Darío Fo (1926-2016).

El juglar, Francisco y esa necesidad inconfesada

Su pasión era la política. Y su blanco favorito era la Iglesia, a la que nunca escatimó nada. Sin embargo, el gran actor (y Premio Nobel de Literatura) que acaba de fallecer tenía otro amor. Al que siempre permaneció unido
Luca Doninelli

A los noventa años de edad, ha muerto Darío Fo, en el hospital de Sacco, a las afueras de Milán, donde pasó toda su vida de artista. Para los que hemos pasado los cincuenta, Darío Fo es un símbolo imprescindible no solo del mundo del espectáculo en Italia, sino de la historia misma de este extraño país.

Dejando a un lado la biografía, que podéis leer en cualquier parte, cuando ganó el Premio Nobel de Literatura hace 19 años, que fue un escándalo en su momento, yo también me preguntaba qué tenía que ver alguien como él con la literatura. Desde hacía años se hablaba de Mario Luzi como único candidato italiano creíble al Nobel, en cambio le tocó a él, lo cual le quitó definitivamente toda esperanza al poeta florentino.

Son cosas que pasan. Como este año que el Nobel, en mi opinión tarde y sin un verdadero coraje, ha ido a parar a Bob Dylan, eliminando así a Philip Roth de la lista de candidatos posibles.

Sin embargo, los años pasados desde aquel famoso 1997 me hicieron cambiar en gran parte de idea.

Darío Fo se ha caracterizado durante toda su vida, hasta el instante mismo de su muerte, por un inmenso celo. «¡Sobre todo nada de celo!», recomendaba Talleyrand a sus colaboradores, conociendo los riesgos de las iniciativas demasiado personales. Darío Fo fue lo contrario de esta prudente indicación, casi proverbial. Opuesto hasta la intemperancia, hasta hacer un verdadero lifting a su propia biografía, avergonzándose de haber sido en su más tierna juventud (a los 17 años) un republicano cuando la alternativa a servir a la República de Salò era la deportación.

Le dominaron dos grandes pasiones: por la política y por la figura de Jesucristo. En la última parte de su vida, se fue afirmando cada vez más una tercera pasión: el arte medieval y renacentista, que inspiró algunos de sus espectáculos.

Su pasión política, su compromiso con la izquierda -primero en el PCI y luego en la llamada zona extraparlamentaria, con simpatías veladas por las derivas más extremas de ese movimiento- le causó varios problemas, como su exclusión del mayor espectáculo de la RAI en 1962 a causa de las continuas intervenciones de la censura. Problemas que sin embargo él siempre consiguió resolver a su favor, algo de lo que no todos pueden presumir.

Entre sus obras políticas más famosas está Muerte accidental de un anarquista sobre el caso Calabresi, con una vibrante defensa del anarquista Pietro Valpreda, que fue considerado (por error) responsable de la matanza en la Plaza Fontana.
Sobre este caso volverá en varias ocasiones, con intervenciones no siempre de buen gusto, como cuando en 1998, un año después del Nobel, escribió una farsa mordaz contra Leonardo Marino (¡Libertad a Marino!, ¡Marino es inocente!), el arrepentido que acusó del homicidio de Calabresi a los ex dirigentes de Lucha Continua (un grupo extraparlamentario muy fuerte, apoyado por un interesante periódico) Adriano Sofri, Ovidio Bompressi y Giorgio Pietrostefani. Esto por poner un ejemplo del celo de Fo y de su generosidad: lanzarse por puro apoyo a defender a unos acusados de homicidio mientras el proceso aún estaba en curso.

Pero el compromiso político de Fo, apoyado por su esposa Franca Rame (1929-2013), su compañera de vida y de lucha, que en 1974 llegó a ser secuestrada y violada por un grupo neofascista, siempre se mezcló con una particularísima actitud religiosa, que revestía con hábitos políticos pero sin llegar a convencer a todos de que solo se tratara de una vis polémica.

