Michel Houellebecq (ilustraciones de Roberto Abbiati)

Michel Houellebecq. «La vida es rara»

Autor controvertido, cínico, a menudo desagradable, pero con una constante: la fuerza de una pregunta que lo reta y que nos afecta a todos. Y por la cual la única respuesta no puede ser que "todo". De Huellas de junio.
Fabrizio Sinisi

Existen autores con los que a lo mejor no estamos de acuerdo en nada, cuyas hipótesis de lectura del mundo y de la vida están a mil leguas de las nuestras, y con los que, sin embargo, nos confrontamos continuamente, porque su obra es fruto de una búsqueda tan intensa y sufrida que desearíamos tener también nosotros esa capacidad de interrogarse.

Michel Houellebecq es sin duda uno de esos escritores. Autor controvertido, cínico, a menudo desagradable, pero con una constante, su altísima puesta en juego en cualquiera de sus obras. En la base de cada una de sus novelas hay siempre un anhelo irreductible, la fuerza de una pregunta que lo reta radicalmente y que nos a afecta a todos.

Quizás por ello, se le considera uno de los pocos autores verdaderamente trágicos de hoy en día, porque Houellebecq es uno de los pocos escritores actuales que se interrogan en extremo, que lo piden todo. Por la radicalidad de esa pregunta que no se contenta con nada insuficiente o penúltimo, que a menudo se asoma a la desesperación, muchos lo definen como un autor nihilista: si la respuesta no es todo, entonces nada tiene sentido. Pero, como escribe Shakespeare, «no tener esperanzas por ese lado engendra por el otro esperanzas tan altas que la misma ambición no sabría concebirlas».

El nihilismo de Houellebecq, de hecho, no es su última palabra. Vuelve a medirse siempre cuerpo a cuerpo con la vida y con su exigencia de felicidad, que nunca le abandona, como si fuera algo imprescindible no solo en su escritura, sino en su existencia.

Ya en su primera novela, Ampliación del campo de batalla (Anagrama, Barcelona 1999) había dado a entender su intención: «Este libro es, ante todo, la historia de un hombre que vivió la mayor parte de su vida en Europa occidental, durante la segunda mitad del siglo XX. Aunque por lo general estuvo solo, mantuvo de vez en cuando relaciones con otros hombres. Vivió en tiempos de agitación y desdicha».

Job y el Ángel/1

Una descripción en la que hoy muchos de nosotros podrían reflejarse. Cuenta la historia de un programador treintañero que descubre, a su costa y pagando un precio altísimo, la naturaleza competitiva y violenta del mundo occidental. La vida es una lucha en la que los hombres se encuentran combatiendo unos contra otros, en un desesperante equívoco del que no se alcanza a ver el sentido y que nunca se acaba. Pero precisamente aquí encontramos el tema principal de Houellebecq que reaparece en todas sus obras sucesivas: el origen de todo drama, lucha y fracaso, es el deseo. Nada corresponde al alcance del deseo. He aquí la obsesión, el dilema que no podemos arrancarnos de nuestra carne, lo que nos hace sufrir y nos empuja a asumir cualquier riesgo, incluso desesperado. En la novela Las partículas elementales (1999), escribe: «En sí, el deseo es fuente de sufrimiento, odio e infelicidad. (...) La sociedad erótico-publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentarlo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres».

Nos acercamos así a uno de los centros neurálgicos de su obra, la necesidad de que la sociedad reconozca la verdadera naturaleza del deseo humano. No se puede arrinconar el deseo en la esfera privada porque, por el contrario, el modo de concebir y tratar el deseo identifica la calidad de una sociedad. En esto estriba la vivimos, en la tergiversación del deseo humano, instrumentalizado, reducido a mercancía, tratado como el medio para alimentar el engranaje del consumismo. Para Houellebecq, este falseamiento es natural y durísimo. En La posibilidad de una isla (Alfaguara, 2005), escribe: «Si agredes al mundo con suficiente violencia, él te acaba escupiendo su cochina pasta; pero nunca, nunca te devuelve la alegría».

Para Houellebecq, la raíz de la tragedia del hombre contemporáneo es el descubrimiento de que hoy, quizás, la alegría es imposible en el mundo occidental.

Ante la derrota de nuestro mundo, los protagonistas de sus novelas intentan responder siempre de la misma manera, con un cinismo exasperado, un nihilismo elevado a un estilo de vida resignado, en el que la única esperanza sigue siendo una satisfacción sexual que colme el vacío del deseo insatisfecho. Houellebecq representa obsesivamente el intento (siempre ilusorio) de alcanzar la felicidad a través del erotismo. Un intento que fracasa sistemáticamente.

