Los hombres entre Dios y yo

Alessandra Stoppa

«Son hombres los que me van a decir lo que Dios ha dicho. Hubiese preferido oírselo a Dios mismo; no le habría costado más trabajo y yo estaría a salvo de toda seducción (…) ¡Siempre testimonios humanos! ¡Siempre hombres que me cuentan lo que han contado otros hombres! ¡Cuántos hombres entre Dios y yo!». Es el malestar de Jean-Jacques Rousseau ante el desafío que el cristianismo supone para todo hombre y que ha atravesado veinte siglos de pensamiento occidental hasta tocar los puntos neurálgicos del momento actual.
Allí donde saber y creer se oponen, solo se cree lo que no se ve y no se sabe y el «vieron y creyeron» es un escándalo. La modernidad rechaza el valor del testimonio en nombre de una razón absoluta y de una libertad emancipada de cualquier autoridad: fiarse no es conocer, es una obediencia que no se corresponde con el hombre. Aún más si lo que se testimonia es un encuentro histórico, personal y libre que tiene una pretensión universal de razón y verdad. «Quien quiera predicar la fe a los hombres de hoy», escribía Joseph Ratzinger en su Introducción al cristianismo, puede tener que rendir cuentas con el «poder amenazador de la incredulidad» y con el hecho de que «ni le entenderá el mundo de hoy ni lo entenderá él».
Entonces, ¿qué ayuda puede aportar a nuestras sociedades comunicar el cristianismo? ¿Y cómo comunicarlo? Se lo preguntamos al teólogo Javier Prades López, rector de la Universidad San Dámaso de Madrid y autor de Dar testimonio. La presencia de los cristianos en la sociedad plural (BAC, pp. 504), una investigación antropológica, filosófica y teológica, fruto de años de estudio sobre el testimonio cristiano. Un tema en absoluto inocuo, que vuelve a poner en seria discusión la relación entre razón, verdad y libertad.

¿Por qué es tan importante para usted este tema?
Porque me acompaña el deseo de comprender cada vez mejor la naturaleza original y la singularidad de la propuesta cristiana: mediante un acontecimiento de la historia, un encuentro, se comunica el significado de verdad y salvación para todos los hombres. En el fondo, me interesa comprender mejor mi propia vida, quiero entender por qué un encuentro a los 17 años puede cambiar la orientación de toda la existencia, darle un horizonte nuevo, hasta el punto de tomar una forma que tú nunca habrías pensado. No en virtud de un análisis o de un estudio, sino precisamente de un encuentro que con el tiempo atestigua una correspondencia inconfundible con tu condición humana, la misma de todos los hombres. Una correspondencia tal que, si tuviera que nacer cien veces, cien veces desearía tener este encuentro.

¿Por qué es importante el testimonio en el mundo actual?
Si miramos como hombres que viven junto a los demás en nuestras sociedades contemporáneas –dicho esto por un occidental europeo–, vemos que hay tensiones no resueltas. Una de las principales es la que existe entre la aspiración a la unidad, que se refleja por ejemplo en la globalización, y la defensa de los rasgos de una vida comunitaria, como hace el multiculturalismo. Son fenómenos que piden ser mirados con atención para intentar darles una interpretación.

¿Puede explicar mejor esta tensión?
La exigencia de universalidad es innegable, como se ve en la aspiración de que se garantice a todos la igualdad, la justica, el desarrollo económico, la capacidad de comunicación… Pero esto mismo a menudo corre el riesgo de resultar impersonal, perdiendo otras dimensiones de la experiencia humana como, por ejemplo, la cercanía de una relación de pertenencia que permita asegurar la propia identidad: la lengua, la familia, la propia cultura… Esta también es una exigencia constitutiva. El problema, entonces, no es eliminar una u otra, buscando así soluciones parciales. Me parece más interesante un camino que intente comprender de qué modo la experiencia humana elemental lleva dentro ambas exigencias: el valor de todo individuo, en cualquier parte del mundo, sin discriminación alguna; y al mismo tiempo el valor de una dimensión comunitaria, de pertenencia, que no mortifica al individuo sino que lo hace crecer. Este análisis es dinámico; no es una teoría, sino que se descubre viviendo. En acción, el yo desvela su exigencia de universalidad y su exigencia de afirmar los vínculos que le permiten ser realmente él mismo.

