Castel Gandolfo con el observatorio de la Specola Vaticana

Francisco, entre el cielo y el Vaticano

Aunque el conocimiento del universo ha alcanzado límites vertiginosos, el 95% del cosmos todavía es desconocido. Y sin embargo, el Papa en su intervención en la Escuela de verano de la Specola Vaticana…
Marco Bersanelli

Del 4 al 29 de junio la Specola Vaticana –el observatorio astronómico de la Santa Sede– ha organizado en Castel Gandolfo la decimosexta edición de la Vatican Observatory Summer School, en la que cada año participan decenas de estudiantes y jóvenes astrofísicos procedentes de todas partes del mundo. Fundada en la segunda mitad del siglo XVI y guiada por padres jesuitas, la Specola Vaticana es uno de los observatorios más antiguos del mundo, que demuestra la particular atención que la Iglesia ha reservado siempre a la astronomía. Entre las numerosas contribuciones que han madurado en el ámbito de esta comunidad científica sui generis destaca la del padre Angelo Secchi, que a mediados del XIX sentó las bases de la espectroscopia astronómica clasificando por primera vez las estrellas en función de sus características espectrales. Más recientemente, en los años noventa, la Specola Vaticana instaló el Vatican Advanced Technology Telescope en el monte Graham, Arizona, a 3.200 metros de altura, el mejor observatorio astronómico de Norteamérica.

Como sus predecesores, el papa Francisco ha hecho sentir toda su cercanía a los astrónomos de la Specola. La última ocasión fue el pasado 14 de junio, cuando intervino en mitad de los trabajos de la Escuela de verano. Al entrar en el aula de Castel Gandolfo, ante ese grupo de jóvenes tan evidentemente heterogéneo, el Papa empezó subrayando que «la diversidad puede unir para un objetivo común de estudio, y que el éxito del trabajo también depende de esta diversidad». Es un aspecto típico del mundo científico, pero común a otros ámbitos de la actuación humana, y el papa Francisco lo entiende y lo valora: «de la colaboración entre personas de diferentes orígenes se puede llegar a una comprensión común de nuestro universo».

Este año el tema de la Escuela de verano se refería al estudio de las estrellas variables, cuerpos celestes que esconden secretos de gran relevancia para la física estelar, con aplicaciones cruciales sobre todo en el ámbito de la medida de las distancias en el universo lejano. En definitiva, un tema que ponía en primer plano las escalas de las dimensiones del universo. El papa Francisco, entrando en el meollo de su intervención, se refirió a la extensión del cosmos, desbordante hasta el punto de provocar una cierta sensación de miedo y extravío en el hombre contemporáneo. «A la luz de toda esta información y de este enorme universo, nos sentimos pequeños y podríamos sentirnos tentados de pensar que somos insignificantes».

Arizona. El “Vatican Advanced Technology Telescope” (VATT) en el monte Graham

En efecto, en el curso de los últimos cuatro siglos nuestra conciencia de la vastedad del universo ha alcanzado límites vertiginosos. Hoy hemos tomado conciencia de que toda la historia humana, las vicisitudes de los pueblos y sus culturas, todas las gestas heroicas y las mezquindades de las que el hombre ha sido capaz, se han desarrollado en la superficie de un pequeño planeta (la Tierra), que gira en torno a una estrella de medianas dimensiones (nuestro sol), que forma parte de una legión de 200.000 millones de estrellas, muchas de las cuales están acompañadas de otros tantos planetas; y todos estos miles de millones de estrellas y de planetas, todos juntos, componen nuestra galaxia, la cual no es más que una entre los cientos de miles de millones de galaxias distribuidas por el universo, en un espacio cuyas dimensiones se miden en miles de millones de años luz (un año luz es alrededor de diez billones de kilómetros). Y esto no es todo. Hoy tenemos razones para creer que todo lo que vemos –la suma de la materia y la energía de la que están hechas las estrellas y los planetas– es solamente el 5% del total: el 95% de la materia y de la energía del universo aún se desconoce.

Ante este abismo nuestra insignificancia parece irremediable. A medida que los descubrimientos astronómicos se han sucedido, restituyéndonos esta visión de la escena cósmica, el hombre ha desarrollado, más o menos conscientemente, un sentido de pérdida, una percepción de miedo en lo referente a la inmensidad del universo. Pero, observa el Papa, es una percepción que ya conocían los antiguos. «De hecho, no hay nada nuevo en este miedo. Hace más de dos mil años, el salmista escribía: “Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste tú. ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides?” (Salmo 8)». La vastedad inmensa del cosmos, que ya la mirada de los antiguos sorprendía en la bóveda estrellada, parece reducir al hombre a la nada. Pero, observa el Papa, para el salmista esta no es la última palabra. «Y sin embargo, continúa: “Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor”».