Sin embargo, paradójicamente, este fracaso pone aún más de manifiesto la naturaleza indomable del deseo, precisamente porque la esperanza de satisfacerlo lo había sacado del olvido. En Las partículas elementales, escribe: «La desgracia solo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad». Constatar la infinitud del deseo es lo que condena a sus personajes a la desesperación. El obscuro e inalcanzable objeto del deseo, la felicidad plena, está siempre más allá de cualquier proyecto social, parece estar hecho de una materia imposible y gratuita, parecida a la gracia. «La vida es rara, la vida es rara», dice en una de sus poesías. El andamio de las cosas acostumbradas se viene abajo, queda el deseo desnudo a la espera de un amor imposible, de un cambio que pueda dar lugar a un nacer de nuevo: «Mueren a veces de golpe, / en ciertas noches. / Había ciertas costumbres que constituían la vida y he aquí / que ya no hay nada en absoluto. / El cielo que parecía soportable se vuelve / de golpe extremamente negro. / El dolor que parecía aceptable se vuelve / de golpe lacerante. / Ya no hay más que objetos, objetos en medio de los cuales se encuentra uno mismo / inmovilizado en la espera, / cosa entre las cosas, / cosa más frágil que las cosas. / Muy pobre cosa / que espera siempre el amor. / El amor, o la metamorfosis» (Configuración de la última orilla, 2016).

En el fondo, es el mismo problema de Sumisión (2015), su novela más famosa. Francia, año 2022, elecciones presidenciales. El partido de la Hermandad musulmana, guiado por el islamista moderado Ben Abbes, obtiene la mayoría de los votos y la presidencia de la República, dando comienzo al primer gobierno islámico en Occidente. Esta, en extremada síntesis, es la trama de un libro que se centra en el valor de la libertad hoy. La pregunta sobre qué es la libertad subyace a toda la novela. Y, sobre todo, ¿qué valor tiene la libertad para el hombre occidental que parece tan dispuesto a cederla con ganas a cambio de valores más sólidos y seguros como la tranquilidad y el bienestar? Al margen de una relación, la libertad, la moral, el sentido del bien son pesos de los que, en el fondo, es mejor deshacerse. Así lo afirma en una entrevista de 2015: «El hombre ya no aguanta tanta libertad, es demasiado fatigosa. (...) En el fondo, para mí la religión no es la fraternidad, sino la comunión con una potencia espiritual realmente existente y activa. Una potencia incluso física. (...) Quiero decir, el reconocimiento de una potencia tal que resulte superflua la misma existencia de una moral».

Quizás sea este el sentido que atribuye a la «sumisión»: resignarse a un deseo equivocado, deprimido, debilitado, renunciar a la naturaleza infinita del corazón. Lo vemos en el que quizás sea el episodio más bonito del libro, cuando el protagonista François visita el santuario de la Virgen de Rocadamour. Intenta arrodillarse y rezar, pero no puede. El intento de reanudar una relación perdida con el infinito objeto del deseo parece fracasar: «La Virgen aguardaba en la oscuridad, tranquila e inmarcesible. Poseía la grandeza, poseía la fuerza, pero poco a poco sentí que perdía el contacto con ella, que se alejaba en el espacio y los siglos mientras yo me hundía en el banco, encogido, limitado. Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el Espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero y descendí tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento. (...) Al regresar a París, (...) sabía que iba al encuentro de una vida sin alegría».

Serotonina (2019), su última novela, aborda la misma cuestión de modo radical y definitivo. Nunca un libro me pareció tanto “el último", testamentario a la hora de anunciar un Occidente que ha perdido su identidad. «Es así como muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido».

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Pero la lucha entre el sentido y el sinsentido no puede suspenderse. «Yo había entrado en una noche sin fin, y sin embargo, en mi interior, subsistía algo, mucho menos que una esperanza, una incertidumbre, digamos. También se podría decir que incluso cuando personalmente has perdido la partida, cuando has jugado tu última carta, perdura en algunos la idea de que algo en los cielos va a hacerse cargo del juego, va a decidir arbitrariamente que se reparta otra mano, que vuelvan a lanzarse los dados, y ello incluso cuando nunca has advertido, en ningún momento de tu vida, la intervención ni tampoco la presencia de una divinidad».

En lo hondo se resiste a ser aniquilado y la obra de Houellebecq, a veces tan dura y desconcertante, no hace más que atestiguar que el hombre no puede separarse de esta luchas. Lo admite él mismo autoexiliándose en Irlanda como un eremita, en una carta a Bernard-Henri Lévy: «Tuve cada vez más a menudo -me es penoso confesarlo- el deseo de gustar. Un poco de reflexión me convencía cada vez, por supuesto, de que este sueño era absurdo; la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión era inútil, el deseo persistía; y debo confesar que persiste hasta la fecha».

El corazón sigue volviendo a levantarse y busca siempre las mínimas señales de un renacer. Como en el inesperado, sorprendente final de Serotonina, donde -al igual que después de una larga noche de dolor y extravío- se vislumbra el clarear del alba. «En realidad, Dios se ocupa de nosotros, piensa en nosotros cada instante y nos da instrucciones a veces muy concretas. Esos arrebatos de amor que nos embargan el pecho hasta cortarnos la respiración, esas iluminaciones, esos éxtasis, inexplicables si se considera nuestra naturaleza biológica, nuestra condición de simples primates, son signos extremadamente claros».

Hay algo en el fondo del yo que nos empuja a seguir deseando, a esperar, a pesar de cualquier herida. Dolorosa, retorcida, clavada en la fibra sensible de nuestro tiempo como una espina, la obra de Michel Houellebecq sigue atestiguando que ese “algo" existe y que a pesar de todo no está muerto. Y existe, quizás, iluminada a veces, una posible vía.