¿Qué tiene que ver el cristianismo? ¿Cuál puede ser su contribución?
Una experiencia como la cristiana, si es fiel a su naturaleza, muestra su conveniencia humana, porque no mortifica ninguno de los dos polos de la tensión. Al contrario, hay una pertenencia –a Cristo y a la Iglesia– que hace universal la experiencia del hombre, y al mismo tiempo potencia la autoconciencia. La fe nos permite experimentar que el yo tiene un valor infinito, sin sumisión a esquemas que lo puedan mortificar, y al mismo tiempo que su plenitud es pertenecer, hasta entregar la vida por los demás. Una experiencia cristiana vivida es la mejor contribución al camino de nuestras sociedades.

La paradoja del mundo occidental es que las dos grandes conquistas de la modernidad –razón y libertad– no consiguen estar juntas.
Una razón sin interferencias, que para cumplir su tarea debe ser absolutamente aséptica, neutra, es precisamente uno de los estándares de la modernidad. Va en paralelo con la larga lucha por las libertades y derechos de los individuos, llevando hasta el extremo una capacidad de elección sin límites. La definición más reciente de la libertad es la de una autonomía absoluta. Pero estas dos dimensiones, razón y libertad, no consiguen convivir unidas. Por eso se trata de intentar recuperar una imagen del hombre donde la razón no sea ab-soluta, desligada de todo lo demás, y la libertad no sea pura voluntad de hegemonía y de autoafirmación. La plenitud de la libertad implica abrirse, acoger, abrazar. En este sentido, es decisiva la contribución del testigo, una comunicación que se ofrece a la libertad como propuesta razonable.

El papel del testimonio, por tanto, no es ante todo una cuestión religiosa… ¿Es una forma de conocimiento?
Es en primer lugar una forma de usar la razón. El testimonio es una modalidad decisiva de comunicación de la verdad entre los hombres. Las relaciones interpersonales se basan en la confianza, que por eso hay que replantearse como una cualidad de la razón, no como un obstáculo a la misma. Yo no puedo saber quién es el otro si no me abre libremente y moralmente su corazón, y si yo no lo acojo libremente y moralmente. Redescubrir la naturaleza del testimonio es, por eso mismo, una contribución a la convivencia social, a la justicia de los vínculos que se viven pacíficamente. Si no queremos yuxtaponer individuos aislados, donde vence el más poderoso, conviene favorecer sociedades donde el intercambio relacional llegue a tener una dignidad cognoscitiva y afectiva. En segundo lugar, el testimonio es la modalidad de comunicación elegida por lo divino para darse en la historia. Por ello, profundizar en el testimonio cristiano ayuda a repensar la relación entre razón y fe, entre fe y vida, entre verdad y libertad. A repensar qué es el hombre.

Sobre todo hoy, que se suele negar un acceso humano a la verdad, cuando no la posibilidad misma de la verdad. ¿Qué ha aprendido sobre el testimonio cristiano?
Ante todo soy más consciente de su asombrosa novedad: Dios ha elegido un método que valora la estructura relacional de la comunicación de la verdad entre los hombres, usándola para donarnos una realidad inimaginable. El testimonio de Jesús siempre va acompañado de signos y milagros –con el don del Espíritu– precisamente para hacer posible y razonable la comunicación de una realidad que desborda todas las categorías humana, y también religiosas, incluso las del pueblo de Israel. Eso es lo que nos ha sucedido también a nosotros: un encuentro nos ha obligado a cambiar la dirección de nuestra vida, hasta cambiar también la forma de pensar. De otro modo, no sería Dios. Pero siempre como comunicación que invita a la libertad a una adhesión razonable.

¿Cómo sucede el testimonio cristiano? ¿Cuál es su naturaleza?
Sobre todo, identifica una característica propia de la revelación y de su transmisión: la fe es un acto testimonial, que acoge en la libertad la verdad libremente revelada por el Espíritu de Dios. El testigo se convierte para su interlocutor en ocasión de un encuentro con Cristo vivo, con la verdad de Dios hecha carne, con lo absoluto en la historia. Y toda circunstancia es ocasión de este encuentro. El testimonio tiene un fundamento sacramental (el Bautismo); siempre viene precedido de una iniciativa divina (llamada, vocación); por tanto, es una respuesta; no se puede reducir a la “autobiografía” del testigo, porque siempre remite a otra realidad, a Dios, a partir de hechos históricos; finalmente, implica a toda la persona: intelecto, afecto y voluntad, puesto que es simultáneamente acto cognoscitivo y acto moral. Y es un acto único de gesto y palabra: el sorprendente acontecer de la palabra pronunciada.

