Raphael Minassian durante el encuentro en el<br>Centro Cultural de Milán.

«Hijos de una esperanza que nace del martirio»

Raphael Minassian, arzobispo armenio, relee el genocidio a través de los acontecimientos de su propia familia. La historia de un pueblo que, desde Ataturk hasta nuestros días, ha permanecido enraizado en la fe. Con una fuerte necesidad de «reconciliación»
Giacomo Pizzi

Antes de empezar, le recibe un aplauso espontáneo y caluroso. Así acogió el público congregado en el Centro Cultural de Milán a monseñor Raphael Minassian, el arzobispo de los católicos armenios en Europa Oriental, que cien años después ofreció un testimonio del genocidio armenio, en un encuentro titulado “Identidad, testimonio, martirio. ¿Qué significa ser un pueblo?”. Un tema caliente, sobre todo después del mensaje que lanzó el Papa Francisco y que ha provocado polémicas reacciones por parte del gobierno turco. Moderaba el encuentro Martino Diez, director científico de la Fundación Oasis.

Minassian es sacerdote desde 1973. Nacido en Belén, siempre vivió fuera de allí, como tantos otros armenios obligados al éxodo. Se ordenó en Beirut y desarrolló su misión en el Líbano, Estados Unidos y el Vaticano. En 2005 fue nombrado Exarca para Jerusalén y Ammán. Desde 2011 es Ordinario de Europa Oriental, incluida Armenia.

«Para un armenio, es difícil hablar del genocidio», dijo el arzobispo al empezar. «En todas las familias hay al menos una víctima. En la mía, mis abuelos, mis padres son huérfanos los dos». Un hecho muy importante, que influyó incluso en su vocación. «Mi padre se salvó gracias a una misionera protestante. Pasó de un orfanato a otro, y acabó en un centro salesiano cerca de Turín». Quería ser sacerdote, pero antes de llegar a Armenia, donde debería haberse ordenado, «un misionero le detuvo en la frontera turco-siria. Allí se encontró con su hermano mayor, que frenó su decisión: “No puedes hacerte sacerdote. Tienes que refundar la familia”». En aquella época le presentaron a una joven. «En los años cuarenta, en Armenia, las chicas se casaban a los 14 años», explicó monseñor Minassian. «Aquella chica, que luego sería mi madre, ya tenía 16…». Decidieron casarse, pero el padre, aunque la madre de Minassian entonces era contraria, puso como condición que el primer hijo, fuera varón o mujer, se consagraría: «Lo hizo para justificar su conciencia salesiana», bromeó el arzobispo: «Mi madre, además de casarse, tuvo que aceptar esa condición».

Fue así como Raphael Minassian entró en el seminario a los once años. Y no conoció a todos sus hermanos y hermanas hasta varios años después. «El Papa dice que recordar a estas víctimas es importante», le interrumpió Martino Diez, citando a Francisco: «Donde se pierde la memoria quiere decir que el mal mantiene aún la herida abierta; esconder o negar el mal es como dejar que una herida siga sangrando sin curarla». A lo que Manissian respondió: «La herida está. Para un armenio es difícil olvidar la fantasía de violencia que se ha aplicado contra nuestro cuerpo». Para aclarar qué quería decir con la palabra “fantasía”, habló de madres encintas a las que abrieron el vientre para decapitar al hijo que llevaban en su seno. «¿Qué placer puede haber en eso?», se preguntaba. «¿Qué placer hay en secuestrar al clero y someterlo a una humillación pública, en los momentos más difíciles?». Pero si es cierto que cada vez que los armenios hacen memoria todos estos episodios vuelven a su mente, el motivo por el cual es importante recordar tiene que ser mucho más grande. «Mi abuelo y mi abuela dieron la vida por la fe cristiana», afirmó: «Yo estoy bendecido por la sangre de los mártires, para seguir viviendo mi fe. Esta memoria nos vuelve a confirmar en la fe».

Hasta tal punto que, insistió, «yo he visto y vivido la fe cristiana en muchos lugares, pero he encontrado una fe mucho más profunda y arraigada en el lugar en el que estoy desde hace cuatro años. Más que en Estados Unidos o Europa». El genocidio se convierte en ocasión de «un testimonio continuo». También porque «el Papa nos recuerda una palabra importante: “reconciliación”. Debemos reconciliarnos sobre todo con nosotros mismos, porque nadie es puro. También los cristianos cometen genocidio permitiendo el aborto… Cada uno tiene sus zonas de sombra. Siempre debemos reconciliarnos con nosotros mismos, es decir, con Dios».

A la mitad del encuentro se proyectó una intervención en video de la escritora armenia Antonia Arlsan, que recorrió la historia del genocidio. Hablaba sobre todo de los armenios que, hasta hoy, no se conocían: los que fueron obligados a convertirse al islam. Aquellos que «se escondían porque se consideraban inferiores. Pero mantuvieron algunos ritos cristianos. Realmente, nunca abandonaron su fe». Ahora empiezan a testimoniarlo con orgullo.

Diez volvió a dirigirse al arzobispo, poniendo sobre la mesa la relación entre las naciones europeas, el gobierno turco y el genocidio. «Los europeos condenaron el genocidio ya en 1915», recordó Minassian. Lo olvidaron después, por diversas razones. Ataturk, el fundador de la República de Turquía, también había denunciado a los autores de la masacre. Hoy Turquía se niega a reconocer su responsabilidad. «En política no hay moral», señaló Raphael Minassian: «Hay intereses. Y mientras no sea interés del gobierno asumir su responsabilidad en este acto de violencia por cualquier otro motivo, porque pueda serle útil, ese reconocimiento no sucederá». Los armenios no alimentan el odio, pero esperan el día en que eso suceda. Mientras tanto, «se alegran de poder vivir en Armenia, aunque es muy difícil». No son hijos del genocidio, sino de una esperanza que es fruto del martirio.