Robert Spaemann

Robert Spaemann. Elogio de la ingenuidad (o de la obediencia inteligente)

Considerado uno de los principales filósofos católicos contemporáneos, decía de sí mismo: «Soy un católico que se dedica a la filosofía». Con motivo de su muerte, retomamos un diálogo con Robert Spaeman publicado en Tracce en febrero de 2013
Ubaldo Casotto

Robert Spaemann visitó Roma con motivo de la presentación de uno de sus libros dentro de la colección “La razonabilidad de la fe”, que el Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización publicó con motivo del Año de la Fe.

Usted denuncia el dualismo del pensamiento contemporáneo entre naturalismo y espiritualismo, para Benedicto XVI el problema de la cultura positivista es la fractura entre saber y creer. Parece que la fe ya no tiene nada que ver con la razón, ni por tanto con la vida. ¿Puede la fe ayudar a la razón moderna a volver a poner en el centro al hombre, su bien y no solo su posesión y su uso?
Efectivamente, hoy la fe cristiana es la que defiende a la razón de su autodestrucción. Ya lo vio Descartes. Él demostró que, si queremos, siempre podemos dudar del resultado de nuestra comprensión racional, incluso de lo que es evidente. De hecho, según Descartes, podría tratarse del engaño de un genio maligno. Hoy no hace falta la hipótesis del genio maligno, pues la verdad como resultado de una evidencia solo se considera una condición mental subjetiva condicionada por el proceso evolutivo que, con una fe evolucionista, nos ofrece una ventaja respecto al resto de la naturaleza. Descartes necesitaba la idea de Dios para justificar la confianza en la razón humana.

¿En este sentido desafía Joseph Ratzinger a sus contemporáneos a «vivir como si Dios existiera»?
Las ciencias naturales se limitan a reconstruir la realidad empírica con la ayuda de simuladores. Pero si la razón se prohíbe a sí misma reflexionar sobre la relación que estos modelos tienen con la realidad, el Papa lo considera una automutilación de la razón. Frente al metódico «etsi Deus non daretur» de la ciencia, él postura un liberador «etsi Deus daretur», que es un rechazo a dimensionar la razón. En esta situación, la fe cristiana es la que defiende la pretensión elemental de la razón de estar abierta a lo que “es en verdad”, la pretensión de un conocimiento de lo absoluto, de Dios.

La fe como forma de conocimiento…
Benedicto XVI retoma una concepción antifideísta e insiste en el hecho de que la fe cristiana no es una fe ciega, un fanatismo, sino una fe que ve, un “rationabile obsequium”. Cuando Jesús dice a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer», muestra que el discipulado cristiano no es una imitación ciega, sino una obediencia inteligente.

Usted muestra cómo las posiciones de la modernidad caen a menudo en sus opuestos. El intento naturalista de explicar los gestos humanos reconduciéndolos a procedimientos fisiológicos cerebrales termina negando al hombre concreto como ser que actúa. Su postura filosófica, en cambio, se ha definido como «ingenuidad institucionalizada». ¿Tal vez sea este el problema que tenemos los modernos, la incapacidad para sorprenderse por las cosas presentes?
Sí, así es. En nombre de la ciencia se le quita al hombre su capacidad para actuar. Se produce una colonización de nuestro mundo vital. Pero, volviendo a la pregunta anterior, poner en duda la realidad de Dios quiere decir poner en duda la realidad misma. Nunca hay que olvidar que afirmar algo como real significa afirmar esa realidad como verdad eterna.

