Rusia 1917. La libertad destrozada

A los cien años de Octubre 1917 las razones (menos estudiadas) de la revolución. Un viaje empezado en el Meeting de Rímini, con Bugakov, Berdiayev, Frank y otros coevos… Su «humanidad consciente» es muy valiosa para nosotros hoy. He aquí por qué
Francesco Braschi

«El camino histórico y espiritual del hombre occidental durante más de cuatro siglos desemboca en la revolución rusa». Esta afirmación del filósofo Semën Frank, escrita en 1924 mientras se encontraba exiliado en Berlín, resume sintéticamente las razones por las que la revolución bolchevique de 1917 no representa solo un evento del pasado, sino más bien una pregunta sobre nuestro presente. Nosotros, “hombres occidentales”, no podemos sustraernos a esta provocación sin caer en una ignorancia culpable respecto al presente y a las raíces del malestar que lo define A la frase arriba citada, Frank añade a continuación otro pensamiento: «Semejante resultado, obviamente, no se comprueba solo en la revolución rusa, sino muy claramente también en Europa».

Un malestar de la persona. Ante una afirmación así, es fácil que surjan una serie de objeciones que –si bien pueden nacer de cierto temor a que vacile nuestro deseo de reconocernos “más allá” del horizonte de sangre y terror que evoca el recuerdo del bolchevismo revolucionario y del régimen– exigen legítimamente que se aclare cómo se documenta una concatenación semejante de causa y efecto. De hecho, es bien sabido que lo que históricamente se repite con más facilidad (y que corresponde a la impostación historiográfica que prevalece en los manuales) es que la revolución de 1917 sería el resultado de una serie de factores ligados al carácter excepcional y peculiar del Imperio ruso: el retraso económico y social, la enorme pobreza y el hambre, la exclusión de los circuitos culturales europeos del sistema educativo y universitario zarista. Por tanto, no representaría un fenómeno replicable en el mundo occidental. Pero esta opinio communis es hija de un enfoque histórico cuyo máximo interés era precisamente presentar esa revolución como una suerte de “catarsis” providencial, antesala de un objetivo incontestable e impostergable, la mejora de la situación del pueblo explotado y enfurecido con el tirano.

Entrada a la exposición ''Rusia, 1917: el sueño roto de un mundo nunca visto'' en el Meeting de Rímini

Adriano Dell’Asta, Marta Carletti y Giovanna Parravicini son los comisarios de la exposición del último Meeting de Rímini "Rusia, 1917. El sueño roto de un mundo nunca visto" y autores del libro homónimo que constituye la base histórico-conceptual que incluye los ensayos citados en este artículo, cuya traducción al español publicará próximamente Ediciones Encuentro. En dicha exposición se examinan las fuentes coetáneas a los primeros años del siglo XX, mostrando que la situación económica, cultural y social del Imperio ruso no era muy distinta de la de las naciones occidentales, y que se trataba de una sociedad en rápida transformación, impregnada por un dinamismo positivo y por la espera compartida –al hilo del cambio de siglo– de una era de renovación y desarrollo. Resulta patente que son otros los factores negativos que abonaron (y abonan) el terreno para la catástrofe de la revolución. Estos nos remiten a una dimensión de malestar de la persona y de la sociedad, que revela analogías llamativas con la situación actual. En primer lugar, el fenómeno del terrorismo, que agita el escenario ruso ya desde la segunda mitad del siglo XIX y que sufre una aceleración impresionante en la década anterior a 1917, con miles de víctimas (entre muertos y heridos), a los que seguirán entre 1905 y 1911 casi 2.500 condenas a muerte. Si bien las técnicas utilizadas entonces (vagones bomba, terroristas suicidas, ataques individuales y masacres indiscriminadas) convierten lo que estamos viviendo ahora en un trágico deja vu, resulta decisivo entender cómo la ideología terrorista va acompañada de un crecimiento del nihilismo y de una absoluta falta de consideración por las víctimas, reducidas acaso a puro símbolo de un poder odiado e incapaz de interlocución (el poder zarista), o bien al simple resultado del uso de la violencia (que los terroristas justifican como algo normal e inevitable) como instrumento de la lucha para acelerar el fin de una sociedad injusta, que ya consideraban en descomposición. Y, en esto, no les faltaba razón.

