Al final gana Shakespeare

Llega a los cines la esperada película de Justin Kurzel. En un mundo casi post-shakespeare como el nuestro, la historia de una pesadilla de poder y violencia. Lo que demuestra por qué hay que releer al Bardo para entender los dramas de hoy.
Alessandro Banfi

Para empezar, el primer mérito es haber llevado Macbeth a las pantallas de cine. La empresa no se había intentado desde 1971, cuando Roman Polanski produjo una obra maestra con la que es difícil compararse, un punto de referencia para todos los cinéfilos que, junto a la versión de Akira Kurosawa, Trono de sangre, y la edición histórica de Orson Welles, constituyen el imaginario cinematográfico de la obra del gran Bardo. Tenía que llegar un australiano como Justin Kurzel, un poco salvaje, un poco extraño, un poco naif, para volver a llevar a la gran pantalla un texto tótem como el de Shakespeare, para hacernos entender por qué hoy sigue vigente, porque sigue teniendo cosas que decirnos.

Dicho sea de paso que estamos en un mundo post-shakesperiano, donde casi pasa a un segundo plano la grandeza poética del verso, su monumental yámbica, tan intensa y fuerte en Kenneth Brannagh y también en el Al Pacino de Looking for Richard (una extraordinaria puesta en escena neoyorquina de Ricardo III). Aquí, nos reencontramos con Shakespeare mediante el videojuego y el western, la locura da paso al cine negro, la sangre corre a chorros. La trama, los personajes y la escena casi prescinden de la histórica musicalidad de los versos, esa musicalidad que tanto inspiró a Verdi y a Testori en sus versiones de Macbeth). De hecho, este Macbeth de Kurzel ha recibido muchas críticas después de su estreno en Cannes (no olvidemos que Polanski también fue vapuleado por la crítica en ese mismo festival), acusado de frialdad, distancia, falta de implicación emotiva.

Pero muchas de esas críticas me parecen injustas. Claro que puede decepcionar no hallar el verso que tanto nos gusta, o puede sentar mal que la histórica escena de la dama que explica al médico cómo la reina (ya enferma) se lava continuamente las manos, con ella diciendo: «¿Nunca estarán limpias estas manos mías?», se diluye, no aparece en la adaptación cinematográfica... Pero hay sugerencias fascinantes. En la elección del paisaje y la ambientación (perfecto el castillo de Bamburgh, sobre el mar), y también en los cambios de trama que introduce el director. El prólogo del film, por ejemplo, es inexistente en Shakespeare, y cuenta al principio el funeral de un niño, tal vez un hijo, que el cineasta incluye para explicar la locura del protagonista: uno de los detalles que, entre otros, convierten a esta película en un film "basado en" y no rigurosamente shakesperiano. Lo ha explicado el propio Kurzel en una entrevista: «Un guerrero que ha perdido un hijo. En la guerra ha visto cosas terribles y vive atormentado. Hemos hablado con varios soldados que han vuelto del frente. Sus demonios salen a la luz igual que los fantasmas de Macbeth...». Una idea interesante, que lleva esta obra a la sangre y locura de nuestros tiempos.

También puede haber una parte de contradicción con la esterilidad de Lady Macbeth, subrayada por Shakespeare (en el Macbeth de Testori su vientre genera un gas letal), pero es un intento de adaptarse a la actualidad. Además, están muy bien conseguidas las interpretaciones de los dos actores: un viril y corpulento Michael Fassbender y una malvada y al mismo tiempo buena y compasiva (así debe ser) Marion Cotillard. Hasta la quizás prescindible escena de sexo, que ambienta su primer diálogo de verdad, es violenta y psicológica, poco sensual. Explicita una red de seducción y adulación donde el rey aspirante cae fatalmente.

En cualquier caso, la sangre y la locura quedan impresos en nuestra mente como el verdadero tema del film. Una pesadilla que vuelve a proponerse, que tiene que ver con un poder insensato, violento y al mismo tiempo sin legitimidad ni justificación. Macbeth vuelve a estar de moda, como el fantasma del leal Banco, en el río subterráneo que estamos atravesando. Como en los años 60 del siglo pasado, la sangre del homicidio político y el poder que parece más carente de sentido y de cabeza que nunca se cruzan.

La violencia psicótica y política, fantasmagórica y diabólica, estallan en un delirio. No en vano, con su lirismo intacto, incluso en este modernísimo film, tan lleno de efectos especiales y de grandes actores, sigue siendo central el monólogo del rey que ya advierte su fin inminente:

«¡Apágate, breve llama!
La vida es una sombra que camina,
un pobre actor que en escena
se arrebata y contonea
y nunca más se le oye.
Es un cuento contado por un idiota,
lleno de ruido y de furia,
que no significa nada».

William Shakespeare al final llega, vence, prevalece, traspasando toda interpretación y puesta en escena, gracias a la profunda sencillez de su poesía. Gracias a la fascinación de unos temas que son connaturales al hombre y que siempre vuelven, aquí y allá, a lo largo de la historia.