William Congdon, Tres árboles, 1998

William Congdon. Testigo de una presencia

Hace veinte años, el 15 de abril de 1998, fallecía el gran pintor americano amigo de don Giussani. “Huellas” lo recordaba a través su último cuadro, pintado en Viernes Santo, pocos días antes de morir
Rodolfo Balzarotti

«Mi ánimo tenía la sensación de que [los tres arboles] ocultaban alguna cosa que no podía él aprehender... ¿En dónde los había visto ya? (...) ¿O sería quizá que no los había visto nunca y que ocultaban tras su realidad una significación obscura, tan difícil de descubrir como un remoto pasado, y por ello al solicitarme para que profundizara en un pensamiento se me figuraba que reconocía un recuerdo? (...) En sus ademanes sencillos y fogosos percibía yo la impotente pena de un ser amado que perdió el uso de la palabra y se da cuenta de que no podrá decirnos lo que quiere y de que nosotros no sabremos adivinarlo (...). Vi cómo se alejaban los árboles, agitando desesperadamente sus brazos... Y cuando el coche cambió de dirección... y dejé de verlos... me sentía tan triste como si acabara de morírseme un amigo, de morirme yo mismo, de renegar a un muerto o a un dios» (Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor).

Impactado por estas palabras, Bill pintó su último cuadro, el 10 de abril, viernes santo, pocos días antes de morir. Cuando, después de las exequias, unos amigos entraron en su estudio de la Cascinazza, ahora tan silencioso, vacío, y al mismo tiempo tan impregnado en cada centímetro cuadrado por su huella, de repente fueron recibidos por esta singular imagen. Solo se podía entender como un último saludo de despedida, pero también como algo más: un conmovedor y cariñoso signo de que su compañía perduraba, también ahora, también con la tristeza de la pérdida. Como un pequeño adelanto de la resurrección que se le concedió al artista para que nos la ofreciera a nosotros, pobres santo Tomás necesitados de ver y tocar.

En su estudio en el monasterio de la Cascinazza

Tres árboles, por tanto. Es curioso que la pintura de Bill, en esta etapa de enfermedad más avanzada, de impedimentos físicos que hacían precario cada gesto, comenzara un camino hacia un figurativismo casi naif. Árboles, casas, campos, flores. Pero sobre todo árboles. Un mes antes, leyendo un ensayo sobre la Trinidad de Rublev, ya había pintado una imagen de tres árboles y luego, precisamente, la Trinidad.

El árbol en la pintura clásica de Congdon se representaba sobre todo con un tronco, un tronco negro y sólido, dominado por una rejilla de ramas desnudas. Ahora, en cambio, el tronco se estrecha y no parece apoyarse realmente en el suelo; sus raíces están ocultas, de modo que ahora el árbol parece arraigado en el cielo, gracias a la gloria del follaje que se infla –verdaderamente “lleno de espíritu”– para formar una especie de globo aerostático que la tierra apenas retiene.

Sin embargo, los tres árboles del Viernes Santo, con sus “ademanes” proustianos, parecen decir muchas cosas más. En primer lugar, los tonos del cuadro presentan una claridad y una ternura conmovedoras. Su “hora” está, en cierto modo, fuera del tiempo. El disco en el cielo podría ser un sol sin brillo pero también una luna en un clarísimo amanecer. Día y noche, claridad y silencio, se funden. El árbol de la derecha se eleva recto como muy pocas veces ocurre con los árboles de Congdon, siempre un poco torcidos. La copa es más redonda y llena. Por el contrario, el de la izquierda parece estar a punto de caerse, en un movimiento acentuado por la forma alargada de su copa. Su movimiento no es solo hacia abajo, sino también lateral, como si estuviera a punto de salir del cuadro. El detalle es aún más curioso porque en los bocetos preparatorios este árbol aparece en cambio doblado hacia la derecha.

Por último, el tercer árbol, el más pequeño, el del centro, también doblado levemente hacia la izquierda, es el que menos se parece a un árbol, ya que radica profundamente en la tierra, sin tronco. Y sin embargo, por su forma alargada y puntiaguda, parece más un dedo índice que se dirige hacia arriba, es decir, hacia el disco blanco, que se sitúa justo en su vertical. En esta posición, el disco parece una cabeza que se despega del cuerpo y está suspendida en el cielo. Así, en los pocos centímetros cuadrados del panel se desarrolla una especie de representación sagrada, un silencioso drama que rebota de uno a otro de los tres “personajes”, y de ellos a nosotros que observamos.

Es, como en otras obras de Bill, un drama de cielo y tierra que trae a la memoria algo que escribió hace muchos años. «¿No hay tres niveles? El del espacio, el de las cosas que están delante o dentro del espacio..., el de las cosas caídas al suelo, que están en el suelo. Las cosas caídas... con el olvido al acecho o ya alcanzado, las cosas que la muerte compone según avanza la descomposición de su ser olvidadas... Las cosas mientras... esperan a caerse, a volver al suelo, o que esperan volar... el árbol, el pájaro, la luna. La no-cosa o el espacio que determina todo, que es fuente de todas las cosas que... están en el suelo o a punto de volver al suelo. Fuente del espacio que se genera en la tierra, es decir en la transfiguración de la tierra en espacio. ¡Espacio de Perdón!».