André Kertész. Magnificar el instante
«Me encanta fotografiar lo que merece ser fotografiado, el mundo por tanto, incluso en las brechas de su humilde monotonía». Una exposición en el Centro Cultural de Milán rinde homenaje al arte del maestro húngaro (de Huellas de febrero)«Me considero un aficionado y espero seguir siéndolo toda la vida». Extraña confesión por parte de alguien como André Kertész, que a todos los efectos es considerado como uno de los pilares de la historia de la fotografía. Pero para entender la importancia del personaje en cuestión basta este reconocimiento del gran Henri Cartier Bresson, que siempre decía que viéramos lo que viéramos, Kertész lo había visto antes. A él está dedicada la exposición “El asombro por la realidad", organizada por el Centro Cultural de Milán, que propone hasta el 19 de marzo más de 90 fotografías del artista húngaro.
Se decía de él que tenía «un ojo de bolsillo». Una definición sintética y genial que explica su naturaleza y también su método. Por lo que respecta a la naturaleza, era un personaje que se mantenía alejado del palco escénico, que rechazaba los efectos y también las situaciones especiales, porque consideraba la normalidad como el único humus interesante para su trabajo como fotógrafo. Respecto al método, se paseaba con pequeñas cámaras fotográficas que solía llevar escondidas bajo el abrigo para poder trabajar de manera furtiva, sin alterar aquello que más le fascinaba o interesaba: el simple dato de la realidad.
La suya es una parábola que atraviesa no solo el siglo sino también los continentes. Nació en Budapest en 1894. Se trasladó a París en 1925. En 1931 se vuelve americano “para siempre". En su Hungría natal trabajaba con una pequeña cámara lca. Una vez instalado en París empezó a aprovechar las posibilidades de aquella pequeña cámara recién salida al mercado, la Leica, cuyos primeros modelos aparecieron en 1925 y que él adquirió de manera pionera y empezó a usar en 1928.
Resulta difícil situar a Kertész dentro de una escuela o corriente de la historia de la fotografía del siglo XX. Era libre de todo dogmatismo estilístico y por tanto siempre era capaz de abrir caminos sorprendentes que inmediatamente se convertían en puntos de referencia para todo el que se movía en el mundo de la fotografía.
Intimidad y cotidianeidad eran sus horizontes preferidos. Pero dentro de estos horizontes aparentemente estrechos se movía con una sorprendente capacidad de innovación, como si la familiaridad con esos sujetos fuera un estímulo para experimentar miradas nuevas y a veces también audaces. Por ejemplo, en su época juvenil en Hungría le vemos inmortalizar con dulzura las manos de su madre, pero también sorprender a su hermano con un atrevido contraluz mientras salta como un acróbata en un teatrillo de sombras.
«Nací encerrado, pero con un cierre abierto a la calle», decía de sí mismo. «Me encanta fotografiar lo que merece ser fotografiado, el mundo por tanto, incluso en las brechas de su humilde monotonía». Como escribió el crítico francés Noël Bourcier, la magia de Kertész consiste precisamente en su capacidad para «magnificar» esos instantes aparentemente anónimos de monotonía cotidiana. «Magnificar», es decir, mirar la realidad, incluso la realidad mínima, como una inagotable fuente de sorpresas. «Fotografío lo cotidiano de la vida», decía, «lo que podía parecer banal antes de haberle devuelto vida gracias a una mirada nueva».
En este recorrido, Kertész, gracias a su radical anti-intelectualismo, nunca es igual a sí mismo. Frecuenta a muchos exponentes punteros de la cultura parisina y americana, pero los enfoca con la curiosidad arrogante propia de un muchacho. Así, cuando llega al estudio de Piet Mondrian, el gran pintor abstracto holandés emigrado a ultramar, decide fotografiar, en un momento de distracción, la pipa y las gafas que tiene apoyadas en la mesa. Es un retrato atípico, pero que nos devuelve de manera extraordinariamente eficaz la naturaleza reflexiva de ese gran personaje que ni siquiera aparece en el encuadre. En cambio, no hay otro retrato que nos hable de Mondrian con tanta agudeza.
Para tomar decisiones como esta, Kertész se movía empujado por el estupor que experimentaba delante de las cosas. Nunca se preocupaba por dar un aspecto visual o culturalmente coherente con su camino. Actuaba siguiendo el instinto de quien ha “nacido fotógrafo", libre de cualquier esquema. Precisamente por eso detestaba los virtuosismos y en el cuarto oscuro nunca corregía sus imágenes: lo que la cámara había visto no se podía corregir. Tampoco necesitaba situaciones especiales para ponerse en marcha. Por ejemplo, cuando en 1928 realizó una de sus fotografías más famosas, se contentó realmente con poco: un tenedor y un plato en la mesa de su casa. Habría podido obtener una imagen sofisticada y de una elegante abstracción, pero quiso respetar la función del objeto, apoyándolo en el plato como durante la pausa de una cena. Una vez más, no siguió una intuición estética sino que se movió secundando la ola de una experiencia de asombro ante la belleza captada en un detalle banal. Escribió: «El arte del fotógrafo es un continuo descubrimiento que exige paciencia y tiempo. Una fotografía obtiene su belleza de la verdad que la impregna».
Kertész también era audaz y desinhibido. En 1933 la revista francesa Sourire le encargó un trabajo con el objetivo de «producir imágenes de desnudo capaces de renovar drásticamente el género», y él no se lo pensó dos veces. Nació así la famosa serie de las Distorsiones, fotografías donde los cuerpos de mujer se reflejaban en espejos deformantes, como los de Luna Park. Muchos liquidaron este experimento suyo como una caída de tono. En realidad, se trataba más bien de “libertad de estilo", pues de hecho aquellas imágenes terminaron contaminando de forma impresionante el imaginario de muchísimos artistas, fotógrafos y cineastas. Como decía Cartier Bresson, Kertész es alguien que siempre veía antes.
Ser "fotógrafo de nacimiento” significa que no hay situación que no sea digna de enfocar. Cuando, en 1977, murió su segunda mujer, Elisabeth, Kertész se encerró en una especie de retiro en su apartamento de Washington Square Park. Pero también en esa circunstancia extrema de su biografía, su encerramiento fue en realidad un abrirse. Empezó a hacer fotos desde su ventana con una Polaroid, aventurándose incluso con el color, dando lugar a un libro que se tituló sencillamente From my Window. Fotografiaba pequeños objetos en el alféizar, o escenas de vida vistas desde lo alto y a lo lejos. Pequeños milagros surgidos de la nada que nos hablan de una mirada siempre capaz de maravillarse pero también herida por el anhelo de la nostalgia.