas, describe «un continuo toma y daca entre Dios y yo». Dentro y fuera de la novela«Lo besa, sin preocuparse de su rostro, ni de nada (…). He visto algo humano y al mismo tiempo de otro mundo, como un rito proveniente de una tierra muy lejana (…). Esta es la primacía de amor que vi en los ojos de aquella monja. Una cumbre, una altura destinada a pocos. Únicamente a quien no retrocede nunca frente a la realidad». Ese beso dado a un niño deforme a la entrada del hospital del Niño Jesús en Roma será para Daniele, joven empleado de limpieza y protagonista de La casa de las miradas –libro del mes durante los meses de diciembre y enero–, la manera en que se desvele, dentro de una vida ya a la deriva debido al alcohol, un factor tan real como inconcebible hasta entonces. Se presenta ante él un fragmento de realidad a partir del cual puede volver a empezar. Ahora puede vivir, puede volver a empezar a escribir poesía.
Danie’, como le llaman sus compañeros de limpieza, es Daniele Mencarelli, poeta y autor de la novela, y lo que aquí narra es su propia historia durante aquel tiempo que pasó en el Niño Jesús. «¿Sabes? Mi vida siempre ha sido un continuo toma y daca. Entre Dios y yo. Una persecución continua», dice en un bar cerca de la estación de Termini, donde nos encontramos durante una pausa de su trabajo como editor antes de que estallara el coronavirus, cuando su novela se publicó en su país.
En el año 2000 tenías 26 años y desde hacía ya cuatro tu vida se había perdido en el “olvido”, como dices en el libro. Tu único refugio era el alcohol. Cuando tu madre, una noche, te lleva a un puente, dispuesta a tirarse contigo, y te dice: «Así dejamos de sufrir de una vez por todas», decides buscar un empleo para intentar dejar todo aquello. ¿Qué había pasado antes en tu vida?
Nací en una familia trabajadora y humilde donde ciertos valores siempre se han encarnado en ejemplos, en una cierta actitud humana, no en argumentos ni discursos. Dios siempre ha estado implícito, como alguien que trabaja desde dentro. En mi juventud entré en una etapa de autodestrucción, dejándome arrastrar por la vida. A eso hoy le llaman tener “sensibilidad”, un término que no me gusta. Primero dejé los estudios, que luego retomé pero cambiando de escuela continuamente. Solo la escritura permaneció siempre a mi lado como una compañera fiel.
¿Cómo tuvo lugar ese “encuentro” con la escritura?
Fue una revelación gracias a una profesora de italiano que tuve en enseñanzas medias. Leyendo una página de Si esto es un hombre, de Primo Levi, me hizo percibir la fuerza que tenía la escritura, que podía utilizarse para un buen fin. Algo que vi más claro más adelante. Después de la selectividad, con una beca de estudios, me matriculé en Derecho, me eché novia y hasta tenía intención de casarme. Quería imitar a mi padre y a mi hermano, deseaba la estabilidad que ellos tenían. Pero solo estaba siguiendo un sueño que no era el mío. No era la realidad. No era mi vida. Entonces comenzó la gran deflagración. Abandoné a la chica y la carrera, empecé a tomar drogas y a trabajar en mil empleos: mediador crediticio, vigilante urbano, comercial de climatizadores… Tenía dos vidas paralelas, tres de hecho, porque continuaba con mi producción literaria. Volcaba en los versos todo mi mundo.
Publicaste tus primeros poemas, que cosecharon un cierto éxito. Y de la droga pasaste al alcohol.
Dejé la cocaína al cabo de un año, cuando me di cuenta de que estaba destrozando a mis padres. Recuerdo perfectamente el momento. Iba en el coche, me cuesta bastante hablar de ello, pero una fuerza que hasta un segundo antes no sabía que tenía me hizo decir “basta”. Pero el mono de la nada seguía allí, al acecho, y empecé a beber. Puse mi vida en peligro muchas veces. Cuando acepté el trabajo en el Niño Jesús decidí no emborracharme cinco días a la semana, aunque en el fin de semana volviera a las andadas. Era casi como un pacto con la vida. Se lo debía a mis compañeros de trabajo, que me habían aceptado y en cierto modo se habían hecho amigos míos. Borracho, corría el riesgo de poner en peligro su vida.
Luego sucedió algo imprevisto: viste a aquella monja con aquel niño. Entonces decidiste dejarlo definitivamente.