¿En qué consiste este posible rescate de la nulidad? ¿Qué hay en el hombre que, aun ante la enormidad del universo, puede ser motivo de “gloria” y de “esplendor”? ¿Es algo que valía solo para la ingenuidad de los antiguos o tiene algo que decirnos también hoy a nosotros, a nuestra manera de concebirnos a nosotros mismos y nuestra relación con el universo?

Una estrella variable, la ''β Cephei”

El Papa continúa con una observación metodológica, fundamental para todo tipo de investigación. «Siempre es importante […] comenzar admitiendo que hay mucho que no sabemos». Y, como hemos visto, ¡es necesario admitirlo! Pero es precisamente este espacio inexplorado ante nosotros lo que nos empuja más allá, lo que vuelve a despertar la curiosidad y el coraje por seguir indagando, con la libertad de quien espera descubrir algo que está más allá del horizonte de lo ya conocido. «Así como nunca debemos pensar que lo sabemos todo, nunca deberíamos tener miedo de aprender más». La tarea del científico, continúa el papa Francisco, es verdaderamente «conocer el universo, al menos en parte; conocer lo que sabemos y lo que no sabemos, y cómo podemos proceder para saber más».

Ya el hecho de que este camino de conocimiento sea posible tiene en sí algo grande. No es para nada obvio que el hombre, un grano de polvo en medio del cosmos, tenga la posibilidad de leer la naturaleza hasta niveles tan profundos como hoy indagamos con el método propio de la ciencia, impulsándose más allá del perímetro de lo que le hace falta para vivir. Así, observa Francisco, «también en este sentido podemos entender "la gloria y el esplendor" de los que habla el salmista, la alegría de una labor intelectual como la vuestra, el estudio de la astronomía». Las leyes de la relatividad y de la mecánica cuántica, formuladas en el lenguaje matemático, aun siendo incompletas corresponden fielmente al comportamiento de la naturaleza hasta billones de veces las dimensiones típicas accesibles a nuestra experiencia sensorial. Hay algo prodigioso en esta circunstancia. «Es un regalo maravilloso que no comprendemos ni merecemos», decía Paul Eugene Wigner; en palabras de Albert Einstein, «lo más incomprensible del universo es el hecho de que el universo sea comprensible».

Pero la mirada que el hombre dirige a la realidad no se reduce a la mirada científica. «Y luego hay otra mirada metafísica, que reconoce la Primera Causa de todo, oculta a los instrumentos de medición». La inteligencia humana comprende la existencia de una realidad que es de otro orden respecto a las infinitas modalidades con que la naturaleza se presenta a la observación empírica, y que es como la raíz última de esa naturaleza, el punto del que nacen las cosas. En palabras de don Giussani, «solo la afirmación del misterio como realidad que existe más allá de nuestra capacidad de reconocimiento corresponde a la estructura original del hombre» (El sentido religioso). Y en este punto el Papa indica un tercer nivel de conocimiento. Más allá de la investigación empírica que la ciencia ofrece, y más allá de la lúcida conciencia metafísica de una “primera causa”, hay «todavía otra mirada, la de la fe, que acoge la Revelación». Ese fundamental método de conocimiento, distinto a los demás, por el cual perjudico a mi razón si no creo en un testigo fiable para mí, como decía don Giussani en el libro ¿Se puede vivir así?

Son métodos de conocimiento distintos entre sí, pero no contrapuestos, sin duda. Al contrario, continúa el Papa, «la armonía de estos diferentes niveles de conocimiento nos lleva a la comprensión; y la comprensión –esperemos– nos abre a la Sabiduría». Si el conocimiento del universo que obtenemos con nuestra investigación científica está desconectado de esta mirada más amplia, este se pierde en una soledad vacía y amarga. Escribe de nuevo don Giussani en El sentido religioso: «la capacidad lógica, de coherencia o de demostración, no son otra cosa que instrumentos […] al servicio de una mano más grande, de la amplitud del “corazón” que los utiliza». Y esta tensión por darse cuenta de la realidad hasta buscar su significado último, este “corazón”, esta “sabiduría” son los que permiten al hombre no interrumpirse ante la aplastante desproporción del cosmos; es más, el hombre aparece, aun en su absoluta pequeñez, como un punto irreductible en el cosmos, ese «nivel en que la naturaleza toma conciencia de sí». Prosigue el papa Francisco: «A través de nosotros, criaturas humanas, este universo puede volverse, por decirlo así, consciente de sí mismo y de Aquel que nos creó. Es el don –con la responsabilidad relativa– que nos ha sido dado como seres pensantes y racionales en este cosmos». El yo humano, casi una nulidad en el gran cuadro del universo, es “autoconciencia del cosmos” y puede decir “Tú” al Misterio que lo crea. Aquí está su paradójica grandeza, la “gloria y esplendor” de los que ha sido coronado. Hoy como hace tres mil años.