La Iglesia, con la que tuvo varios problemas, fue el objetivo preferido de su sátira: hipócrita, violenta, perseguidora, responsable del aburguesamiento de la sociedad, etcétera, etcétera. Sus personajes son víctimas de la Inquisición, como Johan Padan (Johan Padan en el descubrimiento de las Américas, 1992), o santos «herejes» (sic) como su Francisco de Asís (Francisco, juglar de Dios, 1998), un espectáculo este último que desató una polémica en la que también participé yo.
Pero para contar este episodio que me parece bastante significativo, hay que decir que Francisco, juglar de Dios es una especie de spin-off del que fue el mayor espectáculo de Fo, su obra maestra, Misterio bufo (1969).

Describir Misterio bufo no es fácil. Yo recomiendo comprar el DVD y verlo. En todo caso será divertido. Podrá molestar el tono, siempre polémico/predicatorio, o el público adorador que siempre lo rodea, pero no se puede negar la grandeza del artista. Consiste en varias escenas, cada una diferente y dividida en dos partes: una introducción en lengua italiana, tan bella pero también fuertemente ideológica, seguida de la escena de verdad, donde Fo habla en grammelot, una especie de hilarante lengua onomatopéyica, una glosolalia formada por sonidos de varios dialectos y muy significativa no tanto por las palabras que pronuncia el actor sino por cómo lo hace. En esa misma época, por situarnos, Giovanni Testori hizo algo parecido con la Trilogia degli Scarrozzanti, con la diferencia fundamental de que Testori no renunció a dar a sus neologismos un significado preciso y bien comprensible.

El espectáculo de Fo, representado en mil ocasiones, tiene dos ingredientes fundamentales: la pobreza campesina italiana en todos sus aspectos (tanto el hambre como sus trucos para vencerla) y una sociedad fuertemente clasista, dominada por una Iglesia siempre opresora.

Pero el sustrato católico de Fo permanece siempre, incluso desde la oposición. Siempre mostró un amor sincero por Jesucristo (sobre todo naturalmente por el de los Evangelios apócrifos, que Fo contraponía a los Evangelios hipócritas: unos reales por ser apócrifos, otros falsos por ser aceptados por la Iglesia, pero así era él) por encima de sus intemperancias, a menudo calculadas, como una verdad que se abría paso en su actitud de actor teatral.

Cuando estrenó su Francisco, juglar de Dios, el acontecimiento fue precedido de declaraciones exageradas de Fo, diciendo que tenía la prueba documental de que Francisco era hereje. Si la Iglesia era el Mal y Fo amaba a Francisco, eso solo podía ser porque este último era un hereje. Algunos historiadores católicos reaccionaron rápidamente, y con óptimos argumentos por cierto.

Luego llegó el espectáculo, al que yo asistí. Enviado por el periódico Avvenire, iba preparado para escribir en contra de Fo. Pero el espectáculo me gustó mucho y, sinceramente, no encontré nada herético, de hecho lo recomendé vivamente. Del relato de Fo hasta los Papas (incluso el tan odiado Bonifacio VIII) salían bastante bien parados, aferrados a sus privilegios pero capaces de conmoverse ante la grandeza de Francisco. Era muy hermoso el episodio del lobo de Gubbio, con el astuto lobo contestando a las acusaciones del santo («si soy malo, enfádate con Dios, que Él me ha hecho así») y Francisco rebatiendo los argumentos teológicos del animal con un cristianismo apegado a la experiencia, como diciendo: ok, tú estás hecho así, pero aparte de eso, ¿una vida matando, despedazando, causando luto y dolor te parece hermosa? Ante lo cual el lobo se ve obligado a ceder, se queda sin apoyos ideológicos: no, no es una vida hermoso, punto y final.

Quién sabe si este lobo no esconde, en el fondo, la verdadera biografía, esa secreta y celosa, de Darío Fo: un gran artista, bufón, intemperante, insoportablemente ideológico pero con una necesidad acaso inconfesada, o confesada a veces, de no tener más apoyos ni defensas, de abandonarse a ese Jesús al que siempre amó.

Yo también conozco las astucias de la autodefensa y de la retórica, de la vanidad y del partidismo, a veces por amor pero a veces por cálculo. Y sé, desde mis confusas oraciones de la mañana, que mi verdadero deseo es que Dios venza todo esto para introducirme, día tras día, en la verdadera vida, que es la Suya y no la mía. Darío Fo es igual que yo: una vez depuestas las armas de la ideología, esto es lo que importa.