Enfrentamientos en Petrogrado en 1914

Un declive fatal. De hecho, en el siglo XIX el zarismo se muestra como un régimen autocrático y ya solo anclado formalmente al principio cristiano y bizantino de la “sinfonía de poderes” que había visto en su nacimiento la afirmación de la figura del emperador como “padre” del pueblo. El aparato estatal se vuelve invasivo, represivo y sobre todo guiado por la idea –compartida plenamente por Nicolás II– de que incluso una forma incipiente y limitada de democracia representativa sería nefasta para el pueblo, del que en cambio se espera que reconozca en el zar “bendecido por Dios” a aquel que tiene la tarea de guiarlo y educarlo. Pero la decadencia del principio inspirador cristiano de la autocracia zarista no nace solo del avance del terrorismo y de las corrientes revolucionarias. Sus raíces son mucho más profundas y –como aclara Frank– se remontan al siglo XVIII, «al círculo de dignatarios librepensadores de la corte de Catalina II», cuya época, sin embargo, «no habría sido posible sin el espíritu de Pedro el Grande y sus reformas». Por su parte, en 1917, a pocos días de la revolución de octubre, Serguei Bulgakov escribía: «Pedro introdujo en la dirección eclesiástica el principio protestante de la Iglesia de Estado (cuius regio eius religio), convirtiendo a la Iglesia en dicasterio sinodal. Al mismo tiempo, también modificó el viejo concepto de “zar ortodoxo”, sustituyéndolo por un absolutismo policial y burocrático de estampa alemana… Europeizando Rusia, Pedro inoculó en el país el veneno de la cultura protestante, y al mismo tiempo paralizó la vida de la Iglesia, impidiéndole llegar a una conciencia universal. Hoy vemos los resultados de un declive fatal que apuramos hasta el fondo, resultados igualmente funestos para el Estado y para la vida de la Iglesia».
Este diagnóstico, lucidísimo y dramático, empieza a mostrarnos qué vínculo nos une a la revolución rusa. El reclamo a la Ilustración, al protestantismo y al absolutismo de matriz alemana para explicar la degeneración del zarismo y la reducción de la Iglesia ortodoxa (al menos en su componente institucional) a mero departamento estatal –preparando así el terreno para la afirmación contrapuesta del socialismo revolucionario y el nihilismo terrorista– solo describen de hecho el epifenómeno de un proceso mucho más grave e invasivo, que Frank sintetiza así: «El socialismo representa la culminación y a la vez la inversión radical de la democracia liberal. Se inspira en su propio motivo fundamental y en el motivo común de toda la época moderna, hacer del hombre y de la humanidad los auténticos dueños de su propia vida, darles la posibilidad de forjarse libremente su propio destino. Pero percibe el vacío, la ausencia de contenido y la contradicción interior de la libertad formal dada por la democracia liberal. El hombre, formalmente libre, abandonado a sí mismo, no puede hacer nada y cae víctima de la casualidad social, es el juguete de la coyuntura económica, el esclavo de las clases económicamente fuertes. Entonces, para hacer al hombre verdaderamente libre, hay que sacrificar su libertad individual formal, incorporarlo a una colectividad y permitir a la humanidad, después de proporcionarle todos los medios terrenos, que organice su vida según su propia racionalidad y arbitrio, incluso a costa de convertir al individuo en esclavo».

