Lepori. La Europa del "monje portero"
Con ocasión del festival del Centro Cultural de Milán, el diálogo con el abad general de los cistercienses. Un viaje hasta la raíz de la "vida en común", entre Fossati, don Camilo y Pepón, y la mirada de Abel¿Por qué una comunidad de monjes no es como un animal exótico, por la inusual decisión de un puñado de hombres de quedarse al margen de la historia, sino un modelo para todos? ¿Por qué puede responder a los problemas que sofocan a nuestra sociedad y nuestro deseo de vivir, y vivir juntos?
La respuesta fue el hilo conductor de todo un diálogo con el padre Mauro-Giuseppe Lepori en el segundo día de festival “Andiamo al largo” del Centro Cultural de Milán. El título del encuentro retomaba el verso de una canción de Ivano Fossati: “Hay un camino dentro del corazón de los otros. Benito”. Sin embargo, no se trataba de una clase de historia sobre el patrón de Europa, aunque también se acabará hablando también de esto –para poder entender el presente y seguir esperando–, sino que se trataba sobre todo de profundizar sobre las cuestiones pendientes de la vida, las relaciones, el amor, la construcción común.
Lepori es un apasionado pintor de acuarelas y Mattia Ferraresi, corresponsal en Estados Unidos del periódico italiano Il Foglio, le pidió ayuda para dibujar la condición del hombre de hoy. «Cuando pinto nunca hago bocetos», señaló el abad. «O todo o nada». De este modo, sobre la marcha, va respondiendo a las preguntas del periodista, con palabras firmes y puras, que desarman y a veces invierten la perspectiva del público que llenaba el lugar, sentados en sillas, en el suelo o permaneciendo en pie.
La primera pincelada es sobre la tensión constante entre «las dos grandes vías»: el yo y el tú. Lepori dibuja la relación con el otro tal como se presenta, incrustada en la naturaleza del hombre. «El niño conquista su identidad relacionándose con un tú. Al crecer, piensa que ya no le hace falta». Luego llega el tiempo del enamoramiento, de un tú disruptivo. «El otro es todo para mí, y yo soy todo para él. Pero esta fase también pasa».
Es en este punto donde la perspectiva de san Benito, la de la comunidad cristiana, abre al descubrimiento radical del otro, a quien yo no puedo controlar. «Hay un tú que me constituye pero que no está en mis manos, no depende de lo que yo haga». Lepori describe la experiencia que la Iglesia nos permite vivir dentro de la comunidad. «El otro –cuando acepto el misterio de su corazón– se convierte en un camino para mí: hacía mí mismo, hacia él, pero también hacia Dios». Es un camino porque es un don, no es algo mío. «Solo cuando descubro y tolero al otro –y cuando me descubro y me tolero a mí mismo– como algo que no poseo, que supera mi capacidad de amar, entonces la relación se convierte en un camino infinito, que me lleva al misterio».
«El cielo es un caos». Eso decía el graffiti que Ferraresi vislumbró desde el tren que lo llevó hasta Milán. «Es casi una blasfemia, pero es el grito del hombre». Le recordaba la continuación de la canción de Fossati: Hermano mío que miras el cielo y el cielo no te mira... ¿Cuál es la actitud del hombre contemporáneo hacia el cielo? Lepori responde con una intuición muy profunda contenida en una obra de 1470 del Duomo de Constanza, que representa a Caín y Abel mientras hacen su ofrenda a Dios. Caín dona los frutos de la tierra, con una mirada piadosa dirigida hacia el cielo. Abel ofrece un cordero, con la mirada fija en su hermano, aunque este no le quiera. «Esto es lo que hoy hay que recuperar. Una religiosidad de comunión con Dios y con el hermano. No una religiosidad que solo se satisface a sí misma, autorreferencial, que solo me una a Dios».
De hecho, Dios rechaza la ofrenda de Caín, aunque es más rica, como le sucede en el Evangelio al fariseo del templo. En cambio, Abel ofrece su apertura vulnerable a su hermano, «tan vulnerable que se deja matar». El otro y Dios son los dos brazos de la cruz que se encuentran en el corazón de Cristo. Entonces, hay una única fe capaz de atraer, «la que tiene que ver con el amor, con mi vida y con la vida del otro».
Según Ferraresi, hoy en día somos testigos de una «agitación de todo tipo en las comunidades», pero esto también pone de manifiesto el carácter ambiguo de un ponerse juntos «generado, dictado, por un interés común», una comunidad que se construye por sí sola: el rasgo de la cultura americana descrita por Alexis de Tocqueville. La experiencia de la que habla Lepori es muy distinta. De hecho, el abad fija el problema en la herida de Adán: el deseo de estar en comunión sin dejar a Dios que sea él quien nos la regale. En cambio, no es obra nuestra.
San Benito propone una vida de comunidad que nos eduque a cada uno de nosotros a «sentirnos incapaces de construirla», continúa Lepori. «En la experiencia monástica, reconozco que yo no sé querer, no sé hacer comunidad, no sé construir este "mundo nuevo". Esta conciencia es necesaria para poder pedir a Cristo que nos la done. No es casual que en la Regla la virtud más importante sea la humildad».
