Job o la tortura de los amigos

Ignacio Carbajosa

El libro de Job es uno de los textos bíblicos que más obras literarias ha inspirado. De un modo u otro, obras bien conocidas como Moby Dick (de M. Melville), Esperando a Godot (S. Beckett) o El hombre que fue jueves (G.K. Chesterton) tienen al hombre de Hus en el centro de su trama. También obras menos conocidas para el gran público han encontrado en el libro bíblico su inspiración: Job, historia de un hombre sencillo (J. Roth), JB: A Play in verse (A. McLeish), El único problema (M. Spark). En otros casos, literatos, filósofos e incluso psiquiatras han dedicado reflexiones agudas a este libro: P. Claudel (Le livre de Job), S. Kierkegaard (La repetición), C.G. Jung (Respuesta a Job). No han faltado españoles que dedicaran reflexiones basadas en el drama de Job, como M. de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida), M. Zambrano (“El libro de Job y el pájaro”, dentro de la obra El hombre y lo divino) o J.M. Cabodevilla (La impaciencia de Job. Estudio sobre el sufrimiento humano). Incluso un eclesiástico como K. Wojtyla, antes de ser elegido Papa, escribió una obra de teatro titulada Job.

Es este mismo género literario, el del teatro, el que ahora se ve enriquecido con una nueva obra basada en las fortunas y desfortunas de Job. Se trata de la pequeña (por extensión) obra del prolífico escritor francés Fabrice Hadjadj, Job o la tortura de los amigos, que la editorial BAC nos presenta ahora en una muy lograda traducción castellana, obra de José Luis Albares. Como el mismo autor señala en una escueta nota final, esta obra fue inspirada por Benedicto XVI y escrita para el lanzamiento del “Atrio de los Gentiles”. No es de extrañar que se eligiera un drama como el de Job para iniciar un diálogo con el mundo “gentil”. El problema del dolor y la injusticia, que permean la obra bíblica, es un argumento que la increencia ha debido afrontar siempre y que ha atraído la atención, como hemos visto, de innumerables hombres de cultura.

Las numerosas aproximaciones al libro de Job se han realizado a través de prismas muy diferentes y se han centrado en aspectos también diferentes de la misma obra. El drama de Hadjadj, como el título indica, concentra su mirada en los “amigos” de Job, dedicando una escena a cada uno de los diálogos que el sufriente mantiene, en la habitación de un hospital, con sus cuatro amigos (Elifaz, Bildad, Sofar y Elihú), a las que se unen otras dos escenas dedicadas a los coloquios del protagonista con su mujer y con una joven que el autor incorpora en una de sus múltiples licencias literarias. Como prólogo y epílogo de la obra, Hadjadj sitúa sendas escenas en las que dialogan Dios y Satán.

Es precisamente el primero de estos diálogos el que nos da la clave de toda la obra. Se trata de la petición que el diablo hace a Dios. El Todopoderoso le había concedido tentar a Job de muchas maneras: con las riquezas, para que desviara su corazón, con la pobreza, para que maldijera a Dios, con los enemigos, que minaran su moral. Llegados a este punto, Satán se prepara para quemar su último cartucho: «Esa es mi petición, odioso Dios: permíteme lanzar sobre él a sus amigos como si fueran una compacta jauría capaz de devorarle el corazón» (p. 16).

A partir de aquí se suceden las escenas en las que cada uno de los amigos de Job representa una de las actitudes “modernas” o “postmodernas” ante la vida. Elifaz, el primer amigo, representa la huida psicologista o budista ante los problemas de la vida: «tienes que volver a tu interior», a esa «hoguera universal donde se evapora todo ese granizo del “yo-y-nada-más-que-yo”» (24-25). Aboga por una disolución del yo y de su conciencia para disolver el drama de la vida. No busquemos significado.