Febrero 1917: las primeras manifestaciones en Petrogrado

Con la llegada de la revolución rusa, estamos pues ante la afirmación de un “sueño” nunca realizado ni realizable, es decir, el de una libertad absoluta e ilimitada, consistente sobre todo en la rescisión de cualquier vínculo con la trascendencia, con cualquier principio personal externo y previo al hombre, que ya no reconoce nada más que lo que puede medir con sus propias fuerzas.
Y aunque este trágico “sueño” estalló en Rusia de manera repentina, paralelamente a la percepción del vaciamiento total del fundamento religioso de la sociedad imperial, la voluntad de autoafirmación y rechazo de la dependencia creatural llevan siglos actuando en el mundo occidental, de un modo gradual y progresivo, que no parecía potencialmente destructivo. El mismo Frank lo intuyó ya en 1924, anticipando la descripción de lo que reconocemos como la “caída de las evidencias”. «La cultura secularizada del siglo histórico occidental moderno, basada en la libertad personal, ha creado toda una serie de principios arreligiosos pero al mismo tiempo “sagrados”, sobre los que se apoya firmemente y que radican a su vez en la fe de la que son objeto. La nacionalidad, la propiedad, la familia, el poder estatal, los “derechos del hombre y del ciudadano”, la “dignidad personal”, todo esto son huellas y reflejos laicos de la antigua educación teocrática. En Occidente, la desintegración de los fundamentos espirituales y ontológicos del ser, esencialmente religiosos, tuvo lugar de forma gradual a lo largo de toda la historia moderna, mediante una transformación que les atribuyó una forma laica, a través de la cual aún hoy se transparenta la esencia originaria. Es por esto que tal proceso no podía tener un carácter realmente destructivo, que solo se puso de manifiesto más tarde. Más de una vez Europa, llegando al borde del abismo, presa del terror de la anarquía, se ha salvado gracias a su conservadurismo, a su fe en principios sagrados».

Tropas obreras delante del Kremlín en 1918

Error fundamental. Hoy ya somos plenamente conscientes de la matriz unitaria y común de este proceso de autoafirmación del hombre que rechaza su condición creatural. Si esto dio lugar en el este al bolchevismo, el terror rojo, la economía planificada, las purgas estalinistas y el ateísmo de estado, al oeste nos encontramos ante la pretensión del hombre de plasmarse y definirse a sí mismo a su gusto, la afirmación de un relativismo donde todo vale, excepto la afirmación del Misterio como un “tú” personal. Y si el marxismo ha mostrado –con la caída del bloque comunista– toda su falacia, todavía a muchos en Occidente les cuesta reconocer el vacío que se ha generado y que, paradójicamente, está volviendo a dar espacio a fenómenos como el terrorismo nihilista.

Sin embargo, justo al final de esta lúcida y tremenda descripción, Frank fue capaz de escribir: «El error fundamental de la época moderna fue identificar la libertad con la revuelta, querer afirmar las profundidades creativas del espíritu humano arrancándolas del terreno divino en que hundían sus raíces y que constituía su única fuente de alimento. La humanidad creía poder alcanzar el cielo separándose de sus propias raíces y flotando en el aire; parecía querer conquistar el cielo y someterlo. Pero, de hecho, solo es posible alcanzar el cielo si hundes tus raíces en él desde el principio…». Y concluía así: «A través del caos, la devastación y las tinieblas de estos días, se vislumbra la época en que la humanidad consciente no tenderá a la libertad que pretendió el hijo pródigo, sino a la libre filiación de Dios. Si, cómo y cuándo llegará esta época, depende por un lado del alcance de la voluntad espiritual, de la disponibilidad al sacrificio de cada uno de nosotros, y por otro del inescrutable designio de la Providencia, que guía a la humanidad por caminos históricos que solo ella conoce».

Desfile militar en Moscú en 1955 por el aniversario de la Revolución

Figuras como Frank, Bulgakov, Berdiayev (y tantos otros) supieron encarnar esta “humanidad consciente” y capaz de recuperar, junto al camino hacia Dios, la capacidad de vivir una libertad superior a cualquier circunstancia adversa, desde el exilio a la pobreza, la persecución o el martirio. Aún pueden convertirse en unos compañeros de viaje muy valiosos para nosotros, que vivimos asediados por un nihilismo no menos destructivo y que todavía debemos aprender cómo vivir la libertad, la dependencia confiada y la certeza de la esperanza.