Por tanto, nunca es puramente humano.
No; es signo eficaz de lo divino. El ser testigo de Cristo expresa el ser en Cristo. Todas las dimensiones del vivir cristiano –la leitourgía, la koinonía, la diakonía y la didaskalía– tienen la capacidad de transmitir el misterio de Dios. Luego hay actos que, en la tradición de la Iglesia, se consideran específicamente “testimonio”. El culmen es el gesto de una persona cuya vida corre peligro: la martyría. La modalidad de confesión de la fe hasta el punto de decir: antes que no comunicarte la verdad, prefiero que me mates.

Juan Pablo II dijo del mártir: «Esta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, puesto que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo».
El Papa decía eso que don Giussani explica con la metáfora de la «chispa»: la modalidad de comunicación de la verdad siempre va precedida por algo que te toca, que suscita tu sencillez de corazón, una pobreza de espíritu que hace deseable lo que ves testimoniado en el otro, hasta cambiar la concepción que tienes de ti mismo.

Frente a los desafíos de hoy, podemos estar tentados de pensar que el testimonio de «persona a persona» es insuficiente. ¿Se debe eso a que no está claro el alcance cognoscitivo del encuentro cristiano?
Ninguna forma de revolución socio-política puede sustituir el primado insuperable de la persona, al que se llega por el encuentro con Cristo mediante la Iglesia. La concepción testimonial de la fe es, por tanto, un criterio de discernimiento a la hora de valorar las formas de participación en la vida social. Tanto en la acción individual como en las iniciativas comunitarias, la ley de esta comunicación es el amor: solo quien se dona a sí mismo para afirmar al otro puede convertirse en ocasión de un encuentro que cambia la vida, puede abrir el espacio que vincula al otro con la verdad de Dios.

¿Qué hacer para no medir la eficacia del testimonio en función de la respuesta del otro?
El testimonio no tiene el problema de medir. Me sorprendo de ver al otro sorprendido. Percibo que algo ha despertado en él, tal vez incluso allí donde sigue habiendo diferencia de ideas, pero algo ya ha vuelto a poner en movimiento la comprensión de sí. El problema no es medir “lo que me llevo a casa”, por decirlo de forma coloquial, sino seguir lo que sucede. Si es testimonio cristiano, es lo contrario de la medida.

Por eso el culmen es el mártir.
El mártir lo da todo, hasta entregarse a sí mismo al otro. Incluso cuando el otro le mata. El testimonio es gratuito. También cuando no se llega a derramar sangre, hay una sobreabundancia, un “plus” que abre un espacio de diálogo, que suscita un deseo de encontrarse, que conmueve, que da inicio a un proceso. Comunico al otro el contenido de la fe, sin renunciar a nada, y eso será acogido cuando suceda en el otro un movimiento “hacia”, un interés. La chispa genera una pobreza de corazón que dispone a acoger la novedad percibida. Por eso decía Pablo VI que no habrá maestros si no hay testigos.

Cuando la palabra que se dice acontece, es Misterio también para quien la pronuncia…
Sí, cuando sucede, yo me sorprendo igual que el otro. Y me pregunto: ¿por qué?, ¿qué ha visto?

Se puede decir que el testimonio coincide con la conversión.
Es el «renovar la mente» de ese pasaje de la Carta de san Pablo a los Romanos donde creo que está la clave sintética de interpretación del testimonio: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». Lo explica muy bien Josef Zverìna en su Carta a los cristianos de Occidente. Pensar que el testimonio es simplemente el “buen ejemplo” es una reducción, entre otras muchas. El testimonio es el ofrecimiento de sí. Ofrecimiento total de sí: «Presentad vuestros cuerpos...». Esto es el testimonio: todos los días, en todos los instantes, delante de todos o cuando estás solo en tu despacho. ¿Qué quiere decir rendir testimonio a Dios? Una vida vivida como ofrenda. Que nace del Bautismo que se vive en el mundo, que se vive delante de todos, que implica todo, hasta el don de sí. El «culto» del que habla san Pablo no se limita a un culto en el templo, separado de la vida. El culto cristiano es eucarístico: dilata el gesto sacramental hasta ofrecer la vida. Y, como dice san Pablo, es razonable, conveniente para todos. Y así, se reabre todo…