Con su “ingenuidad”, usted reivindica la posibilidad de decir algo que está a la vista de todos, la evidencia de lo real. Hoy parece casi imposible. Decía Chesterton: «Todo será negado, se atizarán fuegos por testimoniar que dos más dos son cuatro, se desenvainarán espadas por demostrar que las hojas son verdes en verano». ¿Se reconoce en este papel de defensor de la experiencia elemental del hombre común?
Nuevamente, solo puedo darle la razón. Cita usted a Chesterton. Yo deseo mencionar a otro testigo, Clive S. Lewis y su libro La abolición del hombre, que escribió durante la Segunda Guerra Mundial y que Hans Urs von Balthasar tradujo al alemán. También Joseph Ratzinger ha señalado ese problema de los tiempos modernos que Lewis calificó de peligro mortal, es decir, el problema moral de nuestra época, que está en separarse de esa evidencia originaria de la que hablábamos. Decía Lewis ya en 1943, usando la imagen del viejo pacto con el mago: «entregamos nuestra alma a cambio de poder. Pero, una vez entregadas nuestras almas (es decir, nosotros mismos), el poder así conferido no nos pertenecerá… Está en el poder del hombre tratarse a sí mismo como mero “objeto natural”… La objeción real es que, si el hombre elige tratarse a sí mismo como materia prima, eso es lo que será».

El hombre quiere conocer la realidad, tiene exigencia de la verdad. El cientificismo contemporáneo (con sus aplicaciones sociales y políticas) quiere dominarla para utilizarla. Este poder, dice usted, se extiende también al hombre. ¿Cómo es posible que, en una época que exalta los derechos, el hombre acabe siendo un objeto programable, rechazable y totalmente a merced del poder de los demás hombres?
Vivimos, en cierto sentido, en un mundo esquizofrénico. En algunos aspectos, la libertad humana debería emanciparse de cualquier presupuesto natural, y aquellos que lo piden suelen ser los mismos que propugnan una imagen extraordinariamente elevada de la dignidad humana y de la libertad. Pero apenas un instante después explican que el hombre no es libre en absoluto y sus acciones son procesos casuales carentes de sentido y guiados por el cerebro. La civilización moderna es presa de una dialéctica entre naturalismo y espiritualismo.

Dice usted que sin un fin, el fenómeno de la vida humana no es cognoscible; la búsqueda de causas solo explica la mitad de lo real. El hombre percibe que no puede vivir sin una meta, sin un sentido, y por eso lo decide él. Para usted, en cambio, el fin es intrínseco, hay una naturaleza que reconocer. ¿Cómo explicarlo, por ejemplo, a los defensores de la teoría de género que afirman que la persona elige su identidad sexual?
Vivir, dice Aristóteles, es «el ser del viviente», no es una determinada cualidad. Un hombre muerto no es un hombre que ha perdido una cualidad, con él desaparece del mundo el sujeto de esas cualidades posibles. El ser del viviente es un proceso continuo de asimilación. Cuando esto acaba, acaba el ser del organismo viviente y comienza el proceso sin sentido de la corrupción. Pero la “vida” en cuanto tal no existe. Todo viviente pertenece a una especie y su tendencia a la autoconservación es la tendencia a la conservación de la propia especie. «Cada uno según su especie», dice el relato de la creación en el libro del Génesis. El hambre, la sed, la atracción por el sexo opuesto tienen este fin. El hombre supera el fin de la conservación gracias a la auto-trascendencia, que le es propia en la doble forma del conocimiento y del amor. Dicen que tendremos que elegir nuestro género sexual. Libre elección, responsabilidad, culpa, virtud, castigo, perdón, etcétera, son solo ficciones. Pero nuestra vida asociada se apoya en esas ficciones. Para esta mentalidad, dialogar racionalmente en torno a las verdades racionales es eso, una ficción, una manera de tapar luchas de poder. Resumiendo, nuestro verdadero deseo no sería conocernos a nosotros mismos y la realidad, sino solo una voluntad de potestad.

Ya lo decía Nietzsche...
Sí, pero me parece que conoce mejor al hombre Benedicto XVI, al convocar un Año de la Fe que es también un año de la razón. Hoy los que tienen fe son los que defienden las capacidades de la razón. Si encuentras a alguien que afirme con fuerza la capacidad de la razón para alcanzar la verdad, puedes estar seguro de que se trata de un católico. Repito, la razón necesita a Dios y a la fe, porque donde se niega a Dios, al final se niega a la razón.