La mujer de Job, segunda en entrar en escena, se presenta como la esposa que vuelve al marido, después de haberlo abandonado, arrastrada por la compasión ante tanto dolor. Y en el colmo de la compasión ofrece a Job su “remedio”: un pinchazo indoloro (eutanasia). Es un modo de acabar con el sufrimiento de ella misma. Job se niega, quiere ser protagonista de su dolor y de su búsqueda de significado: «no me prives de la felicidad de gritar contra el Cielo» (32).

Bildad, el segundo amigo en el libro bíblico, aparece en las vestes de hermano de Job, que está dispuesto a acompañar a Job en su grito contra el Cielo. Pero la postura del hermano se revela bien pronto muy diferente a la de Job: se trata de la distancia infinita que hay entre el nihilismo y la batalla cuerpo a cuerpo con el Misterio de Dios.

Entra entonces en la habitación de Job el tercer amigo, Sofar, que parece traer el consuelo de un creyente. Pero un creyente que siente la necesidad de disculpar a Dios para evitar la lacerante pregunta sobre el misterio del sufrimiento humano. Como buen abogado defensor de Dios explica el origen de las penas de Job: «Todo lo que te está cayendo encima viene a ser como un corrosivo que elimina la herrumbre de tus pecados» (43). Representa la doctrina de la retribución (si haces el bien serás recompensado en esta vida, si haces el mal recibirás castigo) contra la que Job se levanta en el libro bíblico. Lo que parecía un consuelo resulta un nuevo azote: «Yo espero un salvador, Sofar, no un experto contable. Mi Dios redime, no mercadea. Mi Dios perdona los pecados, no los va registrando en un cuaderno de boticario» (44).

Antes de que aparezca el cuarto amigo de Job se cuela en escena un personaje no esperado. Se trata de una hermosa joven que el sufriente había entrevisto, casi como una aparición de la belleza celestial, en el metro de camino al hospital. La belleza en persona entra en su habitación y se dirige a él con palabras cargadas de afecto. ¿La gracia viene en su auxilio? Pronto se desvela el equívoco. La hermosa joven le ofrece el beso embriagador, la vuelta al confortable seno materno, el calor del placer que anestesie por un instante el dolor. Job no cae en la trampa: «no se puede volver atrás. No se puede recular en el momento decisivo recurriendo a mamá. Aquel verde Edén se perdió para siempre (...). Tú quieres despacharme con el “amor”, un amor que no es sino un emplasto para esconder la herida y que así pueda gangrenarse mejor» (54-55).

Hadjadj convierte al cuarto amigo de Job en un sacerdote. Obviamente es un representante de Dios y conoce bien la doctrina. Rebosa optimismo y reprende a Job por cómo trata a los amigos que van a visitarle. En su mano lleva los resultados de unas pruebas médicas que acaba de recoger. Job le anima a abrirlos. La enfermedad también se cierne sobre el sacerdote cuyo semblante se oscurece. Sale de la habitación tembloroso rechazando el abrazo de Job: «También a usted le tiemblan las piernas (...). Ahora estará de acuerdo conmigo en la escasa distancia que separa el confiar del renegar, convendrá conmigo en lo cerca que está la alabanza de la blasfemia» (63).

El último encuentro es con el mismo Satán, al que Job desenmascara porque trata de trocar su lamento en compasión y complacencia. La afirmación final del sufriente es un buen resumen de la defensa de Job ante los “consuelos” de los amigos: «Contra tus mediocres arañazos, yo apelo a su espada [de Dios], que traspasa los corazones. Contra tus mezquinos placeres, yo apelo a la Alegría» (67).

La batalla de Job con Dios tiene este punto fijo: la apelación a la Alegría que es la gran promesa divina. Job no quiere renunciar a ella. Ni renunciar a su certeza de que Dios solo puede ser bueno y justo. La exclamación divina que cierra toda la obra, «estoy loco por mis criaturas y no sé hacer otra cosa que amarlas» (74), no hace más que reabrir la batalla, en sus justos términos, para cada sufriente. Una batalla por entender el sentido del sufrimiento que en Job se convierte en pregunta dirigida a Dios mismo.

Fabrice Hadjadj
Job o la tortura de los amigos
BAC, Madrid 2015
pp. 80 – 7 €