Eugène Burnand, "Autorretrato", 1915

Eugène Burnand, aquel que supo seguir esa carrera hacia el sepulcro

Es el autor de la imagen del Cartel de Pascua de CL. Suizo, protestante, pensaba que el cristianismo podía dar al arte lo que más le faltaba. Para reproducir el sentido teológico del momento, se despertaba al amanecer, para ver “esa” luz...
Giuseppe Frangi

Cuántas veces hemos observado este cuadro, cuántas veces hemos reflexionado sobre él, cuántas veces nos ha hecho vibrar. Sin embargo, delante del nombre de su autor, Eugène Burnand, instintivamente no podemos evitar preguntarnos: ¿quién era este hombre? De hecho hay muy pocos casos como este, de un autor que solo se identifica fundamentalmente con una única obra, hoy conservada en uno de los museos más visitados de Europa, el Museo de Orsay en París. Cuando Burnand pintó este cuadro tenía casi 50 años, lo presentó en 1898 en el Salon, la exposición anual de París que recogía la producción de los artistas más cercanos al gusto oficial. Tuvo un grandísimo éxito, hasta tal punto que el Estado lo compró para exponerlo en el Museo de Luxemburgo. A partir de entonces siempre se ha incluido en las colecciones públicas francesas, pasando también por el Louvre, hasta llegar a la sede actual.

Antes de explicar el cuadro, conviene saber algo más sobre el autor, datos que ayudan a comprender mejor la obra. Burnand (1850-1921) nació en la Suiza francesa, en una familia protestante. Fue protestante toda su vida, y este es un primer motivo de sorpresa. De hecho la Reforma, sobre todo en su declinación calvinista y suiza, rechazó rotundamente el uso y la producción de imágenes sagradas. Las iglesias, sobre todo a finales del XVI, se vaciaron y a los artistas solo les quedaba espacio para imágenes devocionales privadas, casi siempre de pequeño tamaño.

Los discípulos Juan y Pedro corren al sepulcro la mañana de Resurrección, 1898

Sin embargo, Burnand llegó en un momento de gran recuperación del arte religioso en Europa, un fervor que también contagió a la cultura protestante. En 1898 un periódico de la Reforma, La Foi et la Vie, dedicó un número a esta cuestión, ¿el protestantismo es incompatible con el arte? Al debate invitaron al mismo Burnand, que contestó así: «El protestantismo es simplemente el cristianismo en toda su pureza; es el principio capaz de dar al arte lo que más le falta, la alta inspiración, la sinceridad, la emoción persuasiva». En aquel debate intervino también André Michel, conservador del Louvre, que había intentado demostrar que Calvino, Lutero y Zwingli no eran “iconofobos”.
En resumidas cuentas, hasta para un artista de profunda fe protestante el sendero estaba trazado. Hasta tal punto que Burnand, en las primeras décadas del nuevo siglo, seguirá produciendo imágenes religiosas, a veces muy desafiantes (como La oración sacerdotal o El reposo en Betania), pero sin rozar el éxito ni la fascinación de esta obra “única”.

La oración sacerdotal, 1900-1901

Él siguió una línea que se diferenciaba de la estética o simbolista, que constituían las líneas maestras del arte religioso entre los siglos XIX y XX. En una carta de 1897 resumía muy bien su creencia artística: «Para mí el misticismo consiste más en la intensidad y profundidad de la visión que en la imaginación liberada de sí misma. Yo soy realista por naturaleza y por destino».

Dicha aplicación a la realidad representa también la base del método seguido a la hora de realizar esta obra, de la cual siempre hay que tener en cuenta el título completo, Los discípulos Juan y Pedro corren al sepulcro la mañana de Resurrección: la carrera y la mañana son, de hecho, dos elementos cruciales. «Me levanto por la mañana para estudiar en el brillo de los ojos de mi modelo el ardiente reflejo del sol que amanece en el horizonte», escribe en una carta a su amigo Paul Robert. Y explica que en la “condensación luminosa” confluyen el sentido teológico, el realismo atmosférico y el respeto cronológico del momento en el que ese hecho aconteció. La luz del sol que nace brilla de hecho, en concreto, en la pupila muy abierta de Pedro. Es uno de los detalles más preciosos de esta obra.

El segundo elemento es la carrera. Los dos van corriendo, como sugiere tanto su inclinación hacia delante como el aire en el que parecen navegar y que juega con su pelo. Dejan atrás, lejos y pequeñas en el horizonte, las tres cruces, para ir a abrazar aquella esperanza inesperada. Todavía no se lo creen, están llenos de un asombro que es casi desconcierto (y esto convierte el asombro en algo aún más verosímil). Son un joven y un hombre que Burnand ha intentado respetar incluso en su identidad antropológica de palestinos de aquel preciso momento (véanse las manos de Pedro), cuyos rostros están definidos por lo que están mirando. Por otra parte, la belleza de este cuadro no reside en la maestría de quien lo pintó, sino en su tensión a seguir, en ese instante, la carrera de los dos discípulos.