Mucho más que eso. En aquel momento permití que la realidad me revelara algo. Porque la realidad siempre se revela. Esto puede sonar un poco subversivo en los tiempos que vivimos, donde la relación con la realidad cada vez está más mediada. Aquella monja fue como un catalizador, en ese gesto unificó mi vida, mis tres vidas. Más que eso. La realidad, revelándose, me dio esperanza.
¿Puede decirse que Dios te salió al encuentro y que la nada fue derrotada?
Me defino como un aspirante a creyente que vive momentos de comunión con Dios –siempre ha sido así a lo largo de mi vida– gracias al amor de los que tengo al lado: padres, hijos, hermanos, incluso desconocidos. Pero, ante ciertas manifestaciones de la nada, todavía no tengo la fuerza ni la fe para afirmar: existe el todo. Para ser sinceros, siempre es Dios quien viene a buscarme. Como dice mi madre en la novela, en el fondo le caigo simpático.
Entonces, ¿qué es para ti la oración?
Hay momentos maravillosos en los que no es mi mente, sino lo que veo y lo que vivo, lo que me pide una oración, como una manera de ser acompañado. No está dicho que deban ser situaciones negativas. De hecho, yo empecé a rezar por la grandeza de las cosas hermosas. Como el amor de mis padres. Es la realidad quien realiza la oración. Me sucede sobre todo cuando me veo devorado por la nada y me encomiendo a Dios. En esos momentos aparecen pequeños signos, movimientos casi imperceptibles, de gestos que me hacen sentir que esa oración ha sido acogida. Te sientes amado. En medio de todo esto, yo he tenido la fortuna, mejor dicho, el talento, de la escritura, que es la manera de testimoniar lo que he visto, dando voz a quien no la tiene. La gracia de vivir en el hospital ciertas experiencias, codo con codo con los que trabajaban conmigo, fue un don humano, espiritual y en último término literario.
Como el libro de poesía que Francesco Silvano, presidente del Niño Jesús, te propuso escribir para hablar del hospital.
Si lo piensas, parece imposible. Él, una eminencia de materia gris, a quien todos temían, se fío de un chaval con el uniforme de trabajo y al que no había visto nunca… Hace falta valor, ese tipo de coraje que solo tienen los que son libres.
¿En qué sentido?
Los que tienen fe conocen el nivel supremo de la libertad, que permite mirar más allá del horizonte. Él no se detuvo ante el juicio mundano.
¿El mismo coraje que había visto en aquel gesto de la monja?
Sí, coraje ante el amor y el dolor, sin reservas, de manera desmesurada como diría san Agustín. Es la capacidad de acogerlo todo, incluso diecisiete años después. Cuando nos encontramos ante la grandeza, ante la belleza, lo primero que hacemos es activar nuestras herramientas cognitivas, analíticas y críticas. Raramente intentamos pararnos a mirar y compartir la realidad. Cuando pienso en aquella monja, disfruto de la visión de aquel momento sin intentar darle una explicación, lo vivo como testigo, es decir, me abraso del mismo fuego. Es como si me hubiera dicho: no tienes que poner tus zarpas mentales a analizar sino a mirar esta grandeza, este amor, esta esperanza.
En el Niño Jesús la realidad también está hecha del dolor inocente de los niños. Un dolor que genera rabia y que hace decir a tu compañero Giovanni que, si Dios existe, es injusto. Tú en cambio le respondes que es la justicia suprema.
Vuelvo al principio de la realidad. Al ver el dolor en su forma más antinatural, el dolor de los niños –me pasa siempre delante del sufrimiento–, sentí por dentro este impulso que me llevaba a confiar en la esperanza y en Dios. En el hospital, en esta puesta a prueba de la realidad, empecé a creer más en un Dios bueno, un Dios que acoge.
¿Cómo llegas a decir algo así?
La fuerza que percibo dentro del hospital es la idea de un Misterio incognoscible, la conciencia de mi estatura microscópica respecto a Algo que lo contiene todo. Cuando me erijo en juez de la realidad, me veo devorado por ella. Pero cuando soy actor, me pongo de rodillas y puedo decir: esto no es lo que yo pensaba. La experiencia del hospital ha sido así: no razonar sobre la realidad sino rezarla, y en cierto modo testimoniarla. Testimoniar todos los momentos en que Dios se hacía patente en la realidad.
¿Pero qué significa concretamente “testimoniar”?
Para mí es escribir: devolver la gratitud que siento por ciertos momentos en que la realidad se ha revelado. No siempre ha sido así. Esta activación de lo humano llegó con La casa de las miradas. La misma urgencia imperiosa con la que me puse a escribir después mi siguiente novela, contando otra parte de mi vida. Ahora puedo volver atrás y contarlo.