La invitación que hace a todos es la de dar testimonio de que «la comunidad solo se construye entre los pobres». Hasta la paradoja que ilumina los temas sociales más cruciales de hoy en día. «Sin este espíritu es imposible la acogida de los pueblos que vienen a sumarse a nuestras sociedades. Si uno es fuerte, no puede acoger. No hay solidaridad en la relación entre uno más fuerte y rico y uno más débil e incapaz. La ayuda es solo entre los pobres, para ser fuertes juntos. Quien llega a nuestros países viene para rescatar las pobrezas que llevamos dentro».
El ejemplo más evidente es el de las internas extranjeras. Y también está el ejemplo de la Regla de san Bendito, donde el personaje más maduro no es el ermitaño o el abad, sino el que subiendo las escaleras de la humildad se convierte en el publicano del Evangelio. El verdadero protagonista es el monje portero. «Un hombre anciano», lo describe Lepori, «que ha adquirido tanta interioridad que no deambula fuera. Lo han puesto en la puerta porque es capaz de dar respuestas a todos los que se presenten. Y sobre todo es capaz de acoger al otro, dando gracias a Dios porque existe». Hasta pronunciar las palabras de saludo, Deo gratias, delante del que llega. No hay cosa más grande para un hombre que descubrirse «siendo la alegría del otro».
La ciudad es “la” comunidad de la edad moderna. «No obstante», subraya Ferraresi, «sobre todo en los últimos treinta, cuarenta años, se ha intensificado la percepción de que es el lugar de la soledad, el "mal supremo" desde una perspectiva sociológica». Pregunta al abad qué es verdaderamente la soledad, si un monje «la vive come puerta de entrada a un diálogo permanente, con Dios y con los demás». Lepori describe la soledad de Adán y la nuestra como un constante huir de la compañía que Dios nos ofrece. Recuerda el intercambio de cartas que tuvo con un brigadista condenado a cadena perpetua y la expresión de Guillermo de Saint Thierry: «Para el monje que no busque a Dios, la celda se convierte en una cárcel». Es tan verdadero como que un preso que busca a Dios puede experimentar, en prisión, la derrota de la soledad. Lepori va más allá: «Cualquier pretensión de superar nuestra soledad que no lleve dentro a Dios es una ilusión». Siempre es una huida. «Solo si se acoge la compañía que Cristo quiere hacernos, es posible una compañía verdadera entre los hombres. Porque en el otro está el misterio de Cristo que nos sale al encuentro».
Ferraresi pregunta si sigue existiendo la Europa de los grandes valores y de los pueblos, de la solidaridad, o si ha sido aniquilada por la «cultura de la técnica y del comercio», según una definición de Ratzinger. «Europa vive de valores que son ramas secas no alimentadas», dice el abad, «pero no somos nosotros los que creamos la raíz. Es un don que Cristo ha hecho a este pueblo para donarse a todos. Y es un don que ha hecho sin arrepentimiento».
Por eso, puede secarse todo, pero «esta raíz no muere». El frenesí de los valores que vemos hoy en día «tiene que convertirnos en testigos de pequeños signos de vida que brillan en la oscuridad. Porque si hay una hoja verde –aunque sea una sola hoja verde– quiere decir que la raíz vive». A esta conciencia reclama sobre todo a los cristianos. «Sin ser arrogantes», aclara. «Cuando queremos custodiar los valores, imponerlos, sin hacer experiencia de la raíz de nuestra vida, no hay frutos».
Las hojas verdes sí existen. Aunque sigamos temiendo que todo se haya perdido. Nos parecemos al secuaz de Pepón, que vende por mil liras su alma a un viejo de la parroquia de don Camilo y luego pregunta por allí a todo el mundo: «¿No notas algo raro? ¿No te parece que me falta algo?». Todo el mundo piensa que está loco. Y él vuelve a comprarse el alma. «El alma de Europa sigue presente», dice Lepori. «Bienvenida sea esta crisis de valores, si sirve para volver a conquistar la conciencia del alma que tenemos. No serán los triunfalismos los que rescaten los valores, sino el reconocimiento humilde de que todo lo bueno que ha habido, que habrá y que podrá haber, es un don. El don de Uno que ha muerto por nosotros, que por tanto se da siempre y siempre se puede volver a acoger».
Para contestar a la pregunta sobre la tradición, a menudo hoy reducida a «una rama seca que hay que cortar, espacio estrecho y estéril», Lepori plantea otra pregunta: «¿Comunicamos lo que hacemos nosotros o comunicamos a Cristo? Cristo: su persona, su caridad, su Evangelio, su amor. Para san Pablo la tradición es comunicar a Alguien, de hecho habla de la Eucaristía». La diversidad de la Iglesia a la hora de comunicar cualquier valor es evidente en Jesús. «Con humildad, transmitía al mundo lo que el Padre le daba, a través de su persona. La Iglesia está llamada a comunicar lo que Otro le ha dado, para que llegue a todos». Si no es un don que recibimos y no es para todos, deja de ser cristianismo.
Ferraresi cierra el encuentro con un deseo para las relaciones entre unos y otros: «ser cada vez más monjes porteros».